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Se murió porque ella quiso;
no la mató Dios
ni el Destino.

Volvió una tarde a su casa
y dijo por voz eléctrica,
por teléfono, a su sombra:
«¡Quiero moririne,
pero sin estar en la cama,
ni que venga el médico
ni nada. Tú cállate!»

¡Qué silbidos de venenos
candidatos se sentían!
Las pistolas en bandadas
cruzaban sobre alas negras
por delante del balcón.
Daban miedo los collares
de tanto que se estrecharon.
Pero no. Morirse quería ella.
Se murió a las cuatro y media
del gran reloj de la sala,
a las cuatro y veinticinco
de su reloj de pulsera.

Nadie lo notó. Su traje
seguía lleno de ella,
en pie, sobre sus zapatos,
hasta las sonrisas frescas
arriba en los labios. Todos
la vieron ir y venir,
como siempre.
No se le mudó la voz,
hacía la misma vida
de siempre.
Cumplió diecinueve años
en marzo siguiente: «Está
más hermosa cada día»,
dijeron en ediciones
especiales los periódicos.
La heredera sombra cómplice,
prueba rosa, azul o negra,
en playas, nieves y alfombras,
los engaños prolongaba.
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