Se murió porque ella quiso; no la mató Dios ni el Destino.
Volvió una tarde a su casa y dijo por voz eléctrica, por teléfono, a su sombra: «¡Quiero moririne, pero sin estar en la cama, ni que venga el médico ni nada. Tú cállate!»
¡Qué silbidos de venenos candidatos se sentían! Las pistolas en bandadas cruzaban sobre alas negras por delante del balcón. Daban miedo los collares de tanto que se estrecharon. Pero no. Morirse quería ella. Se murió a las cuatro y media del gran reloj de la sala, a las cuatro y veinticinco de su reloj de pulsera.
Nadie lo notó. Su traje seguía lleno de ella, en pie, sobre sus zapatos, hasta las sonrisas frescas arriba en los labios. Todos la vieron ir y venir, como siempre. No se le mudó la voz, hacía la misma vida de siempre. Cumplió diecinueve años en marzo siguiente: «Está más hermosa cada día», dijeron en ediciones especiales los periódicos. La heredera sombra cómplice, prueba rosa, azul o negra, en playas, nieves y alfombras, los engaños prolongaba.