Escribir un poema se parece a un orgasmo: mancha la tinta tanto como el *****, empreña también más, en ocasiones. Tardes hay, sin embargo, en las que manoseo las palabras, muerdo sus senos y sus piernas ágiles, les levanto las faldas con mis dedos, las miro desde abajo, les hago lo de siempre y, pese a todo, ved: no pasa nada.
Lo expresaba muy bien César Vallejo: «Lo digo, y no me corro».