Apoyas la mano en un árbol. Las hormigas tropiezan con ella y se detienen, dan la vuelta, vacilan. Es dulce tu mano. La corteza del abedul también es dulce: dulcísima. Una agridulce plata otoñal sube desde su raíz honda hacia ti misma. Mojada por la luz sucia y filtrada, peinada fríamente por la brisa, te estás quedando así: cada momento más sola, más pura, más concisa.