Como llevaba trenza la llamábamos trencita en la tarde del jueves. Jugábamos a montarnos en ella y nos llevaba a una extraña región de la que nunca volveríamos.
Porque es casi imposible abandonar aquel olor a tierra de su cabello sucio, sus ásperas rodillas todavía con polvo y con sangre de la última caída y, sobre todo, la nacarada nuca donde se demoraban unas gotas de luz cuando ya luz no había. Allí me dejó un día de verano y jamás regresó a recoger mi insomne pensamiento que desde entonces vaga por sus brazos corrigiendo su ruta, terco y contradictorio, lo mismo que una hormiga que no sabe salir de la rama de un árbol en el que se ha perdido.