Te llamábamos a veces por tu nombre para decirte lo que nos dolía, para pedirte cosas, para quejamos del frío -como si fueses responsable del invierno- para preguntarte, suspicaces, en dónde habías guardado esto o lo otro.
Pero ¿qué te dimos realmente? ¿Qué hubiéramos podido haberte dado a ti, que no pedías, que parecías no necesitar nada más que estuviéramos allí, llamándote a veces por tu nombre, para pedirte siempre: -danos, danos? Acaso amor, esa palabra impronunciable, impura.
Porque lo extraño es que tal vez te amábamos. Pienso que te amábamos. ¡Ah, sí, cómo te amábamos!
Presenciamos inmóviles tu vida y ahora, frente a tu muerte, se nos vienen de pronto todas esas palabras que no escucharás nunca.