Olvidemos el llanto y empecemos de nuevo, con paciencia, observando a las cosas hasta hallar la menuda diferencia que las separa de su entidad de ayer y que define el transcurso del tiempo y su eficacia. ¿A qué llorar por el caído fruto, por el fracaso de ese deseo hondo, compacto como un grano de simiente? No es bueno repetir lo que está dicho. Después de haber hablado, de haber vertido lágrimas, silencio y sonreíd: nada es lo mismo. Habrá palabras nuevas para la nueva historia y es preciso encontrarlas antes de que sea tarde.