Todo el mundo era pobre en aquel tiempo, todos entretejían sin saberlo -a veces sonreían- los hilos de tristeza que formaba la trama de la vida (inconsistente tela, pero qué estambre terco, la esperanza). Unas hebras de amor doraban un extremo de aquel tapiz sombrío en el que yo era un niño que corría no sé de qué o hacia dónde, tal vez hacia el espacio luminoso que urdían incansables las obstinadas manos amorosas.
Nunca llegué a esa luz. Cuando iba a alcanzarla, el tiempo, más veloz, ya la había apagado con su pátina.