Érase un cura, tan pobre, que daba grima mirar sus zapatos descosidos y su viejo balandrán. Érase un cuasi mendigo que solía regalar a los más pobres que él con la mitad de su pan. Un cura tan divertido para hacer la caridad, que si daba el desayuno se acostaba sin cenar. Érase un pobre curita llamado el Padre Julián, a quién vían como a un perro los grandes de la ciudad, pues era tan inocente y era tan humilde el tal, que en la casa de los grandes daba risa su humildad. Un día amaneció muerto, siendo causa de su mal no se sabe si mucha hambre o alguna otra enfermedad. Entonces un gran entierro se ofreció al padre Julián, donde sólo en cera y pábilo se quemara un dineral. Y se vieron coches fúnebres y hubo un lujo singular, a los ecos de las marchas de la música marcial. Y cuentan que los timbales y oboes al resonar, hacían burla del muerto pobre de solemnidad... Y que el muerto se reía pensando en su balandrán, con una de aquellas risas que dan ganas de llorar.