¡Que tenga yo, Señor, atrevimiento (¿quién me lo oye decir que no se espanta?) de procurar con los pecados míos agotar tu piedad o tu tormento! La lengua se me pega a la garganta; agua a mis ojos falta, a mi voz bríos; nada me desengaña; el mundo me ha hechizado. ¿Dónde podré esconderme de tu saña, sin que el rastro que deja mi pecado, por dondequiera que mis pasos llevo, no me descubra a tu rigor de nuevo?