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La desventura me quitó el regalo
y la serena paz de la existencia,
y sembré muchos odios; mi conciencia
clamaba sin cesar: ¡Eres muy malo!

Después, la dicha me libró del cieno:
un rayito de sol doró mi frente,
y sembré mucho amor, y dulcemente
clamaba mi conciencia: ¡Eres muy bueno!

«¡Ay! -me dije, con tono de reproche-,
qué menguada virtud la que me alienta
si sólo en el placer abre su broche...»

¡Hoy bendigo a Jesús en la tormenta,
hoy su roto costado es mi sangrienta
guarida, en lo infinito de mi noche!
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