Jesucristo es el buen Samaritano: yo estaba malherido en el camino, y con celo de hermano, ungió mis llagas con aceite y vino; después, hacia el albergue, no lejano, me llevó de la mano, en medio del silencio vespertino.
Llegados, apoyé con abandono mi cabeza en su seno, y Él me dijo muy quedo: «Te perdono tus pecados, ve en paz; sé siempre bueno y búscame: de todo cuanto existe yo soy el manantial, el ígneo centro...» Y repliqué, muy pálido y muy triste: «¿Señor, a qué buscar si nada encuentro? ¡Mi fe se me murió cuando partiste, y llevo su cadáver aquí dentro!
»Estando Tú conmigo viviría... Mas tu verbo inmortal todo lo puede: dila que surja en la conciencia mía, resucítala, ¡oh Dios, era mi guía!»