La dejé marcharse sola... y, sin embargo, tenía para evitar mi agonía la piedad de una pistola. "¿Por qué no morir? -pensé-. ¿Por qué no librarme desta tortura? ¿Ya qué me resta despúés que ella se me fue?"
Pero el resabio cristiano me insinuó con voces graves: «¡Pobre necio, tú que sabes!» Y paralizó mi mano.
Tuve miedo..., es la verdad; miedo, sí, de ya no verla, miedo inmenso de perderla por toda una eternidad.
Y preferí, no vivir, que no es vida la presente, sino acabar lentamente, lentamente, de morir.