La santidad de la muerte llenó de paz tu semblante, y yo no puedo ya verte de mi memoria delante, sino en el sosiego inerte y glacial de aquel instante.
En el ataúd exiguo, de ceras a la luz fatua, tenía tu rostro ambiguo qiuetud augusta de estatua en un sarcófago antiguo.
Quietud con yo no sé qué de dulce y meditativo; majestad de lo que fue; reposo definitivo de quién ya sabe el porqué.
Placidez, honda, sumisa a la ley; y en la gentil boca breve, una sonrisa enigmática, sutil, iluminando indecisa la tez color de marfil.
A pesar de tanta pena como desde entonces siento, aquella visión me llena de blando recogimiento y unción..., como cuando suena la esquila de algún convento en una tarde serena...