Si tú me dices «¡ven!», lo dejo todo... No volveré siquiera la mirada para mirar a la mujer amada... Pero dímelo fuerte, de tal modo que tu voz, como toque de llamada, vibre hasta el más íntimo recodo del ser, levante el alma de su lodo y hiera el corazón como una espada. Si tú me dices «¡ven!», todo lo dejo. Llegaré a tu santuario casi viejo, y al fulgor de la luz crepuscular; mas he de compensarte mi retardo, difundiéndome ¡Oh Cristo! ¡como un nardo de perfume sutil, ante tu altar!