Tristes van los zamoranos metidos en gran quebranto; retados son de traidores, de alevosos son llamados; más quieren todos ser muertos que no traidores nombrados.
Día era de san Millán, ese día señalado, todos duermen en Zamora, mas no duerme Arias Gonzalo; aún no es bien amanecido que el cielo estaba estrellado, castigando está a sus hijos, a todos cuatro está armando, las palabras que les dice son de mancilla y quebranto: -Yo he de lidiar el primero con don Diego el castellano: si con mentira nos reta, vencerle he y hágoos salvos; pero si cualquier traidor hay entre los zamoranos, y él nos reta con verdad, muerto quedaré en el campo. Morir quiero y no ver muerte de hijos que tanto amo.
Las armas pide el buen viejo, sus hijos le están armando, las grebas le están poniendo; doña Urraca que allí ha entrado, llorando de los sus ojos y el cabello destrenzado: -¿Para qué tomas las armas? ¿Dónde vas, mi viejo amo: pues sabéis, si vos morís, perdido es todo mi estado? ¡Acordaos que prometistes a mi padre don Fernando de nunca desampararme ni dejar de vuestra mano!
Caballeros de la infanta a don Arias van rogando que les deje la batalla, que la tomarán de grado; mas él sólo da sus armas a su hijo don Fernando: -¡Dios vaya contigo, hijo, la mi bendición te mando; ve a salvar los de Zamora; como Cristo a los humanos!
Sin poner pie en el estribo don Fernando ha cabalgado. Por aquel postigo viejo galopando se ha alejado adonde estaban los jueces, que ya le están esperando; partido les han el sol, dejado les han el campo.