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Se llamaba María todo el tiempo de sus 17 años,
era capaz de tener alma y sonreír con pajaritos,
pero lo importante fue que en la valija le encontraron
un niño muerto de tres días envuelto en diarios de la casa.

Qué manera era esa de pecar de pecar,
decían las señoras acostumbradas a la discreción
y en señal de horror levantaban las cejas
con un breve vuelo no desprovisto de encanto.
Los señores meditaron rápidamente sobre los peligros
de la prostitución o de la falta de prostitución,
rememoraban sus hazañas con chiruzas diversas
y decían severos: desde luego querida.
En la comisaría fueron decentes con ella,
sólo la manosearon de sargento para arriba,
pero María se ocupaba de soñar,
los pajaritos se le despintaron bajo la lluvia de lágrimas.

Había mucha gente desagradada con María
por su manera de empaquetar los resultados del amor
y opinaban que la cárcel le devolvería la decencia
o por lo menos francamente la haría menos bruta.
Aquella noche las señoras y señores se perfumaban
con ardor
pero el niño que decía la verdad,
por el niño que era puro,
por el que era tierno,
por el bueno, en fin,
por todos los niños muertos que cargaban en las valijas
del alma
y empezaron a heder súbitamente
mientras la gran ciudad cerraba sus ventanas.
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