La luz sostiene -ingrávidos, reales- el cerro blanco y las encinas negras, el sendero que avanza, el árbol que se queda;
la luz naciente busca su camino, río titubeante que dibuja sus dudas y las vuelve certidumbres, río del alba sobre unos párpados cerrados;
la luz esculpe al viento en la cortina, hace de cada hora un cuerpo vivo, entra en el cuarto y se desliza, descalza, sobre el filo del cuchillo;
la luz nace mujer en un espejo, desnuda bajo diáfanos follajes una mirada la encadena, la desvanece un parpadeo;
la luz palpa los frutos y palpa lo invisible, cántaro donde beben claridades los ojos, llama cortada en flor y vela en vela donde la mariposa de alas negras se quema:
la luz abre los pliegues de la sábana y los repliegues de la pubescencia, arde en la chimenea, sus llamas vueltas sombras trepan los muros, yedra deseosa;
la luz no absuelve ni condena, no es justa ni es injusta, la luz con manos invisibles alza los edificios de la simetría;
la luz se va por un pasaje de reflejos y regresa a sí misma: es una mano que se inventa, un ojo que se mira en sus inventos.