La plaza es diminuta. Cuatro muros leprosos, una fuente sin agua, dos bancas de cemento y fresnos malheridos. El estruendo, remoto, de ríos ciudadanos. Indecisa y enorme, rueda la noche y borra graves arquitecturas. Ya encendieron las lámparas. En los golfos de sombra, en esquinas y quicios, brotan columnas vivas e inmóviles: parejas. Enlazadas y quietas, entretejen murmullos: pilares de latidos.
En el otro hemisferio la noche es femenina, abundante y acuática. Hay islas que llamean en las aguas del cielo. Las hojas del banano vuelven verde la sombra. En mitad del espacio ya somos, enlazados, un árbol que respira. Nuestros cuerpos se cubren de una yedra de sílabas.
Follajes de rumores, insomnio de los grillos en la yerba dormida, las estrellas se bañan en un charco de ranas, el verano acumula allá arriba sus cántaros, con manos visibles el aire abre una puerta. Tu frente es la terraza que prefiere la luna.
El instante es inmenso, el mundo ya es pequeño. Yo me pierdo en tus ojos y al perderme te miro en mis ojos perdida. Se quemaron los nombres, nuestros cuerpos se han ido. Estamos en el centro imantado de ¿donde?
Inmóviles parejas en un parque de México o en un jardín asiático: bajo estrellas distintas diarias eucaristías. Por la escala del tacto bajamos ascendemos al arriba de abajo, reino de las raíces, república de alas.
Los cuerpos anudados son el libro del alma: con los ojos cerrados, con mi tacto y mi lengua, deletreo en tu cuerpo la escritura del mundo. Un saber ya sin nombres: el sabor de esta tierra.
Breve luz suficiente que ilumina y nos ciega como el súbito brote de la espiga y el *****. Entre el fin y el comienzo un instante sin tiempo frágil arco de sangre, puente sobre el vacío.