Salíais de la iglesia, y con piadoso anhelo A los mendigos debáis limosna con largueza, Y en el pórtico oscuro vuestra clara belleza A los pobres mostraba todo el oro del cielo.
Y ante vos inclinado, pues quería en mi duelo Una dulce mirada de vuestra gentileza, Mi presencia esquivasteis, y airada y con presteza Os cubristeis los ojos recogiéndoos el velo.
Pero el amor que manda, aún al alma más dura, No quiso que en la sombra de mi callado abismo La piedad me negara su fuente de dulzura;
Porque tan lenta fuisteis al cubrir la faz bella, Que vi vuestras pestañas palpitando lo mismo Que las frondas que filtran el fulgor de una estrella.