Corrido el cortinaje, desde el balcón de enfrente vi su cuarto, el cuarto de la virgen, que mi sueño arrulla en las mañanas con su canto.
Jarrones de Sajonia descansaban sobre consola de bruñido mármol; y del sol que moría los postrimeros rayos hacían resaltar en la penumbra las doradas molduras de los cuadros, las lámparas de bronce los ricos muebles de nogal tallado, las cortinas del lecho, y en el muro los brillantes espejos venecianos.
Y en un rojo sillón, que parecía a su dueña esperar medio borrado por la naciente sombra, se veía un corsé de blanco raso.
Y pensé entonces en las frentes pálidas, y en los risueños labios, en los azules ojos y en los cabellos áureos, en las cinturas breves y en los ebúrneos brazos; en el velo flotante de las novias y de las niñas en los sueños castos, y de las vírgenes carnes sonrosadas y en los púdicos senos de alabastro.
¡Quién fuera su corsé! -me dije entonces-, quién fuera su corsé de blanco raso, para saber si late aún su corazón ingrato.