Turbome como a un niño tu cita telefónica. Una hora antes dije que nadie me entraría al cuarto, donde todas las luces extinguía para esperarte a oscuras. Zumbábanme las sienes. Dudaba si en la sombra cargada de promesas fragantes de tu voz quizás no sentiría el soplo de tu aliento. De pronto el llamamiento. Yo creo que mi pulso se detuvo un momento. Hablaste. Yo te oía. Las voces que dijiste venían de otro mundo. De un sólo único impulso tu pobre voz debía saltar colinas, llanos ciudades, campos, selvas, correr por las riberas de ríos y a lo largo de rutas y de sendas. Por eso me llegaba tu voz disminuida, tan tenue y tan cambiada que quien me conversaba aquí en el aposento ya no era tu persona, más bien era una sombra, fantasma de tu voz. Díjeme antes, amada, que yo te sentiría en mí como inclinada sobre mi boca ardiente y que si no presente al menos te hallaría mil veces acercada. Así no fue; al contrario, se me hizo ese instante más largo. La distancia crecía inmensamente. Y luego, de repente, surgiste al fin de ese hilo engañador, más lejos, horriblemente lejos, y me encontré delante del aparato, triste, más lúgubre e intranquilo, más solitario que antes.