Siempre borracho entraba y siempre altivo,
Y el ebrio, sin motivo,
Puñetazos le daba a su querida.
Dura cadena ató sus corazones;
Unió los eslabones:
La Miseria en el fango de la vida.
Por no dormir, en noches tenebrosas,
Sobre las frías losas,
De ese hombre vil buscó la compañía.
Ella malhumorada, él displicente,
La riña era frecuente,
Y al fin a puñetazos la rendía.
El vecindario despertaba todo
Al llegar el beodo
A su tabuco, de bebidas harto.
La vieja puerta abríala a empellones...
Se oían maldiciones...
Después quedaba silencioso el cuarto.
El invierno arreciaba. Un triste día,
En que lenta caía
A los techos la nieve como un manto,
Un hijo les nació... Y esa inocente
Inmaculada frente
No tuvo más bautismo que el del llanto.
A la siguiente noche, el rostro duro,
Y a tientas por el muro,
Llegó a la puerta de su hogar el padre.
De pronto se detuvo el inhumano...
No levantó la mano;
La respetó el borracho... Ya era madre.
Al mirarle extraviada la pupila,
Y al verlo que vacila
Y a darle puntapiés no se decide,
Meciendo al niño que dormía: «¡Infame!»
Le dijo: «Muerte dame.
¿No me pegas? ¿Por qué? ¿Quién te lo impide?
Te aguardé todo el día. Estoy dispuesta;
¿Más barato te cuesta
Hoy el pan? ¿El invierno es menos triste?
¿Licor en la taberna no encontraste?
¿Acaso te enmendaste?
¿Borracho, como siempre, no viniste?»
Fingió el turbado padre no oír nada;
Dio al hijo una mirada,
Mezcla de estupidez y de cariño,
Y dijo a la mujer: «¿Por qué me ofendes?
¿No sabes, no comprendes,
Que si te pego se despierta el niño?»