En la vieja Colonia, en el oscuro
rincón de una taberna,
tres estudiantes de Alemania un día
bebíamos cerveza.Cerca, el Rhin murmuraba entre la bruma,
evocando leyendas,
y sobre el muerto campo y en las almas
flotaba la tristeza.Hablábamos de amor, y Franz, el triste,
el soñador poeta,
de versos enfermizos, cual las hadas
de sus vagos poemas:«Yo brindo -dijo- por la amada mía,
la que vive en las nieblas,
en los viejos castillos y en las sombras
de las mudas iglesias;»Por mi pálida Musa de ojos castos
y rubia cabellera,
que cuando entro de noche a mi buhardilla
en la frente me besa».Y Karl, el de las rimas aceradas,
el de la lira enérgica,
cantor del Sol, de los radiantes cielos
y de las hondas selvas,el poeta del pueblo, el que ha narrado
las campestres faenas,
el de los versos que en las almas vibran
cual músicas guerreras:«Yo brindo -dijo- por la Musa mía,
la hermosa lorenesa,
de ojos ardientes, de encendidos labios
y riza cabellera;»por la mujer de besos ardorosos
que aguarda ya mi vuelta
en los verdes viñedos donde arrastra
sus aguas el Mosela».«¡Brinda tú!»-me dijeron-. Yo callaba
de codos en la mesa,
y ocultando una lágrima, alcé el vaso
y dije con voz trémula:«¡Brindo por el amor que nunca acaba!»
y apuré la cerveza;
y entre cantos y gritos exclamamos:
«¡Por la pasión eterna!».Y seguimos risueños, charladores,
en nuestra alegre fiesta...
Y allí mi corazón se me moría,
se moría de frío y de tristeza.