Alguna vez recuerdo ciertas noches de junio de aquel año, casi borrosas, de mi adolescencia (era en mil novecientos me parece cuarenta y nueve) porque en ese mes sentía siempre una inquietud, una angustia pequeña lo mismo que el calor que empezaba, nada más que la especial sonoridad del aire y una disposición vagamente afectiva. Eran las noches incurables y la calentura. Las altas horas de estudiante solo y el libro intempestivo junto al balcón abierto de par en par (la calle recién regada desaparecía abajo, entre el follaje iluminado) sin un alma que llevar a la boca. Cuántas veces me acuerdo de vosotras, lejanas noches del mes de junio, cuántas veces me saltaron las lágrimas, las lágrimas por ser más que un hombre, cuánto quise morir o soñé con venderme al diablo, que nunca me escuchó.
Pero también la vida nos sujeta porque precisamente no es como la esperábamos.