En la imponente nave del templo bizantino, vi la gótica tumba a la indecisa luz que temblaba en los pintados vidrios. Las manos sobre el pecho, y en las manos un libro, una mujer hermosa reposaba sobre la urna, del cincel prodigio. Del cuerpo abandonado, al dulce peso hundido, cual si de blanda pluma y raso fuera se plegaba su lecho de granito. De la sonrisa última el resplandor divino guardaba el rostro, como el cielo guarda del sol que muere el rayo fugitivo. Del cabezal de piedra sentados en el filo, don ángeles, el dedo sobre el labio, imponían silencio en el recinto. No parecía muerta; de los arcos macizos parecía dormir en la penumbra, y que en sueños veía el paraíso. Me acerqué de la nave al ángulo sombrío con el callado paso que llegamos junto a la cuna donde duerme un niño. La contemplé un momento, y aquel resplandor tibio, aquel lecho de piedra que ofrecía próximo al muro otro lugar vacío, en el alma avivaron la sed de lo infinito, el ansia de esa vida de la muerte para la que un instante son los siglos... Cansado del combate en que luchando vivo, alguna vez me acuerdo con envidia de aquel rincón oscuro y escondido. De aquella muda y pálida mujer me acuerdo y digo: -¡Oh, qué amor tan callado, el de la muerte! ¡Qué sueño el del sepulcro, tan tranquilo!