Éstos, amada, son sitios vulgares en que en el ruido mundanal se asusta el alma fidelísima, que gusta de evocar tus encantos familiares. Añoro dulcemente los lugares en donde imperas cual señora justa, tu voz real y tu mirada augusta que ungieron con su gracia mis pesares. Y recuerdo que en época lejana, por tus raras virtudes milagrosas y tu amable modestia provinciana, ebrio de amor te comparó el poeta con la mejor de las piedras preciosas oculta en pobres hojas de violeta. Tuviste, en la delicia de mi sueño, fuerza de mano que se da al caído y la piedad de un pájaro agreño que en la rama caduca pone el nido. De tu falda al seráfico pergeño cual párvulo medroso estoy asido, que en la infantil iglesia de mi ensueño las imágenes rotas han caído. Yo sé que en mis catástrofes internas no más quedas tú en pie, señora alta, de frente noble y de miradas tiernas. Condúceme en las noches inclementes porque sin ti para marchar me falta el óleo de las vírgenes prudentes.