Fuensanta, dulce amiga, blanca y leve mujer, dueña ideal de mi primer suspiro y mis copiosas lágrimas de ayer; enlutada que un día de entusiasmo soñé condecorar, prendiendo, en la alborada de las nupcias, en el gro mobiliario de tu pecho una fecunda rama de azahar; dime: ¿es verdad que ha muerto mi quimera, y el idólatra de tu palidez no volverá a soñar con el milagro de la diáfana rosa de tu tez? (Así interrogo en la profunda noche mientras las nubes van cual pesadillas lóbregas, y gimen, a distancia, unos huérfanos sin pan). De las cercanas torres bajo el fúnebre son de un toque de difuntos, y Fuensanta clama en un gesto de desolación: «¿No escuchas las esquilas agoreras? »¡Tocan a muerto por nuestra ilusión! Me duele ser crüel y quitar de tus labios la última gota de la vieja miel. »Mas el cadáver del amor con alas con que en horas de infancia me quisiste, yo lo he de estrechar contra mi pecho fiel, y en una urna presidirá los lutos de mi hogar». (Hemos callado porque nuestras almas están bien enclavadas en su cruz. Me despido... Ella guía, llevando, en un trasunto de Evangelio, en las frágiles manos una luz. Pero apenas llegados al umbral -suspiro de alma en pena o soplo del Espíritu del mal-, un golpe de aire mata la bujía... Aúlla un perro en la calma sepulcral). Fue así como Fuensanta y el idólatra nos dijimos adiós en las tinieblas de la noche fatal...