En mi ostracismo acerbo me alegré esta mañana con el encuentro súbito de una hermosa paisana que tiene un largo nombre de remota novela: la hija del enjuto médico del lugar. Antaño íbamos juntos de la casa a la escuela; las tardes de los sábados, en infantil asueto, por las calles del pueblo solíamos vagar, y jugando aprendimos los dos el alfabeto. Me saludó, y en medio de graciosos cumplidos, su armonioso lenguaje me hizo reconocer en ella a la cuentista de las horas de ayer en la Plaza de Armas de musicales nidos. ¡Pobre amiga de entonces, pobre flor provinciana que en metrópolis andas en ruidoso paseo; pobre flor casadera, rosa que eres hermana de las que se desmayan en humilde cacharro esperando que vuelvas del viaje de recreo! Para que no se manche tu ropa con el barro de ciudades impuras, a tu pueblo regresa; y sólo pido, en nombre de mi tristeza extática que oyó con voz ingenua, que en la nocturna plática hagas de mí un recuerdo jovial de sobremesa.