Éramos aturdidos mozalbetes: blanco listón al codo, ayes agónicos, rimas atolondradas y juguetes. Sin la virtud frenética de Orfeo, fiados en la campánula y el cirio, fuimos a embelesar las alimañas cual neófitos que buscan el martirio. En la misma espesura se extraviaba la primeriza luz de nuestra frente, y ante la misma fiera, reacia y sorda, cesaba nuestro cántico inocente. De aquella planta que regamos juntos eran cofrades la senil vihuela, los pupitres manchados de la escuela, la bíblica muchacha que adoraste, los días uniformes, el contraste de un volumen de Bécquer y Fabiola, la soprano indeleble que aún nos mima con el ahínco de su voz pretérita, y el prístino lucero que te indujo al apurado trance de la rima.
¿Qué hicimos, camarada, del tanteo feliz y de los ripios venturosos, y de aquel entusiasta deletreo?
Hoy la armonía adulta va de viaje a reclamar a una centuria prófuga el vellón de su casto aprendizaje.
Mi maquinal dolencia es una caja de música falible que en lo gris de un tácito aposento se desgaja.
Y el alma, cera ayer, se petrifica como los rosetones coloniales de una iglesia con lama, que complica su fachada borrosa con el humo inveterado de los temporales.