No merecías las loas vulgares que te han escrito los peninsulares. Acreedora de prosas cual doblones y del patricio verso de Lugones. En el morado foro episcopal eres el Árbol del bien y del mal. Piensan las señoritas al mirarte: con virtud no se va a ninguna parte. Monseñor, encargado de la Mitra, apostató con la Danza de Anitra. Foscos mílites revolucionarios truecan espadas por escapularios, aletargándose en la melodía de tu imperecedera teogonía. Tu filarmónico Danubio baña el colgante jardín de la patraña. La estolidez enreda sus hablillas cabe tus pitagóricas rodillas. En el horror voluble del incienso se momifica tu rostro suspenso, mas de la momia empieza a transcender sanguinolento aviso de mujer. Y vives la única vida segura: la de Eva montada en la razón pura. Tu rotación de ménade aniquila la zurda ciencia, que cabe en tu axila. En la honda noche del enigma ingrato se enciende, como un iris, tu boato. Te riegas cálida, como los vinos, sobre los extraviados peregrinos. La pobre carne, frente a ti, se alza como brincó de los dedos divinos: religiosa, frenética y descalza.