La vida mágica se vive entera en la mano viril que gesticula al evocar el seno o la cadera, como la mano de la Trinidad teológicamente se atribula si el Mundo parvo, que en tres dedos toma, se le escapa cual un globo de goma. Idolatremos todo padecer, gozando en la mirífica mujer. Idolatría de la expansiva y rútila garganta, esponjado liceo en que una curva eterna se suplanta y en que se instruye el ruiseñor de Alfeo. Idolatría de los dos pies lunares y solares que lunáticos fingen el creciente en la mezquita azul de los Omares, y cuando van de oro son un baño para la Tierra, y son preclaramente los dos solsticios de un único año. Idolatría de la grácil rodilla que soporta, a través de los siglos de los siglos, nuestra cabeza en la jornada corta. Idolatría de las arcas, que son y fueron y serán horcas caudinas bajo las cuales rinde el corazón su diadema de idólatras espinas. Idolatría de los bustos eróticos y místicos y los netos perfiles cabalísticos. Idolatría de la bizarra y música cintura, guirnalda que en abril se transfigura, que sirve de medida a los más filarmónicos afanes, y que asedian los raucos gavilanes de nuestra juventud embravecida. Idolatría del peso femenino, cesta ufana que levantamos entre los rosales por encima de la primera cena, en la columna de nuestros felices brazos sacramentales. Que siempre nuestra noche y nuestro día clamen: ¡Idolatría! ¡Idolatría!