Tarde de lluvia en que se agravan al par que una íntima tristeza un desdén manso de las cosas y una emoción sutil y contrita que reza. Noble delicia desdeñar con un desdén que no se mide, bajo el equívoco nublado: alba que se insinúa, tarde que se despide. Sólo tú no eres desdeñada, pálida que al arrimo de la turbia vidriera, tejes en paz en la hora gris tejiendo los minutos de inmemorial espera. Llueve con quedo sonsonete, nos da el relámpago luz de oro y entra un suspiro, en vuelo de ave fragante y húmeda, a buscar tu regazo, que es refugio y decoro. ¡Oh, yo podría poner mis manos sobre tus hombros de novicia y sacudirte en loco vértigo por lograr que cayese sobre mí tu caricia, cual se sacude el árbol prócer (que preside las gracias floridas de un vergel) por arrancarle la primicia de sus hojas provectas y sus frutos de miel! Pero pareces balbucir, toda callada y elocuente: «Soy un frágil otoño que teme maltratarse» e infiltras una casta quietud convaleciente y se te ama en una tutela suave y leal, como a una párvula enfermiza hallada por el bosque un día de vendaval. Tejedora: teje en tu hilo la inercia de mi sueño y tu ilusión confiada; teje el silencio; teje la sílaba medrosa que cruza nuestros labios y que no dice nada; teje la fluida voz del Ángelus con el crujido de las puertas; teje la sístole y la diástole de los penados corazones que en la penumbra están alertas. Divago entre quimeras difuntas y entre sueños nacientes, y propenso a un llanto sin motivo, voy, con el ánima dispersa en el atardecer brumoso y efusivo, contemplándote, Amor, a través de una niebla de pésame, a través de una cortina ideal de lágrimas, en tanto que tejes dicha y luto en un limbo sentimental.