Tus otoños me arrullan en coro de quimeras obstinadas; vas en mí cual la venda va en la herida; en bienestar de placidez me embriagas; la luna lugareña va en tus ojos ¡oh blanda que eres entre todas blanda! y no sé todavía qué esperarán de ti mis esperanzas. Si vas dentro de mí, como una inerme doncella por la zona devastada en que ruge el pecado, y si las fieras atónitas se echan cuando pasas; si has sido menos que una melodía suspirante, que flota sobre el ánima, y más que una pía salutación; si de tu pecho asciende una fragancia de limón, cabalmente refrescante e inicialmente ácida; si mi voto es que vivas dentro de una virginidad perenne aromática, vuélvese un hondo enigma lo que de ti persigue mi esperanza. ¿Qué me está reservado de tu persona etérea? ¿Qué es la arcana promesa de tus ser? Quizá el suspiro de tu propio existir; quizá la vaga anunciación penosa de tu rostro; la cadencia balsámica que eres tú misma, incienso y voz de armónium en la tarde llovida y encalmada... De toda ti me viene la melodiosa dádiva que me brindó la escuela parroquial, en una hora ya lejana, en que unas voces núbiles y lentas ensayaban, en un solfeo cristalino y simple, una lección de Eslava. Y de ti y de la escuela pido el cristal, pido las notas llanas, para invocarte ¡oscura y rabiosa esperanza! con una a colmada de presentes, con una a impregnada del licor de un banquete espiritual: ¡ara mansa, ala diáfana, alma blanda, fragancia casta y ácida!