Sonámbula y picante, mi voz es la gemela de la canela. Canela ultramontana e islamita, por ella mi experiencia sigue de señorita. Criado con ella, mi alma tomó la forma de su botella. Si digo carne o espíritu, paréceme que el diablo se ríe del vocablo; mas nunca vaciló mi fe si dije «yo». Yo, varón integral, nutrido en el panal de Mahoma y en el que cuida Roma en la Mesa Central. Uno es mi fruto: vivir en el cogollo de cada minuto. Que el milagro se haga, dejándome aureola o trayéndome llaga. No porto insignias de masón ni de Caballero de Colón. A pesar del moralista que la asedia y sobre la comedia que la traiciona, es santa mi persona, santa en el fuego lento con que dora el altar y en el remordimiento del día que se me fue sin oficiar. En mis andanzas callejeras del jeroglífico nocturno, cuando cada muchacha entorna sus maderas, me deja atribulado su enigma de no ser ni carne ni pescado. Aunque toca al poeta roerse los codos, vivo la formidable vida de todas y de todos; en mí late un pontífice que todo lo posee y todo lo bendice; la dolorosa Naturaleza sus tres reinos ampara debajo de mi tiara; y mi papal instinto se conmueve son la ignorancia de la nieve y la sabiduría del jacinto.