Tus dientes son el pulcro y nimio litoral por donde acompasadas navegan las sonrisas, graduándose en los tumbos de un parco festival. Sonríes gradualmente, como sonríe el agua del mar, en la rizada fila de la marea, y totalmente, como la tentativa de un Fiat Lux para la noche del mortal que te vea. Tus dientes son así la más cara presea. Cuídalos con esmero, porque en ese cuidado hay una trascendencia igual a la de un Papa que retoca su encíclica y pule su cayado. Cuida tus dientes, cónclave de granizos, cortejo de espumas, sempiterna bonanza de una mina, senado de cumplidas minucias astronómicas, y maná con que sacia su hambre y su retina la docena de Tribus que en tu voz se fascina. Tus dientes lograrían, en una rebelión, servir de proyectiles zodiacales al déspota y hacer de los discordes gritos, un orfeón; del motín y la ira, inofensivos juegos, y de los sublevados, una turba de ciegos. Bajo las sigilosas arcadas de tu encía, como en un acueducto infinitesimal, pudiera dignamente el más digno mortal apacentar sus crespas ansias... hasta que truene la trompeta del Ángel en el Juicio Final. Porque la tierra traga todo pulcro amuleto y tus dientes de ídolo han de quedarse mondos en la mueca erizada del hostil esqueleto, yo los recojo aquí, por su dibujo neto y su numen patricio, para el pasmo y la gloria de la humanidad giratoria.