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Tuve la rosa, el ruiseñor, el río
en que danzaban los azules peces;
tuve la leche de las blancas reses
en las mieladas albas del estío.

Tuve el amor, la risa, el sueño mío,
el himno envuelto en las jocundas preces
y el ángel de oro, centinela a veces,
del giratorio sol de mi albedrío.

Caí de bruces en la seca tierra;
empecé a conocer tristeza y guerra,
a ser el despojado y el proscrito.

Miré hacia Dios y me cegó su niebla.
Me levanté jadeante en la tiniebla
y sobre el mundo comenzó mi grito.
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