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Ni la perla feliz, iris menudo,
ni el oro de la mina socavada,
ni el ala de la brisa levantada,
ni el fúlgido jazmín que entregar pudo

ensueño invicto o ensoñado escudo
a mis noches de plácida morada,
puedan darme en la hora de la espada,
el fuerte amparo que a tu pecho acudo.

En él recuesto flácida cabeza,
antes erguida y noble, de belleza
sin resplandor, pero de trazos firmes.

Defiende del chacal mi desamparo
y alza tu alerta, fiel azor dorado,
sello del pacto de lealtad que afirmes.
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