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Naokko Jul 2014
Y vuelvo a encontrarme contigo,
tan fría , tan blanca, tan vacía.

Las palabras se cruzan,
se enredan, vacilan, se arrastran.

De un lado a otro en agonía febril,
gruñendo y gimiendo, gritando en silencio.

Ocultas bajo la mirada de nadie,
bajo la mirada del universo.
Las notas del pistón describen trayectorias de cohete, vacilan en el aire, se apagan antes de darse contra el suelo.Salen unos ojos pantanosos, con mal olor, unos dientes podridos por el dulzor de las romanzas, unas piernas que hacen humear el escenario.La mirada del público tiene más densidad y más calorías que cualquier otra, es una mirada corrosiva que atraviesa las mallas y apergamina la piel de las artistas.Hay un grupo de marineros encandilados ante el faro que un maquereau tiene en el dedo meñique, una reunión de prostitutas con un relente a puerto, un inglés que fabrica niebla con sus pupilas y su pipa.La camarera me trae, en una bandeja lunar, sus senos semi-desnudos... unos senos que me llevaría para calentarme los pies cuando me acueste.El telón, al cerrarse, simula un telón entreabierto.
Allá del revuelto mar
Tras los secos arenales,
Donde sus limpios cristales
Las ondas van a estrellar,
Donde en lucha singular
Disputando a la Fortuna
Las ciudades una a una,
De sus guerreros el brío,
Mostraron su poderío
La cruz y la media luna;

En esa tierra encantada,
Que esconde, en perpetuo Abril,
Las lágrimas de Boabdil
En las vegas de Granada;
Donde el ave enamorada
Repite entre los vergeles
El canto de los gomeles,
Y cuelga su frágil nido
Del minarete prendido
Entre ojivas y caireles;

Donde soñados ultrajes
Vengaron fieros zegríes,
Regando los alelíes,
Con sangre de abencerrajes;
donde entre muros de encajes
Y torres de filigrana,
Lloró la hermosa sultana
Amorosos sentimientos
A los rítmicos acentos
De una trova castellana;

Allá donde nueva luz
Alumbró, limpia y serena,
Sobre la morisca almena
Al símbolo de la cruz;
En ese suelo andaluz,
Cuyos cármenes hollando,
Y en otro mundo soñando,
Cruzaron en su corcel
La magnánima Isabel
Y el católico Fernando.

En esa región que encierra
Tantos recuerdos de gloria;
En ese altar de la Historia;
En ese edén de la tierra;
No el azote de la guerra
Infunde duelo y pavor,
Ni causa fiero dolor
Que mira asombrado el mundo
El ***** contagio inmundo;
Allí otra plaga mayor.

Surgen allí tempestades
Del suelo entre las entrañas,
Y vacilan las montañas,
Y se arrasan las ciudades
Escombros y soledades
Son el cortijo y la aldea;
La muerte se enseñorea,
Y, en medio a tanta ruina,
Se ve cual llama divina
La Caridad que flamea.

Con sordo bramido el duelo
Todo lo enluta y recorre;
Yace la maciza torre
En pedazos sobre el suelo.
Salvarse forma el anhelo
De los espantados seres,
Y hombres, niños y mujeres
Las crispadas manos juntan,
Y viendo al cielo preguntan.
«Dinos Dios, ¿por qué nos hieres?»

Recordando en sus delitos
las bíblicas amenazas,
Van por las calles y plazas
Confesándolos a gritos.
Los corazones precitos
Se niegan a palpitar
Y todos ven transformar
Al golpe del terremoto,
El abismo el verde soto,
Y en escombros el hogar.

Se abate el pesado muro
Que adornó silvestre yedra
Y brotan de cada piedra
Una oración y un conjuro.
No hay un asilo seguro;
Ciérnese el ángel del mal;
Cada fosa sepulcral
Ábrese ante fuerza extraña,
Y parece que en España
Comienza el juicio final.

Y entre la nube sombría
Que el denso polvo levanta,
El coro terrible espanta
De los gritos de agonía.
Y entre aquella vocería,
Con rostro desencajado,
El padre busca espantado,
Con ayes desgarradores
El nido de sus amores,
Entre escombros sepultado.

Convulsa, pálida errante,
Sobre el suelo que se agita
La madre se precipita
Por la angustia delirante;
Vuela en pos del hijo amante;
El rostro al abismo asoma
Lo llama llorando, y toma
Por voz del hijo querido,
La que acompaña al crujido
De un techo que se desploma.

En repentina orfandad,
Trémulas las manos tienden
Los niños, que no comprenden
Su espantosa soledad.
Tan sólo la caridad
Velará después por ellos,
Curando con sus destellos
su miseria y su aflicción:
¡Cómo no amarlos, si son
Tan inocentes, tan bellos!

¿Qué pecho no se conmueve
Ante cuadro tan sombrío,
Que al corazón más bravío
A contemplar no se atreve?
Ante el infortunio aleve
¿Quién no es noble? ¿quién no es bueno?
¿Quién de piedad no está lleno,
Cuando es la virtud mayor,
Aun más que el propio dolor,
Sentir el dolor ajeno?

Manda ¡oh, noble patria mía!
La ofrenda de tus piedades
A las hoy tristes ciudades
De la hermosa Andalucía.
No es favor, es hidalguía;
Es deber, no vanidad.
Llamen otros Caridad
Estos óbolos del hombre,
Tienen nombre, sólo un nombre;
Se llama Fraternidad.

Con tierno entusiasmo santo,
Mezcla ¡oh patria amante y buena!
Esa pena con tu pena,
Ese llanto con tu llanto.
Si al mirar ese quebranto,
Tu triste historia repasas,
Verás que angustias no escasas
Pasó, entre llantos prolijos,
Por amparar a tus hijos
Bartolomé de las Casas.
Apoyas la mano
en un árbol. Las hormigas
tropiezan con ella y se detienen,
dan la vuelta, vacilan.
Es dulce tu mano. La corteza
del abedul también es dulce: dulcísima.
Una agridulce plata otoñal sube
desde su raíz honda hacia ti misma.
Mojada por la luz sucia y filtrada,
peinada fríamente por la brisa,
te estás quedando así: cada momento
más sola, más pura, más concisa.
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.

La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.

La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.

Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.

La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.

— The End —