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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
«¿Hacia dónde?» dicen todos,
«Otra vez a España?»
                                -«Al centro,
A conquistar nuevas tierras,
Listo el brazo y firme el pecho.
Río arriba, que hay un río
Que vendrá desde muy lejos.
Habrá en sus orillas oro;
Riquezas habrá en su extremo.
Ese río es el camino,
Ante nosotros abierto,
Para la fortuna. ¡Vamos,
Los que no sepáis de miedo!»

«¿Miedo? Nadie lo conoce».
Todos a una dijeron.

Y en ir y venir constante
Es grande alborozo el puerto
De Santa Marta ese día
De Abril de mil y quinientos
Treinta y seis de nuestra Era.
El Licenciado en Derecho
Don Gonzalo de Jiménez
De Quesada, airoso, erecto,
En el casco blancas plumas
Que agita el marino viento;
Con la luciente coraza
Guarnecido el noble pecho,
Y el pendón de Carlos Quinto
En la diestra mano irguiendo,
Ve ante él desfilar su tropa:
Sus hombres son ochocientos;
Y ochenta y cinco jinetes,
Y aborígenes flecheros.

Fray Domingo de Las Casas,
En el aire mañanero
Alza la mano y bendice,
Pidiendo el favor del Cielo.

Todos inclinan la frente,
Y en fila siguen al puerto.
Las lonas y cabrestantes
Aprestan los marineros,
Y cabecean los barcos
En el mar, diáfano espejo.

En carabelas van unos
Y en bergantines ligeros;
Otros partirán por tierra:
Todos de ánimo resuelto.

-«¡Adiós!» -
«¡Adiós!»...
                                    Tras fatigas
Unos, contra el mar violento
Luchando, y sus bergantines
Por ciclones, rotos viendo;
Y los otros, que en el bosque
Van despejando sendero,
En Malambo, sobre el río,
Se unen al fin. Desaliento
Profundo embarga sus almas,
Y en airada voz dijeron:

-«¿Avanzar? ¡Es imposible!
Para el mar nos volveremos».

Don Gonzalo pensativo,
Ante ese gran desconsuelo,
Le dice al Padre Las Casas,
Ante el peligro, sereno:
«Como voz terrena falla,
Habladles con voz de cielo».

En el arenal del río
Que desciende amarillento
Sobre tabla que se apoya
En recién cortados leños,
Un crucifijo se yergue,
Un cáliz y un Evangelio;
Y terminada la misa
Entre alboroto del viento
Y entre el rumor de la selva,
Dice el fraile:

                      «Llegó el tiempo
De que a los reinos de Cristo
Unamos un nuevo reino»

Y se vio trocado en gozo
Entonces el desaliento


¡Río arriba!... Unos por agua,
Otros por tierra. Al estrépito
De las voces de «¡¡Adelante!!»
Se unió el rimbombo del trueno.
Fúlgidos rayos cruzaron
El espacio ceniciento.
Borrose el sol. De las fieras,
Por entre el follaje espeso,
Llegaban roncos rugidos;
Y torrencial aguacero
Cayó de pronto. La oril la
Fue entonces pantano inmenso.
Unos subían el río;
Otros, bajo árboles, quietos;
Y la tormenta seguía
Los árboles sacudiendo.
Eran torrentes los caños,
Y entre ese fragor siniestro
Sobre las carnes de todos
Caían nubes de insectos,
Arañas, negras avispas,
Jején y tábanos fieros,
Que en encendidas ampollas
Les convertían el cuerpo.

Amarrados a los troncos
Se columbraban muy lejos
Los barcos. Y los infantes
De los raudales huyendo,
Sobre horcones cavilaban,
Mirando inundado el suelo,
Cómo esa noche podrían
El cuerpo entregar al sueño.
Charco enorme era la tierra;
Seguía el río creciendo
Y en los gajos de los árboles
Eran los aventureros
De ese día -y que muy pronto
De un mundo serían dueños-
Pájaros que disputaban
A los pájaros sus lechos.

De vez en cuando caía,
Con rudo golpe, uno al suelo:
De los audaces «chimilas»
Bajo el venablo certero.

«¿Hacia donde?» -preguntaban,
Y Quesada, duro el ceño,
A caballo respondía:
«Río arriba, que esto es nuéstro»

Y el pendón de Carlos Quinto
Erguía entre el aguacero.

Cerca un tigre. De otro tigre
El rugir se oía lejos.

Un alto al fin. En «Barranca
Bermeja»... Entre el desaliento
Estalla el tumulto, y todos
Piden hacia el mar regreso.
-«¿Para qué bellos pasajes
En desamparo y enfermos?»
Así decían. Quesada
Sin vacilar en su empeño.

Por el Opón, dos canoas
Envía Quesada. El cielo
Es viva paleta. El ánimo
Volver parece a sus pechos.
Se alza la luna. Vihuelas
Y voces forman concento:
La primera serenata
Bajo centenarios cedros
A la orilla del gran río
Que desciende soñoliento,
Llevando en sus aguas, troncos
Vivos: los saurios; y muertos
Troncos, que arrancó en la playa
La corriente con estrépito.

En tanto, Quesada sueña;
Soñando está, mas despierto.
Piensa en rejas andaluzas
Y en algunos ojos negros;
Y como es poeta, entonces
Fulge en su memoria un verso,
-¿Quién un verso no recuerda
En sus noches de desvelo,
Un verso que muchas veces
Es lágrima de otro tiempo?-
Y evocando a Santillana
Ya su «Vaqueira», un ensueño
Radioso se alza en su mente,
Visión de gloria: otro reino
Para España, que en el mundo
Habrá de extender su imperio.
«España y amor», murmura,
Y a sus ojos baja el sueño.

Y regresan las canoas:
Traen sal y  traen lienzos;
Y todos alborazados,
Delante de un mundo nuevo
Surcan del Opón las aguas,
De la gloria aventureros;
Y a las serranías suben:
Sementeras, chozas, huertos,
Cielo distinto, otros campos,
Vegas  y valles y cerros,
En donde sopla en el día
Y en las noches aire fresco
Y después, la gran llanura
Que se abre a sus ojos, lejos:
Nuevo día. Bella aurora;
Azul y radiante el cielo,
Y entre silbido de flechas,
Al frente los macheteros.
Troncos iban derribando
Que tendían en deshechos
Raudales, cual recios puentes
De infantes y caballeros,
Mientras serpientes enormes
Entre el matorral espeso
Deslizábanse, y arteras
Dejaban mortal veneno
En las carnes de esos bravos
Postrados por hambre y sueño.
Unos caían. Los otros
Marchaban, camino abriendo
Entre trabas de bejucos
Y árboles corpulentos.

Para comida, raices,
Y hojas y barro, por lecho.
Saltaba un tigre de pronto
Entre la noche, uno menos.

Otro día. Azul y gualda
Y rojo. Horizonte espléndido.
Cada rama era una libre
Jaula a las aves del cielo.
Brilla la esperanza. Entonces
Temblando de fiebre, regios
Palacios, veían, oro
Y más oro entre sus sueños
De sobresalto en la selva;
Pero de repente el trueno
Retumbaba en el espacio
Y y volvía el desaliento...
Y luego... a buscar raíces,
Entre tupidos helechos ,
Donde arañas y serpientes
Acechaban en silencio

Tarde radiante del trópico...
Rojos celajes. En vuelo
Perezoso van las garzas
Por los dormidos esteros;
En la orilla esperan otras
A los peces, vivo argento
Las escamas, que en los picos
Un instante brillan luego,
En tanto que albas corolas
Mueve el aura sobre el cieno.
En la playa, centenares
De saurios se mueven lentos
Grandes bandadas de pájaros,
Azules, verdes y negros
Pasan ¡La tarde del trópico!
El sol es un rojo incendio...
«El valle de los alcázares»,
Como en un deslumbramiento.

Tan sólo ciento sesenta
Han llegado. Setecientos
Marcaron con sus cadáveres
El recorrido sendero.

Y aquellos desconocidos,
Terrones de gleba; aquellos
Que de humildes heredades
A heroica aventura fueron,
No pensaron quizá entonces,
De sólo harapos cubiertos,
Pordioseros de la gloria,
Mientras Quesada su acero
Alzaba en tierras del Zipa,
Que el suelo hollado por ellos
Iba, cual florón de España,
A ensanchar el universo.
No es el viento
no son los pasos sonámbulos del agua
entre las casas petrificadas y los árboles
a lo largo de la noche rojiza
no es el mar subiendo las escaleras
Todo está quieto
                                reposa el mundo natural
Es la ciudad en torno de su sombra
buscando siempre buscándose
perdida en su propia inmensidad
sin alcanzarse nunca
                                      ni poder salir de sí misma
Cierro los ojos y veo pasar los autos
se encienden y apagan y encienden
se apagan
                  no sé adónde van
Todos vamos a morir
                                        ¿sabemos algo más?

En una banca un viejo habla solo
¿Con quién hablamos al hablar a solas?
Olvidó su pasado
                                  no tocará el futuro
No sabe quién es
está vivo en mitad de la noche
                                                          habla para oírse
Junto a la verja se abraza una pareja
ella ríe y pregunta algo
su pregunta sube y se abre en lo alto
A esta hora el cielo no tiene una sola arruga
caen tres hojas de un árbol
alguien silba en la esquina
en la casa de enfrente se enciende una ventana
¡Qué extraño es saberse vivo!
Caminar entre la gente
con el secreto a voces de estar vivo

Madrugadas sin nadie en el Zócalo
sólo nuestro delirio
                                    y los tranvías
Tacuba Tacubaya Xochimilco San Ángel Coyoacán
en la plaza más grande que la noche
encendidos
                      listos para llevarnos
en la vastedad de la hora
                                                  al fin del mundo
Rayas negras
las pértigas enhiestas de los troles
                                                                        contra el cielo de piedra
y su moña de chispas su lengüeta de fuego
brasa que perfora la noche
                                                      pájaro
volando silbando volando
entre la sombra enmarañada de los fresnos
desde San Pedro hasta Mixcoac en doble fila
Bóveda verdinegra
                                      masa de húmedo silencio
sobre nuestras cabezas en llamas
mientras hablábamos a gritos
en los tranvías rezagados
atravesando los suburbios
con un fragor de torres desgajadas

Si estoy vivo camino todavía
por esas mismas calles empedradas
charcos lodos de junio a septiembre
zaguanes tapias altas huertas dormidas
en vela sólo
                        blanco morado blanco
el olor de las flores
                                      impalpables racimos
En la tiniebla
                          un farol casi vivo
contra la pared yerta
                                        Un perro ladra
preguntas a la noche
                                        No es nadie
el viento ha entrado en la arboleda
Nubes nubes gestación y ruina y más nubes
templos caídos nuevas dinastías
escollos y desastres en el cielo
                                                                Mar de arriba
nubes del altiplano ¿dónde está el otro mar?

Maestras de los ojos
                                          nubes
arquitectos de silencio
Y de pronto sin más porque sí
llegaba la palabra
                                    alabastro
esbelta transparencia no llamada
Dijiste
              haré música con ella
castillos de sílabas
                                      No hiciste nada
Alabastro
                 
sin flor ni aroma
tallo sin sangre ni savia
blancura cortada
                                  garganta sólo garganta
canto sin pies ni cabeza
Hoy estoy vivo y sin nostalgia
la noche fluye
                          la ciudad fluye
yo escribo sobre la página que fluye
transcurro con las palabras que transcurren
Conmigo no empezó el mundo
no ha de acabar conmigo
                                                  Soy
un latido en el río de latidos
Hace veinte años me dijo Vasconcelos
"Dedíquese a la filosolía
Vida no da
                      defiende de la muerte"
Y Ortega y Gasset
                                    en un bar sobre el Ródano
"Aprenda el alemán
y póngase a pensar
                                    olvide lo demás"

Yo no escribo para matar al tiempo
ni para revivirlo
escribo para que me viva y reviva
Hoy en la tarde desde un puente
vi al sol entrar en las aguas del río
Todo estaba en llamas
ardían las estatuas las casas los pórticos
En los jardines racimos femeninos
lingotes de luz líquida
frescura de vasijas solares
Un follaje de chispas la alameda
el agua horizontal inmóvil
bajo los cielos y los mundos incendiados
Cada gota de agua
                                    un ojo fijo
el peso de la enorme hermosura
sobre cada pupila abierta
Realidad suspendida
                                          en el tallo del tiempo
la belleza no pesa
                                    Reflejo sosegado
tiempo y belleza son lo mismo
                                                              luz y agua

Mirada que sostiene a la hermosura
tiempo que se embelesa en la mirada
mundo sin peso
                              si el hombre pesa
¿no basta la hermosura?
                                                  No sé nada
Sé lo que sobra
                                no lo que basta
La ignorancia es ardua como la belleza
un día sabré menos y abriré los ojos
Tal vez no pasa el tiempo
pasan imágenes de tiempo
si no vuelven las horas vuelven las presencias
En esta vida hay otra vida
la higuera aquella volverá esta noche
esta noche regresan otras noches

Mientras escribo oigo pasar el río
no éste
               
aquel que es éste
Vaivén de momentos y visiones
el mirlo está sobre la piedra gris
en un claro de marzo
                                          *****
centro de claridades
No lo maravilloso presentido
                                                          lo presente sentido
la presencia sin más
                                        nada más pleno colmado
No es la memoria
                                  nada pensado ni querido
No son las mismas horas
                                                    otras
son otras siempre y son la misma
entran y nos expulsan de nosotros
con nuestros ojos ven lo que no ven los ojos
Dentro del tiempo hay otro tiempo
quieto
              sin horas ni peso ni sombra
sin pasado o futuro
                                      sólo vivo
como el viejo del banco
unimismado idéntico perpetuo
Nunca lo vemos
                                  Es la transparencia
karlotti Jan 2014
LAS MANOS
Ellas son las que saben
las que conocen el tamaño de la vida
las que palpan el origen y la tierra
las que conocen la textura de la verdad
Ellas jamas miran de lejos
la bondad del mundo
Sopesan la ternura
como quien da forma al sueño
abiertas mecen las fatigas
Moldean la esperanza y hacen los días
desde la mañana a la noche
Cerradas guardan la rabia
o como animales heridos se doblan
y golpean derrotadas, y salvajes
adoran la piel de los besos
se posan como si todas las aves
y adoran el pan el vaso los alimentos
que ellas tallan, anónimas
renuncian al alboroto de los ojos
y siempre echan una mano
a veces matan y golpean y cuentan
con los dedos para las perdidas
los adioses escavados por ellas
en la tierra o en el aire si regresan
Son furtivas y se adelantan a la lengua
en las incursiones húmedas
en las tupidas oquedades del deseo
y retozan con sus cinco sentidos
cuando alcanzan las charquitas y sus vocales
jamas olvidan el camino que las lleva
a las fuentes de tu nilo escondido
Este poema los escribo sin manos
y soy funambulista por un momento
para que descansen leyendo este poema
y disfruten de su sagrado insomnio.
Y vosotros no olvidéis que como dioses
tenemos la vida en nuestras manos.
Chris Casasola Dec 2012
Sus ojos son de bronce cuando esta ilusionada
y de un fuego ardiente cuando está enamorada.
Su mirada penetrante puede ver a través de mi alma
y su simple presencia me mantiene en calma.
Ella vive en un lugar con aroma a cedro al que el destino solo me llevó
lugar testigo de mis palabras del cual el eco solo quedó
Ahí transcurre el tiempo volando
y ahí sano mi corazón cuando está muy dañado.
Sentimientos encontrados regresan,
una sensación marcada eh impresa.
Amor porque  ella es mi salvación
y es que es mi pedacito de cielo en este infierno lleno de dolor.
Nada cambia cuando el tiempo para, nada muere mientras todo se consuma en el alba
y es cierto que solo nace alegría y esperanza
"para una amiga muy querida"
Mientras haya
alguna ventana abierta,
ojos que vuelven del sueño,
otra mañana que empieza.
Mar con olas trajineras
-mientras haya-
trajinantes de alegrías,
llevándolas y trayéndolas.
Lino para la hilandera,
árboles que se aventuren,
-mientras haya-
y viento para la vela.
Jazmín, clavel, azucena,
donde están, y donde no
en los nombres que los mientan.
Mientras haya
sombras que la sombra niegan,
pruebas de luz, de que es luz
todo el mundo, menos ellas.
Agua como se la quiera
-mientras haya-
voluble por el arroyo,
fidelísima en la alberca.
Tanta fronda en la sauceda,
tanto pájaro en las ramas
-mientras haya-
tanto canto en la oropéndola.
Un mediodía que acepta
serenamente su sino
que la tarde le revela.
Mientras haya
quien entienda la hoja seca,
falsa elegía, preludio
distante a la primavera.
Colores que a sus ausencias
-mientras haya-
siguiendo a la luz se marchan
y siguiéndola regresan.
Diosas que pasan ligeras
pero se dejan un alma
-mientras haya-
señalada con sus huellas.
Memoria que le convenza
a esta tarde que se muere
de que nunca estará muerta.
Mientras haya
trasluces en la tiniebla,
claridades en secreto,
noches que lo son apenas.
Susurros de estrella a estrella
-mientras haya-
Casiopea que pregunta
y Cisne que la contesta.
Tantas palabras que esperan,
invenciones, clareando
-mientras haya-
amanecer de poema.
Mientras haya
lo que hubo ayer, lo que hay hoy,
lo que venga.
Karl Gustav Van der Meyer
era un gran jardinero.

Allá, en su alegre Holanda de cofias y molinos,
de canales y zuecos,
Karl Gustav cultivaba tulipanes extraños
en la penumbra de su invernadero.

Karl Gustav Van der Mayer soñaba con la gloria
de un tulipán fastuosamente *****,
íntegramente *****, como las noches árticas,
como un luto total en terciopelo.

Y era así, día a día y año tras año.
Y su sueño era un sueño.

Pero él, imperturbable, regaba sus macetas,
meditando en abonos y en injertos.
(A veces, distraído, se guardaba los bulbos
en los bolsillos del chaleco...)

Karl Gustav Van der Mayer, indiferentemente,
vio blanquear sus cabellos.
Pasó el amor un día y él se encogió de hombros,
para seguir soñando con tulipanes negros...
Pero, una noche, alguien saltó la tapia.
Alguien, con un puñal.
Y el jardinero
cayó de bruces sobre sus macetas,
muerto.

Y alguien cavó en la tierra,
y echó el cadáver y tapó aquel hueco.

Karl Gustav Van der Mayer se quedó para siempre
en la penumbra de su invernadero.
Ah, pero un día, un día
se vio brotar del suelo
un tulipán de luto,
fastuosamente, íntegramente *****.

Karl Gustav Van der Mayer no pudo ver su gloria,
pues la abonó su propio cuerpo.

Karl Gustav Van der Mayer
no supo que su muerte le dio vida a su sueño...

(Karl Gustav Van der Mayer siempre llevaba bulbos
en los bolsillos del chaleco...)
Por los viejos canales siguen pasando barcas,
y aún giran, como entonces, los molinos de viento.

Las muchachas sin novio regresan del domingo
entre un blancor de cofias y un trepidar de zuecos.

Ah, y, sin embargo,
Karl Gustav Van der Mayer era un gran jardinero!
Cora Salas Apr 2014
Ese momento en el que estas sentada.
Las luces parpadean.
Las señales se encienden.
Te aferras a tu asiento al sentir la velocidad.

Este avanza, a un paso fuerte.
De dulce pasa a brusco.
Tu corazón pide más,
y tu adrenalina esta al tope.

De repente se eleva, y desde la ventana observas como las llantas regresan a su lugar.

Y en ese momento, justo en ese momento.

Te sientes infinito.
Adrián Poveda May 2015
Varios sentimientos siguen siendo subjetivos a la conciencia, cada vez estoy mas seguro  de que todos estamos locos a nuestra manera, ver colores, ver razones, mundos, direcciones  está en cada uno de nosotros,  nos reservamos el derecho de crear un mundo artificial ligado a nuestra percepción, convicción y miedos, sobre todo, miedo mas que certeza, realidades preconcebidas de pasados que la mayoría del tiempo no regresan...
Copyright © 2015 Adrián Poveda All Rights Reserved
Las he visto varadas en la playa.
Los niños han abandonado
carruseles, montañas rusas,
nubes de azúcar, blanca o rosa, palomitas de maíz
y suspendidos de sus cometas de colores
han llegado a la orilla. Atrás quedó
la música crispada de los altavoces.
Ahora escuchan otra música más sosegada y misteriosa:
jadeo de olas, disnea de cetáceos agonizantes,
chillidos de las aves marinas,
estremecedora polifonía.

Los niños, desconectados de lo fabuloso,
saben que es imposible que a Jonás
se lo tragase una ballena,
como cuenta la Santa Biblia,
porque al final de la caverna amenazadora
una garganta angosta permite sólo el paso
de minúsculos pececillos, plancton, polen marino
que atravesaron las barbas filtradoras.
(Ignoran, sin embargo, que estas barbas
fueron antaño utilizadas
para acentuar la delgadez del talle de las damas.
¡Sólo Dios sabe qué habrá sido de ellas,
dónde estarán ahora pudriéndose!)
Son, desde luego, extraños pero no
infrecuentes  
estos suicidios colectivos.
Los biólogos, oceanógrafos, ecologistas
nada pueden hacer por reintegrar a los cetáceos
a su hábitat, a su medio natural;
no sólo por su peso  y su volumen, sino
porque están decididas  -resignadas-
a morir. (Se barajan hipótesis
diferentes y contradictorias: alguna,
tal vez, resolverá el enigma).
Hay quienes atribuyen el suceso
a una avería, una desconexión
-por el momento indemostrable-
en el sofisticado sistema de radar
que utilizan en sus desplazamientos.
¡Quién sabe cuál será la causa
de esta agonía a la que yo asistí
en las arenas de Long Island!
Yo sí lo sé. Yo he descifrado
el, para los demás, indescifrable código,
- ¡oh mi piedra Rosetta de estrellas y de olas!-
Los ballenatos, los jóvenes, los útiles,
los que regresan a la mar
tras culminar estas expediciones
hablaban en sus asambleas nocturnas,
mientras dormían las ballenas madres,
de la necesidad imperiosa de librarse de este lastre
de ancianas jubiladas,
de toneladas de disnea y sordera.
Con fuegos o aguas de artificio,
pirotecnia, acuatecnia,
comunicaron su resolución:
«Nosotros os conduciremos
a unas playas calientes,
a unos lugares a los que no llegan
tempestades, témpanos, balleneros;
allí disfrutaréis del merecido descanso
después de tantas aventuras,
tantos afanes, tantos riesgos».
Las dejaron varadas en la arena.
«Hasta mañana», les dijeron,
sabiendo que no volverían.
«Hasta mañana».
Misericordioso e implacable
el sol les reseca la piel repujada de algas.
Muy pronto albatros y gaviotas se ensañarán
con estas moles de agonía,
de grasa y carne putrefacta.
El sol es chupado por el horizonte,
se hunde poco a poco en él
despidiéndose con su rayo verde.
Luego es la noche, y otras noches.
El faro intermitentemente
pasa su lengua de luz piadosa sobre la arena.
El mar agita sus espejos negros.
Sobre la seda o terciopelo funeral
chisporrotean las estrellas fugaces,
las ascuas de la luna de azafrán.
El zumbido de las abejas marinas,
el crujido del oleaje que clava sus colmillos
en las rocas de azabache y cristal
resuena en los oídos agonizantes
de las viejas ballenas,
festín de la desolación, el silencio, el olvido, la sombra.
«Hasta mañana». Fue el último mensaje.
Y ya no habrá mañana.
Ahora las moribundas,
ciegas y sordas tienen la mirada del recuerdo
puesta en sus ballenatos, indefensos
frente al testuz terrible de las olas heladas,
los témpanos, las hélices, los arpones,
desvalidos, sin rumbo
por esos mares de Dios.
SoVi Feb 2020
Deberia saber
Que me dejaras

No mas para que ves
Te la estas buscando

Hacimos pareja
Pero te vi alla

Mucho para aguantar
Tu eras mi vida
Pero  la vida no es justo

Era estupida para amar te?
Era tonta ayudar te?
Era ovio a todo lo de mas?

Me calli por tu mentira
Tu nunca me querias

Engañame una y doz veces
Voy a morir en un paradiso

Tu nunca me vas a ver llorar
No hay tiempo a morir

Lo deje quemar
Tu no eres mi preocupacion

Fantasmas de mi pasado regresan
Otro leccion para aprender

Tu nunca me vas a ver llorar
No hay tiempo a morir



© Sofia Villagrana 2020
Song inspired by Billie Eilish 'No Time to Die'
Esta cotidiana no se apoya en ninguna mutación trascendente
hoy es tan sólo un viernes de poca monta
sin noticias o trazos demasiado malos
ni tampoco demasiado buenos funcionan normalmente
las endocrinas y los semáforos
las pompas fúnebres y las de jabón
unos llegan berreando otros parten silentes
otros más se aprontan a llegar o a partir
en líneas generales el pronóstico del tiempo
acierta por fin con las turbonadas
y es justo subrayar que hoy ha logrado
truenos corroborantes
esta cotidiana es tan sólo costumbr
apenas un viernes de pobre vestimenta
pero aquí se levantan las casas del hombre
a veces existen con un ruido infernal
y otras veces duermen en silencio amoroso
sólo interrumpido por crujiditos
que pueden ser jadeos conyugales
o también calambres de la madera
sin embargo allí crecen el trabajo y la muerte
el vientre rebosante de futuro
y el viejo que no puede con sus huesos
entran por las persianas tataguas y mosquitos
y hay un latido general que es la vida
sólo rutina y sin embargo
las manos besan
los ojos palpan
los labios ven
nosotros
es decir nuestros otros
venimos
vienen
a explorar la memoria milagrosa y austera
no hay tiempo que perder
más bien hay mucho tiempo que ganar
mientras atisbo con audacia y cautela
por entre mis dedos más o menos fogueados
y veo que entre vestigios tristes y rutinarios
nacen flores de rutinario regocijo
tan sólo hábito y querencia
el enjambre adolescente se encamina a sus clásicos manantiales
pero antes de llegar se cruza con los veteranos que regresan
y los árboles ya no saben qué hacer con las preguntas
tan sólo práctica y costumbre
y de vez en cuando un salto de prodigio
en el que algunos se desnucan y otros cambian el mundo
y con las nucas rotas y las glorias que alumbran
con mártires de un día y visionarios de medio siglo
se va armando la historia como un sueño portátil
la rutina es después de todo una crisálida
una comarca de posibilidades e imposibles
de la costumbre puede estallar lo insólito
del hábito el deshábito
por eso este viernes de opaca textura
es casi un campamento de recuerdos
un filtro de presagios
uno de los confines del futuro
tallo ritual de lo ordinario
y también bulbo de lo extraordinario
sabemos algo de lo que está muriendo
pero muy poco de lo que empieza a ser
este viernes turbio durante el cual se gestan
sórdidas guerras frías y escaramuzas ígneas
mientras el consumismo se dedica a llenar
nuestras necesidades más innecesarias
el lujo escupe dádivas sobre la miseria
y a veces la miseria escupe metralla
esta jornada sin toque de campanas
sin titulares a ocho columnas
ni aguaceros radioactivos
sin naufragios ideológicos
ni exorcismos generacionales
lleva en sí misma el triunfo y el desastre
y la infinitesimal responsabilidad que nos toca
de una disyuntiva a nivel de universo
resulta sin embargo abrumadora
así de esta rutina vulnerable
de esta costumbre de inclemencia y cielo
de este hábito propenso a la aventura
de esta querencia con señales de humo
debemos elegir o tan sólo inventar
un largo paso desacostumbrado
una limpia e intrépida zancada
una rampa que no lleve al abismo
un envión que tumbe las derrotas
un trampolín que nos lance a mañana
aunque allí nos espere otra ruina
otra vida común
otra crisálida.
En el futuro estamos
y se nos muere lentamente el dia
sólo unos pocos tramos
nos quedan todavía
para amar con candor y alevosía

ágiles y en su hora
convocan o disuaden las campanas
y el tañido incorpora
confidencias lejanas
a mis razones tristes soberanas

el pasado es tan lento
que se aferra porfiado a su mutismo
¿por qué a veces me siento
culpable ante mí mismo
si me asomo al azar y es un abismo?

como nunca secretas
las campanas repican su consigna
y entre sombras inquietas
menesterosa y digna
una mujer oscura se persigna

¿dónde está el fuego? ¿dónde
germinará la vida derramada?
el sol brilla y se esconde
y tras la llamarada
las quimeras regresan a la nada

por fin uno se sabe
dueño del desamparo prometido
sin aldaba y sin llave
miserable y perdido
a tientas por la noche y el olvido
John F McCullagh Jun 2018
Un viejo *****, en un mes caluroso y seco,
se sentó a la sombra del árbol Baobab.
Las praderas una vez verdes
estaban secos con la sequía,
víctimas de los vientos del cambio.

"Viejo, me llaman viejo". Pensó:
"Mis setenta veranos me han vuelto gris,
pero este árbol Baobab creció alto y fuerte
Cuando las legiones romanas pasaron por aquí ".

El viejo masticó la fruta del baobab
y se hundió en un estado de trance.
Él estaba en un estado mental;
No completamente dormido, no completamente despierto.

Escuchó una voz: "Tengo sed". Decía:
Aunque estaba seguro de que estaba solo.
Parecía que no era una voz humana:
un monótono desapasionado y seco.

"Por generaciones, hombres como tú"
He buscado mi refugio del Sol,
Pero ahora está terminado; la tierra está seca
Y me estoy muriendo, pequeño ".

El anciano lloró al escuchar estas palabras
Para cuando estos árboles mueren, como deben,
Se colapsan sobre el suelo estéril
Tan rápido regresan a Dust.

"El mundo ha cambiado para ti y para mí,
Los vientos están secos debajo del sol.
Perdono el mundo de los hombres
Porque ellos no saben lo que han hecho ".

El viejo se despertó con un comienzo
y se levantó con su bastón.
Lloró al pensar que este árbol moriría

pero las lágrimas no pueden reemplazar a la lluvia.
El árbol baobab se llama "El árbol de la vida" por la fruta rica en nutrientes que proporciona en la estación seca de África. A medida que el clima del continente cambia y la desertificación se lleva a cabo, el más antiguo de los árboles muere de sed
A instancias de mis amigos cuerdos y cautelosos
que ya no saben si diagnosticarme
prematuro candor o simple chifladura
abro el expediente de mi optimismo
y uno por uno repaso los datos

allá en el paisito quedó mi casa
con mi gente mis libros y mi aire
desde sus ventanas grandes conmovedoras
se ven otras ventanas y otras gentes
se oye cómo pasa aullando la muerte
son los mismos aullidos verdes y azules son
los que acribillaron a mis hermanos

los cementerios están lejos pero
los hemos acercado con graves excursiones
detrás de primaveras y ataúdes
y de sueños quebrados
y de miradas fijas

los calabozos están lejos pero
los hemos acercado a nuestro invierno
sobre un lecho de odios duermen sin pesadillas
muchachos y muchachas que arribaron juntos
a la tortura y a la madurez
pero hay que aclarar que otras y otros los sueñan
noche a noche en las casas oscuras y a la espera

la gente
la ****** y la silvestre
no los filatélicos de hectáreas y vaquitas
va al exilio a cavar despacio su nostalgia
y en las calles vacías y furiosas
queda apenas uno que otro mendigo
para ver como pasa el presidente

en la cola del hambre nadie habla
de fútbol ni de ovnis
hay que ahorrar argumentos y saliva
y las criaturas que iban a nacer
regresan con espanto al confort de la nada

ésta es la absurda foja de mi duro optimismo
prematuro candor o simple chifladura
lo cierto es que debajo de estas calamidades
descubro una sencilla descomunal ausencia

cuando los diez tarados mesiánicos de turno
tratan de congregar la obediente asamblea
el pueblo no hace quorum

por eso
porque falta sin aviso
a la convocatoria de los viejos blasfemos
porque toma partido por la historia
y no tiene vergüenza de sus odios
por eso aprendo y dicto mi lección de optimismo
y ocupo mi lugar en la esperanza.
En su llama mortal la luz te envuelve.
Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.

Muda, mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido.

Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro.
De la noche las grandes raíces
crecen de súbito desde tu alma,
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas,
de modo que un pueblo pálido y azul
de ti recién nacido se alimenta.

Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava
del círculo que en ***** y dorado sucede:
erguida, trata y logra una creación tan viva
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.

— The End —