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Invitación al llanto.  Esto es un llanto,
      ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
        de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero -autor de nadas,
obra del hombre-, un cero, cuando estalla.
Cayó ciega.  La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría.  Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
-márgenes de nubes blancas-
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada. 
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.                                   Nada.
Al principio
no vio casi nada.  Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.
Él era un niño -allá atrás-
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal.  Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo.  Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.
 
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra -no era mapa-
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
-«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»- nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo?  Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿ Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.
Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa.  Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.
Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.
¿Y esa mano -¿de quién?-, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?
¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
                                                          ¡Y muertas!¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede.  Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.
¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.
Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores.  La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.
Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan.  A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.
Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa.  Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando
-en cada vuelta gana una hermosura-
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida?  Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.
¿Flor?  Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz.  La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.
Por el escombro busco yo a mis muertos;
más me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho.  Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
-ruleta son las horas y los días-:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.
Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó.  Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.
Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero).
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
-inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?-,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.
Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje *****
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla:  -¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete *****.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...
He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido
(afuera deja sus constelaciones).
«Buenas noches, Noche».
Pasa las páginas de sombra
en las que todo está ya escrito.
Viene a pedirme cuentas.

«Salí al rayar el alba -digo-.
Lamía el sol las paredes leprosas
Olía a vino, a miel, a jara»
(Deslumbrada por tanta claridad
ha entornado los ojos).
La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé:
oye la plata de las campanadas.
Ante la puerta de la iglesia
me callo, me detengo -entraría conmigo-
si yo no me callase, si no me detuviera-;
yo sé bien lo que quiere la Noche;
lo de todas las noches;
si no, por qué habría venido.

Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba
no dije Agnus Dei qui tollis pecata mundi,
sino que dije Marta Dei  (ella también es cordero de Dios
que quita mis pecados del mundo).
La noche no podría comprenderlo,
y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese.

No me pregunta nada la Noche,
no me pregunta nada. Ella lo sabe todo
antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa.
Ella ha oído esos versos
que se escupen de boca en boca, versos
de un malaleche del Andalucía
al que otro malaleche de solar montañés
llamara «capellán del rey de bastos»
en los que se hace mofa de mí y de Marta,
amor mío, resumen de todos mis amores:
Dicho me han por una carta
que es tu cómica persona
sobre los manteles, mona
y entre las sábanas, Marta.
qué sabrá ese tahúr, ese amargado
lo que es amor.
La Noche trae entre los pliegues de su toga
un polvillo de música, como el del ala de la mariposa.
Una música hilada en la vihuela
del maestro del danzar, nuestro vecino.
En la cocina estará escuchando Marta;
danzará, mientras barre el suelo que no ve,
manchado de ceniza, de aroma, de trigo candeal,
de jazmines, de estrellas, de papeles rompidos.
Danza y barra Marta.

Pido a la Noche que se vaya. Hasta mañana, Noche.
Déjame que descanse. Cuando amanezca regaré el jardín,
saldré después a decir misa.
-Deus meus, Deus meus, quare tristis est amina mea-
luego volveré a casa, terminaré una epístola en tercetos
escribiré unas hojas
de la comedia que encargaron unos representantes.
Que las cosas no marchan bien en el teatro,
y uno no puede dormirse en los laureles.

Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
mis bien cortadas plumas,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.

Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.
Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.
Mientras haya
alguna ventana abierta,
ojos que vuelven del sueño,
otra mañana que empieza.
Mar con olas trajineras
-mientras haya-
trajinantes de alegrías,
llevándolas y trayéndolas.
Lino para la hilandera,
árboles que se aventuren,
-mientras haya-
y viento para la vela.
Jazmín, clavel, azucena,
donde están, y donde no
en los nombres que los mientan.
Mientras haya
sombras que la sombra niegan,
pruebas de luz, de que es luz
todo el mundo, menos ellas.
Agua como se la quiera
-mientras haya-
voluble por el arroyo,
fidelísima en la alberca.
Tanta fronda en la sauceda,
tanto pájaro en las ramas
-mientras haya-
tanto canto en la oropéndola.
Un mediodía que acepta
serenamente su sino
que la tarde le revela.
Mientras haya
quien entienda la hoja seca,
falsa elegía, preludio
distante a la primavera.
Colores que a sus ausencias
-mientras haya-
siguiendo a la luz se marchan
y siguiéndola regresan.
Diosas que pasan ligeras
pero se dejan un alma
-mientras haya-
señalada con sus huellas.
Memoria que le convenza
a esta tarde que se muere
de que nunca estará muerta.
Mientras haya
trasluces en la tiniebla,
claridades en secreto,
noches que lo son apenas.
Susurros de estrella a estrella
-mientras haya-
Casiopea que pregunta
y Cisne que la contesta.
Tantas palabras que esperan,
invenciones, clareando
-mientras haya-
amanecer de poema.
Mientras haya
lo que hubo ayer, lo que hay hoy,
lo que venga.
Aún estaba conmovido
El bajo pueblo de Anáhuac
Recordando el fin postrero
De los dos hermanos Ávila;

Aún al cruzar por las noches
La anchurosa y triste plaza,
Al mirar en pie las horcas
Las gentes se santiguaban;

Y aún en algunos conventos
Rezábanse las plegarias
A fin de que los difuntos
Lograsen salvar sus almas;

Cuando un pregón le decía
A la curiosa canalla
Que por atroces delitos,
Que por pudor se callaban,

Iba a ser ajusticiado
Por voluntad del monarca
Un ***** recién venido
Con un noble a Nueva España.

Como se anunció la fecha
La gente acudió a la plaza,
En tal número y desorden
Que un turbión asemejaba,

Porque en los terribles casos
En que la justicia mata
La humanidad se desvive
Por mostrar que no es humana.

Desde que lució la aurora
Acudió la gente en masa
Y muchos allí durmieron
Esperando la mañana.

Mirábanse a los verdugos
Que el cadalso custodiaban
Ya con los rostros cubiertos
Con una insultante máscara.

El sol estaba muy alto,
La gente con vivas ansias,
Los verdugos en acecho
Y los soldados en guardia;

Y ninguno suponía
Que el acto aquel se frustrara
Cuando de mirar al reo
Perdieron las esperanzas.

De pronto, a galope llega
Un dragón junto a las tablas
Del cadalso, y con alguno
De los centinelas habla.

Los verdugos, para oírlo
Descienden la escalinata,
Y corre un rumor que anuncia
Que la ejecución se aplaza.

El toque de los clarines
Pronto anuncia retirada,
Y en diversas direcciones
Plebe y soldados marchan.

Hay disgusto en los semblantes
De mozuelas y beatas,
Pues como a ninguno ahorcaron
Han perdido la mañana.

Y se resienten de verse
Por el Pregón engañadas,
Y viendo solo el cadalso,
Rezan, murmuran y charlan.

Los curiosos insistentes
Que averiguan la causa
Del retardo, al fin descubren
Lo que nadie se explicaba.

Cuentan que trayendo al *****
De San Lázaro a la plaza,
Cuando apenas por oriente
Se vislumbró la mañana,

Cercado por alguaciles
Y por mucha gente armada,
Bebiéndose de amargura
Sus propias, ardientes lágrimas,

Con voz fúnebre pidiendo
Que hicieran bien por su alma,
Un sacerdote entregado
A cumplir siempre estas mandas;

Mirando a todas las gentes
En balcones y ventanas
Darle el adiós postrimero
Entre llantos y plegarias.

El ***** que parecía
De susto no tener alma,
Cruzó por una calleja
Tan angosta como larga,

Donde entre humildes jacales
Surgía como un alcázar
Un caserón de tezontle
Con paredes almenadas,

Con toscas rejas de hierro
En forma de antiguas lanzas,
Con canales cual cañones
Que el alto muro artillaban,

Y bajo el vetusto escudo
De ininteligible heráldica
Un ancho portón forrado
De gruesas y obscuras láminas;

Teniendo como atributo
Que las gentes veneraban,
Una cadena de acero burda,
Negra, tosca y larga.

Con sus ojos que vertían
Raudales de vivas llamas,
Mira el ***** de soslayo
Aquella ostentosa casa,

Y sin que evitarlo puedan
Los cien que lo custodiaban
Tan ligero como un rayo
Del centro se les escapa,

Gana de un salto la acera,
Se arrodilla en la portada
Y cogiendo la cadena
En las dos manos, con ansia

Grita con voz que parece
Un rugido: «¡Pido gracia!
¡Pido gracia a la nobleza
De nuestro amado monarca!»

Y corchetes y alguaciles
Y arcabuceros y guardias
Se quedaron asombrados
Y sin responder palabra.

Porque sabido de todos era
Que en aquella casa vivía
Un señor de abolengo
Entre los grandes de España,

Que por fuero de linaje
En sus títulos estaba
Tener cadena en su puerta
Y pendón en la fachada.

El reo que esa cadena,
Por su fortuna tocara
Al marchar para el cadalso,
De la muerte se libraba.

Y el *****, que esto sabía,
Tuvo la fortuna extraña
De alcanzar tal privilegio
Que otro ninguno lograra.

Mirando lo sucedido,
Nobles, corchetes y guardias,
Con gran susto de la escena
No siguieron a la plaza,

Pues tornaron al presidio
La víctima afortunada;
Al Virrey le dieron parte
Y todo quedóse en calma.

Hoy sólo existen los muros
De la mansión legendaria,
Sin huellas de las almenas
Ni escudo de la portada.

Y dicen los que lo saben,
Doctos en antiguas causas,
Que la angosta callejuela
De «La Cadena» hoy se llama.
Iban diez mil soldados bajo la lluvia
y el cielo gris;
diez mil rostros amargos bajo el casco de acero,
marchando por el lodo sin fin.
Uno solo, entre tantos, sonreía:
era el soldado John Smith.

Cuatro semanas antes,
en el momento de partir,
diez mil madres lloraban. Una sola
sonreía, feliz.
Una sola. ¿Sabéis quién era?
-La madre del soldado John Smith.

En su granja de Ohio,
cuando la feria del maíz,
una gitana de ojos remotos
y brusco perfil,
contempló largamente la mano
de John Smith.

-«Generales y emperadores
se descubrirán ante ti…
Veo un desfile de estandartes
y un monumento en el confín…
Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith».
Bajo la lluvia
y el cielo gris,
marchan hacia la muerte diez mil hombres
que no quieren morir.
Sólo sonríe uno, alto, flaco, pecoso:
se llama John Smith.

Sólo una, entre diez mil manos,
acaricia el fusil.
Quisieran decir que no, diez mil bocas.
Sólo una dice que sí.
Son la mano y la boca del soldado
John Smith.

Y cuando un oficial desenfunda su sable
y un hombrecillo sopla un clarín,
el primero en calar la bayoneta
y disponerse a combatir,
el primero de todos,
es el soldado John Smith.

Y allá va, chapoteando en el fango,
con un heroico frenesí.
Se siente capaz de algo grande
y seguro de no morir.
Es el que siempre va delante:
es… John Smith!

Ya han muerto Jack, y ****, y Denny.
Y otros cien más. Y luego, mil.
Pero él recuerda a la gitana,
cuando la feria del maíz:
«Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith!».

Sí: es el único que sonríe…
Pero deja de sonreír.
Un asombro agranda sus ojos
y su mano suelta el fusil.
Con un hueco ***** en la frente,
cae el soldado John Smith.
Junto al viejo molino,
de ruidosas aspas de zinc,
en la abandonada trinchera
que parece una cicatriz,
se oye un ruido de palas
y alguien dice: «Cavad aquí…»

Hermoso sol, clara mañana
de abril.
Ya se van viendo los cadáveres
de los que no querían morir.
-Hay uno, con un hueco en la frente,
junto a un oxidado fusil.

Y es colocado en un suntuoso
ataúd de marfil,
y conducido solemnemente
por los bulevares de París,
y depositado en un monumento
de mármol rosa y piedra gris.

Generales y emperadores
se descubren al pasar por allí,
y resuenan las botas de los regimientos
entre intermitentes toques de clarín:
¡en la tumba del Soldado Desconocido,
reposa para siempre John Smith!
Sebastian Daneri Jul 2017
Alguien que me salve de la vida.
Dirán que estamos bien enjuagándose la boca con tanto
tanto vacío familiar. Sí, sí. La vida,
larga vida, adorable viento matutino,
cortinas ligeras ondeando en los ventanales,
sí, sí, larga vida, alegría plena.
Alguien que me salve, por favor.
Pero está bien. Uno encuentra razones.
Pronto lo verás.
Eso dicen y se marchan muy contentos
de haber servido para absolutamente nada.
Tal vez esa es la fuente de la dicha.
Se jactan de la bendita ignorancia como guía
y declaran el patetismo como aspiración intelectual,
sin saberlo claro está. Pero ahora que entiendo
las cosas como son (metafísica de asientos
plásticos de metro y envoltorios abre fácil nada
fáciles de abrir: una tortura común)
puedo disimular un poco mi existencia,
y desfilar mi mal olor en público
limpia la consciencia por las feromonas.
Tantas soluciones para un problema
y siempre la que no se comprende  
es la más sencilla,
la más aplicada,
la más conocida,
hablo pues de la errónea que mantiene viva
la creencia.
Alguien termine de salvarme,
que yo solo podría
pero no puedo.
¡Ay del que llega sediento
a ver el agua correr,
y dice: la sed que siento
no me la calma el beber! ¡Ay de quien bebe y, saciada
la sed, desprecia la vida:
moneda al tahúr prestada,
que sea al azar rendida! Del iluso que suspira
bajo el orden soberano,
y del que sueña la lira
pitagórica en su mano. ¡Ay del noble peregrino
que se para a meditar,
después de largo camino
en el horror de llegar! ¡Ay de la melancolía
que llorando se consuela,
y de la melomanía
de un corazón de zarzuela! ¡Ay de nuestro ruiseñor,
si en una noche serena
se cura del mal de amor
que llora y canta sin pena! ¡De los jardines secretos,
de los pensiles soñados,
y de los sueños poblados
de propósitos discretos! ¡Ay del galán sin fortuna
que ronda a la luna bella;
de cuantos caen de la luna,
de cuantos se marchan a ella! ¡De quien el fruto prendido
en la rama no alcanzó,
de quien el fruto ha mordido
y el gusto amargo probó! ¡Y de nuestro amor primero
y de su fe mal pagada,
y, también, del verdadero
amante de nuestra amada!

— The End —