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Spanish

    –Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?
Se dirían crisálidas de piedra
De yo no sé qué formidable raza
En una eterna espera inenarrable.
Los cráteres dormidos de sus bocas
Dan la ceniza negra del Silencio,
Mana de las columnas de sus hombros
La mortaja copiosa de la Calma
Y fluye de sus órbitas la noche;
Victimas del Futuro o del Misterio,
En capullos terribles y magníficos
Esperan a la Vida o a la Muerte.
Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?–
    Piedad para las vidas
Que no doran a fuego tus bonanzas
Ni riegan o desgajan tus tormentas;
Piedad para los cuerpos revestidos
Del armiño solemne de la Calma,
Y las frentes en luz que sobrellevan
Grandes lirios marmóreos de pureza,
Pesados y glaciales como témpanos;
Piedad para las manos enguantadas
De hielo, que no arrancan
Los frutos deleitosos de la Carne
Ni las flores fantásticas del alma;
Piedad para los ojos que aletean
Espirituales párpados:
Escamas de misterio,
Negros telones de visiones rosas…
Nunca ven nada por mirar tan lejos!
    Piedad para las pulcras cabelleras
–Misticas aureolas–
Peinadas como lagos
Que nunca airea el abanico *****,
***** y enorme de la tempestad;
Piedad para los ínclitos espiritus
Tallados en diamante,
Altos, claros, extáticos
Pararrayos de cúpulas morales;
Piedad para los labios como engarces
Celestes donde fulge
Invisible la perla de la Hostia;
–Labios que nunca fueron,
Que no apresaron nunca
Un vampiro de fuego
Con más sed y más hambre que un abismo.–
Piedad para los sexos sacrosantos
Que acoraza de una
Hoja de viña astral la Castidad;
Piedad para las plantas imantadas
De eternidad que arrastran
Por el eterno azur
Las sandalias quemantes de sus llagas;
Piedad, piedad, piedad
Para todas las vidas que defiende
De tus maravillosas intemperies
El mirador enhiesto del Orgullo;

Apuntales tus soles o tus rayos!

Eros: acaso no sentiste nunca
Piedad de las estatuas?…

              English

    –Eros: have you never felt
Piety for the statues?
These chrysalides of stone,
Some formidable race
In an eternal, unutterable hope.
The sleeping craters of their mouths
Utter the black ash of silence;
A copious shroud of Calm
Falls from the columns of their arms,
And night flows from their eyesockets;
Victims of Destiny or Mystery,
In magnificent and terrible cocoons,
They wait for Life or Death.
Eros: have you never perhaps felt
Piety for the statues?
    Piety for the lives
That will not strew nor rend your battles
Nor gild your fiery truces;
Piety for the bodies clothed
In the solemn ermine of Calm,
The luminous foreheads that endure
Their marble wreaths, grand and pure,
Weighty and glacial as icebergs;
Piety for the gloved hands of ice
That cannot uproot
The delicious fruits of the Flesh,
The fantastic flowers of the soul;
Piety for the eyes that flutter
Their spiritual eyelids:
Mysterious fish scales,
Dark curtains on rose visions…
For looking so far, they never see!
    Piety for the tidy heads of hair
–Mystical haloes–
Gently combed like lakes
Which the storm’s black fan,
Black and enormous, never thrashes;
Piety for the spirits, illustrious,
Carved of diamonds,
High, clear, ecstatic
Lightning rods on pious domes;
Piety for the lips like celestial settings
Where the invisible pearls of the Host gleam;
–Lips that never existed,
Never seized anything,
A fiery vampire
With more thirst and hunger than an abyss.
Piety for the sacrosanct sexes
That armor themselves with sheaths
From the astral vineyards of Chastity;
Piety for the magnetized footsoles
Who eternally drag
Sandals burning with sores
Through the eternal azure;
Piety, piety, pity
For all the lives defended
By the lighthouse of Pride
From your marvelous raw weathers:

Aim your suns and rays at them!

Eros: have you never perhaps felt
Pity for the statues?
La tigre de Bengala
con su lustrosa piel manchada a trechos,
está alegre y gentil, está de gala.
Salta de los repechos
de un ribazo, al tupido
carrizal de un bambú; luego a la roca
que se yergue a la entrada de su gruta.
Allí lanza un rugido,
se agita como loca
y eriza de placer su piel hirsuta.
La fiera virgen ama.
Es el mes del ardor. Parece el suelo
rescoldo; y en el cielo
el sol inmensa llama.
Por el ramaje oscuro
salta huyendo el kanguro.
El boa se infla, duerme, se calienta
a la tórrida lumbre;
el pájaro se sienta
a reposar sobre la verde cumbre.
Siéntense vahos de horno:
y la selva indiana
en alas del bochorno,
lanza, bajo el sereno
cielo, un soplo de sí.  La tigre ufana
respira a pulmón lleno,
y al verse hermosa, altiva, soberana,
le late el corazón, se le hincha el seno.
Contempla su gran zarpa, en ella la uña
de marfil; luego toca,
el filo de una roca,
y prueba y lo rasguña.
Mírase luego el flanco
que azota con el rabo puntiagudo
de color ***** y blanco,
y móvil y felpudo;
luego el vientre. En seguida
abre las anchas fauces, altanera
como reina que exige vasallaje;
después husmea, busca, va. La fiera
exhala algo a manera
de un suspiro salvaje.
Un rugido callado
escuchó. Con presteza
volvió la vista de uno a otro lado.
Y chispeó su ojo verde y dilatado
cuando miró de un tigre la cabeza
surgir sobre la cima de un collado.
El tigre se acercaba.
                                     
Era muy bello.
Gigantesca la talla, el pelo fino,
apretado el ijar, robusto el cuello,
era un don Juan felino
en el bosque. Anda a trancos
callados; ve a la tigre inquieta, sola,
y le muestra los blancos
dientes; y luego arbola
con donaire la cola.
Al caminar se vía
su cuerpo ondear, con garbo y bizarría.
Se miraban los músculos hinchados
debajo de la piel.  Y se diría
ser aquella alimaña
un rudo gladiador de la montaña.
Los pelos erizados
del labio relamía. Cuando andaba,
con su peso chafaba
la yerba verde y muelle,
y el ruido de su aliento semejaba
el resollar de un fuelle.
Él es, él es el rey. Cetro de oro
no, sino la ancha garra,
que se hinca recia en el testuz del toro
y las carnes desgarra.
La negra águila enorme, de pupilas
de fuego y corvo pico relumbrante,
tiene a Aquilón: las hondas y tranquilas
aguas, el gran caimán; el elefante,
la cañada y la estepa;
la víbora, los juncos por do trepa;
y su caliente nido,
del árbol suspendido,
el ave dulce y tierna
que ama la primer luz.
                                     
Él la caverna.
No envidia al león la crin, ni al potro rudo
el casco, ni al membrudo
hipopótamo el lomo corpulento,
quien bajo los ramajes de copudo
baobab, ruge al viento.
Así va el orgulloso, llega, halaga;
corresponde la tigre que le espera,
y con caricias las caricias paga,
en su salvaje ardor, la carnicera.
Después, el misterioso
tacto, las impulsivas
fuerzas que arrastran con poder pasmoso;
y, ¡oh gran Pan! el idilio monstruoso
bajo las vastas selvas primitivas.
No el de las musas de las blandas horas
suaves, expresivas,
en las rientes auroras
y las azules noches pensativas;
sino el que todo enciende, anima, exalta,
polen, savia, calor, nervio, corteza,
y en torrentes de vida brota y salta
del seno de la gran Naturaleza.
El príncipe de Gales va de caza
por bosques y por cerros,
con su gran servidumbre y con sus perros
de la más fina raza.
Acallando el  tropel  de  los  vasallos,
deteniendo traíllas  y caballos,
con la mirada inquieta,
contempla a los dos tigres, de la gruta
a la entrada. Requiere la escopeta,
y avanza, y no se inmuta.
Las fieras se acarician.  No han oído
tropel de cazadores.
A esos terribles seres,
embriagados de amores,
con cadenas de flores
se les hubiera uncido
a la nevada concha de Citeres
o al carro de Cupido.
El príncipe atrevido,
adelanta, se acerca, ya se para;
ya apunta y cierra un ojo; ya dispara;
ya del arma el estruendo
por el espeso bosque ha resonado.
El tigre sale huyendo,
y la hembra queda, el vientre desgarrado.
¡Oh, va a morir!... Pero antes, débil, yerta,
chorreando sangre por la herida abierta,
con ojo dolorido
miró a aquel cazador, lanzó un gemido
como un ¡ay! de mujer... y cayó muerta.
Aquel macho que huyó, bravo y zahareño
a los rayos ardientes
del sol, en su cubil después dormía.
Entonces tuvo un sueño:
que enterraba las garras y los dientes
en vientres sonrosados
y pechos de mujer; y que engullía
por postres delicados
de comidas y cenas,
como tigre goloso entre golosos,
unas cuantas docenas
de niño tiernos, rubios y sabrosos.
Si pudiera elegir mi paisaje
de cosas memorables, mi paisaje
de otoño desolado,
elegiría, robaría esta calle
que es anterior a mí y a todos.

Ella devuelve mi mirada inservible,
la de hace apenas quince o veinte años
cuando la casa verde envenenaba el ciclo.
Por eso es cruel dejarla recién atardecida
con tantos balcones como nidos a solas
y tantos pasos como nunca esperados.

Aquí estarán siempre, aquí, los enemigos,
los espías aleves de la soledad,
las piernas de mujer que arrastran a mis ojos
lejos de la ecuación de dos incógnitas.
Aquí hay pájaros, lluvia, alguna muerte,
hojas secas, bocinas y nombres desolados,
nubes que van creciendo en mi ventana
mientras la humedad trae larnentos y moscas.

Sin embargo existe también el pasado
con sus súbitas rosas y modestos escándalos
con sus duros sonidos de una ansiedad cualquiera
y su insignificante comezón de recuerdos.

Ah si pudiera elegir mi paisaje
elegiría, robaría esta calle,
esta calle recién atardecida
en la que encarnizadamente revivo
y de la que sé con estricta nostalgia
el número y el nombre de sus setenta árboles.
Naokko Jul 2014
Y vuelvo a encontrarme contigo,
tan fría , tan blanca, tan vacía.

Las palabras se cruzan,
se enredan, vacilan, se arrastran.

De un lado a otro en agonía febril,
gruñendo y gimiendo, gritando en silencio.

Ocultas bajo la mirada de nadie,
bajo la mirada del universo.
Mila Berlioz Nov 2016
Oh amor, eres como un mar
Con olas que vienen y van.
Tan profundo que es difícil de llegar al fondo; oh amor mío ¿qué nos pasó? ¿fue el tiempo que nos consumió? ¿o fueron tus olas que me alejaron?
Vivo a la orilla del mar, esperando tus olas, las que me arrastran hlacia ti, llévame con la corriente hacia tu corazón y mantenme ahí.
Me confundes.
Viene Viene
los dias no se van volando
se arrastran
Y yo lo anticipo
los degrado, los lamento
porque vienen?
Tan lentos y sigilosos?
Como serpiente
Te muerden
te envenenan
tus pobres venas
marchitadas por dias
sin sanidad sin piedad
vagos y explosivos

Dias cautalosos
dias hambrientos, me piden
tiempo?
sere yo para darlo?
No se
no sabes
talvez
no hay
porque?
dias cautalosos
dias hambrientos
Me piden tanto.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Lector: escúchame atento
Esta tosca narración
Y júzgala la tradición,
Fábula, conseja o cuento.
En un libro polvoriento
La encontré leyendo un día,
Y hoy entra a la poesía
Desfigurada y maltrecha;
El verso es de mal cosecha
Y la conseja no es mía.

Hubo en un pueblo de España,
Cuyo nombre no es del caso
Porque el tiempo con su paso
Todo lo borra o lo empaña,
Un noble que cada hazaña,
De las que le daban brillo,
Celebraba en su castillo
Dando dinero a su gente
Construyendo un nuevo puente
O alzando un nuevo rastrillo.

Era el noble de gran fama,
De carácter franco y rudo,
Con campo azul en su escudo
Y en su torre una oriflama.
Era señor de una dama
Piadosa como ninguna;
Dueño de inmensa fortuna
Por trabajo y por herencia
Y tan limpio de conciencia
Como elevado de cuna.

Una vez, para decoro
De sus ricas heredades
Cruzó yermo y ciudades
Para combatir al moro.
Llevóse como tesoro
Y como escudo a la par,
Un talismán singular
Atado a viejo rosario
Un modesto escapulario
Con la Virgen del Pilar.

Era el precioso legado
De sus ínclitos mayores;
Desde sus años mejores
Lo tuvo siempre a su lado.
Y como voto sagrado
De cristiano y caballero
Juzgó su deber primero
En el combate reñido
Llevarlo siempre escondido
Tras de su cota de acero.

En ocasión oportuna
El noble llegó a creer
Que ante el moro iba a perder
Honra, blasón y fortuna.
Soñó que la media luna
Nuncio de sangre y de penas,
En horas de espanto llenas
Iba en sus feudos a entrar
Y hasta la vio coronar
Sus respetadas almenas.

Y no sueño, realidad
Pudo ser en un momento,
Pues fue tal presentimiento
Engendro de la verdad.
Acércanse a su heredad
Muslef y sus caballeros;
Mira brillar los aceros
Al fugor de alta linterna
Y sale por la poterna
En busca de sus pecheros.

Anda con paso inseguro
De un hachón a los reflejos;
«Alarma», grita a lo lejos
El arquero sobre el muro.
Como a la voz de un conjuro
Del noble los servidores
Surgen entre los negrores
De aquella noche maldita
Y lo siguen cuando grita:
«¡Sus! ¡A degollar traidores!

Corren y, en breves instantes,
Terror y espanto difunden
Y en una masa se funden
Asaltados y asaltantes.
Los cascos y los turbantes,
Revueltos y confundidos,
Entre quejas y alaridos
Vense en las sombras surgir,
Sin lograrse distinguir
Vencedores y vencidos.

El noble señor avanza
En pos del blanco alquicel
De un moro que en su corcel
Huye blandiendo su lanza.
Resuelto a asirlo le alcanza
Por ciega rabia impelido,
Y cruel y enardecido
Le mata con gran fiereza
Y le corta la cabeza,
Pues Muslef era el vencido.

Al tornar lleno de gloria
A su castillo feudal
Dijo: «Es un ser celestial
El que me dio la victoria.
El que ampara la memoria
Y el lustre de mis abuelos;
El que me otorga consuelos
Cuando vacila mi planta;
Es... ¡la imagen sacrosanta
De la Reina de los cielos!

»Siempre la llevé conmigo
Y hoy de mi fe como ejemplo
He de levantarle un templo
Donde tenga eterno abrigo.
El mundo será testigo
De que ferviente la adoro,
Y cual reclamo sonoro
De su gloria soberana
Daré al templo una campana
Hecha con armas del moro».

El tiempo corrió ligero
Y el templo se construyó
Como que el noble empeñó
Palabra de caballero.
Sobre su recinto austero,
Todo el feudo acudió a orar
Venerando en el altar
En lujoso relicario,
Un modesto escapulario
Con la Virgen del Pilar.

Los siglos, que todo arrastran
Lo más sólido destruyen,
Los hombres llegan y huyen
Y los monumentos pasan.
Templos que en la fe se abrasan
Ceden del tiempo al estrago;
Todo es efímero y vago
Y en las sombras del no ser
Lo que vistió el oro ayer
Hoy lo encubre el jaramago.

Quedóse el templo en ruinas,
Sus glorias estaban muertas
Y ya en sus naves desiertas
Volaban las golondrinas.
Sobre sus muros, espinas;
Verde yedra en la portada
La Virgen, abandonada
Por ley aciaga e injusta,
Y la campana vetusta
Eternamente calada.

En cierta noche el horror
De algo extraño se apodera
De aquel pueblo cuando oyera
De la campana el rumor.
Desde el más alto señor
Al pobre y al pequeñuelo,
Acuden con vivo anhelo
A mirar quién la profana
Y se encuentran la campana
Sola, repicando a vuelo.

Asaltan con gran trabajo
La torre donde repica
Y su espanto multiplica
Ver que toca sin badajo.
El noble, el peón del tajo,
El alcalde, el alguacil,
Con agitación febril
Y con ánima turbada
Exclaman: «¡Está hechizada
Por los siervos de Boabdil!»

Entre temores y enojos,
Propios de aquellos instantes,
Los sencillos habitantes
Ya no pegaron los ojos.
Con sobresalto y sonrojos
El temor al pueblo excita
Lleva el cura agua bendita
Y como todos, temblando,
Comienza a rezar, regando
A la campana maldita.

A medida que mojaba
El agua bendita el hierro,
Cual diabólico cencerro
Más la campana sonaba.
La gente se santiguaba
Triste, amedrentada y loca,
El cura a Jesús invoca
Y por fin llega a exclamar:
«No la podemos callar
Porque el diablo es quien la toca».

Tras esa noche infernal
Se dio cuenta al nuevo día
De aquella aventura impía
Al consejo y al fiscal.
Este, en tono magistral,
Bien estudiado el conjunto,
Resolvió tan grave punto
Y por solución perfecta
Dijo: «Que tuvo directa parte
El diablo en el asunto».

Y como sentencia sana,
Poniendo al espanto un dique,
Declaró nulo el repique
De la maldita campana;
Que cualquier mano profana
Con un golpe la ofendiera
Que el pueblo la maldijera,
Siendo el alcalde testigo
Y desterrada, en castigo,
Para las Indias saliera.

Cumplida aquella sentencia,
Maldecida y sin badajo,
A Méjico se la trajo
Antes de la Independencia.
De algún Virrey la indolencia
La dio castigo mayor
Quedando en un corredor
Del Palacio abandonada,
Por ser campana embrujada
Que a todos causaba horror.

Alguien la alzó en el espacio,
Le dio voz y útil empleo,
Y fue un timbre y un trofeo
En el reloj de palacio.
El tiempo a todo reacio
Y que méritos no advierte,
Puso un término a su suerte
Cambiando su condición
Y encontró en la fundición
Metamorfosis y muerte.

En el libro polvoriento
Que a tal caso registré,
La descripción encontré
De tan raro monumento.
Tuvo como un ornamento
De sus nobles condiciones,
De su abolengo pregones
En la parte principal,
Una corona imperial
Asida por dos leones.

En el cuerpo tosco y rudo,
Consagrando sonidos,
Se miraban esculpidos
Un calvario y un escudo,
Y como eterno saludo
De la tierra en que nació
En sus bordes se grabó
Una fecha y un letrero:
«Maese Rodrigo» (el obrero
Que la campana fundió).

Produjo tal sensación
Entre la gente más llana
Ver un reloj con campana
En la virreinal mansión,
Que son eterna expresión
De aquel popular contento
Las calles que el pueblo atento
«Del Reloj» sigue llamando
Constante conmemorando
Tan fausto acontecimiento.

Dos centenares de auroras
La campana de palacio
Lanzó al anchuroso espacio
Sus voces siempre sonorazas.
Después de marcar las horas
Con solemne majestad,
Dejóle nuestra ciudad
Recuerdo imperecedero,
Que es su toque postrimero
Vibrando en la eternidad.
Yo también...
¡Sí! Yo tengo
-¿por qué no confesarlo?-
un pequeño fantasma,
un duende de familia.

No vaya a suponerse que mi pequeño duende
sea un fantasma hierático,
espectral,
de castillo;
uno de esos fantasmas que arrastran el espanto
entre viejas panoplias
y gritos coagulados,
o delatan incestos
dentro de una armadura.
cuando el silencio calza las funerarias mallas
con que a Hamlet le place pasearse entre las tumbas.

Mi fantasma es doméstico,
recatado,
apacible.
Jamás le he sorprendido actitudes de almena,
ni lo he visto hospedarse

en la caja de un péndulo,
para que sus entrañas se pueblen de latidos.

Cotidiano,
tranquilo,
modesto,
de bolsillo,
mi pequeño fantasma
no ahuyenta los retratos,
ni adopta almas de piedra
o heráldicas posturas.

Tal cual es,
sin embargo,
engalana mis noches
y es el único lujo de mis horas vacías.

Ya sé que con frecuencia revuelve mis papeles,
esconde alguna carta,
empaña mis anteojos,
me humilla al obligarme
a buscar los gemelos debajo de la cómoda,
me esconde la boquilla;
pero es él quien mitiga la fiebre del insomnio,
quien impide que pierdan el compás las canillas,
quien oprime las llagas de las puertas pintadas
y conforta el silencio,
la soledad,
el frío,
al pasear por los cuartos
su incorpórea presencia de fantasma benigno,
de duende que vigila
las sombras
y los ruidos.
Cuando es invierno en el mar del Norte
es verano en Valparaíso.
Los barcos hacen sonar sus sirenas al entrar en el puerto de Bremen
        con jirones de niebla y de hielo en sus cabos,
mientras los balandros soleados arrastran por la superficie del Pacífico
        Sur bellas bañistas.

Eso sucede en el mismo tiempo,
pero jamás en el mismo día.

Porque cuando es de día en el mar del Norte
-brumas y sombras absorbiendo restos
de sucia luz-
es de noche en Valparaíso
-rutilantes estrellas lanzando agudos dardos
a las olas dormidas.

Cómo dudar que nos quisimos,
que me seguía tu pensamiento
y mi voz te buscaba -detrás,
muy cerca, iba mi boca.

Nos quisimos, es cierto, y yo sé cuánto:
primaveras, veranos, soles, lunas.
Pero jamás en el mismo día.
A vosotras, estrellas,
alza el vuelo mi pluma temerosa,
del piélago de luz ricas centellas;
lumbres que enciende triste y dolorosa
a las exequias del difunto día,
güérfana de su luz, la noche fría;
 ejército de oro,
que por campañas de zafir marchando,
guardáis el trono del eterno coro
con diversas escuadras militando;
Argos divino de cristal y fuego,
por cuyos ojos vela el mundo ciego;
 señas esclarecidas
que, con llama parlera y elocuente,
por el mudo silencio repartidas,
a la sombra servís de voz ardiente;
pompa que da la noche a sus vestidos,
letras de luz, misterios encendidos;
 de la tiniebla triste
preciosas joyas, y del sueño helado
galas, que en competencia del sol viste;
espías del amante recatado,
fuentes de luz para animar el suelo,
flores lucientes del jardín del cielo,
 vosotras, de la luna
familia relumbrante, ninfas claras,
cuyos pasos arrastran la Fortuna,
con cuyos movimientos muda caras,
árbitros de la paz y de la guerra,
que, en ausencia del sol, regís la tierra;
 vosotras, de la suerte
dispensadoras, luces tutelares
que dais la vida, que acercáis la muerte,
mudando de semblante, de lugares;
llamas, que habláis con doctos movimientos,
cuyos trémulos rayos son acentos;
 vosotras, que, enojadas,
a la sed de los surcos y sembrados
la bebida negáis, o ya abrasadas
dais en ceniza el pasto a los ganados,
y si miráis benignas y clementes,
el cielo es labrador para las gentes;
 vosotras, cuyas leyes
guarda observante el tiempo en toda parte,
amenazas de príncipes y reyes,
si os aborta Saturno, Jove o Marte;
ya fijas vais, o ya llevéis delante
por lúbricos caminos greña errante,
 si amasteis en la vida
y ya en el firmamento estáis clavadas,
pues la pena de amor nunca se olvida,
y aun suspiráis en signos transformadas,
con Amarilis, ninfa la más bella,
estrellas, ordenad que tenga estrella.
 Si entre vosotras una
miró sobre su parto y nacimiento
y della se encargó desde la cuna,
dispensando su acción, su movimiento,
pedidla, estrellas, a cualquier que sea,
que la incline siquiera a que me vea.
 Yo, en tanto, desatado
en humo, rico aliento de Pancaya,
haré que, peregrino y abrasado,
en busca vuestra por los aires vaya;
recataré del sol la lira mía
y empezaré a cantar muriendo el día.
 Las tenebrosas aves,
que el silencio embarazan con gemido,
volando torpes y cantando graves,
más agüeros que tonos al oído,
para adular mis ansias y mis penas,
ya mis musas serán, ya mis sirenas.
De vosotros,
los jóvenes,
espero
no menos cosas grandes que las que realizaron
vuestros antepasados.
Os entrego
una herencia grandiosa:
sostenedla.
Amparad ese río
de sangre,
sujetad con segura
mano
el tronco de caballos
viejísimos,
pero aún poderosos,
que arrastran con pujanza
el fardo de los siglos
pasados.

Nosotros somos estos
que aquí estamos reunidos,
y los demás no importan.

Tú, Piedra,
hijo de Pedro, nieto
de Piedra
y biznieto de Pedro,
esfuérzate
para ser siempre piedra mientras vivas,
para ser Pedro Petrificado Piedra Blanca,
para no tolerar el movimiento
para asfixiar en moldes apretados
todo lo que respira o que palpita.

A ti,
mi leal amigo,
compañero de armas,
escudero,
sostén de nuestra gloria,
joven alférez de mis escuadrones
de arcángeles vestidos de aceituna,
sé que no es necesario amonestarte:
con seguir siendo fuego y hierro,
basta.
Fuego para quemar lo que florece.
Hierro para aplastar lo que se alza.

Y finalmente,
tú, dueño
del oro y de la tierra
poderoso impulsor de nuestra vida,
no nos faltes jamás.
Sé generoso
con aquéllos a los que necesitas,
pero guarda,
expulsa de tu reino,
mantenlos más allá de tus fronteras,
déjalos que se mueran,
si es preciso,
a los que sueñan,
a los que no buscan
más que luz y verdad,
a los que deberían ser humildes
y a veces no lo son, así es la vida.

Si alguno de vosotros
pensase
yo le diría: no pienses.

Pero no es necesario.

Seguid así,
hijos míos,
y yo os prometo
paz y patria feliz,
orden,
silencio.
La noche que fue ayer fue de la magia. En la noche hay tambores,
y los animales duermen con el olfato abierto como un ojo. No hay nadie en el aire.
Las hojas y las plumas se reúnen en las ramas, en el suelo, y alguien las mueve a veces, y callan.
Trapos negros, voces negras, espesos y negros silencios, flotan, se arrastran, y la tierra se pone
su rostro ***** y hace gestos a las estrellas. Cuando pasa el miedo junto a ellos, los corazones golpean fuerte,
fuerte, y los ojos advierten que las cosas se mueven eternamente en su mismo lugar.
Nadie puede dar un paso en la noche. El que entra con los ojos abiertos en la espesura de la noche,
se pierde, es asaltado por la sombra, y nunca se sabrá nada de él, como de aquellos que el mar ha recogido.

-Eva, le dijo a Adán, despacio, no nos separemos.
Te vi un punto y, flotando ante mis ojos,
la imagen de tus ojos se quedó,
como la mancha oscura orlada en fuego
que flota y ciega si se mira al sol.

Adondequiera que la vista clavo,
torno a ver las pupilas llamear;
mas no te encuentro a ti, que es tu mirada,
unos ojos, los tuyos, nada más.

De mi alcoba en el ángulo los miro
desasidos fantásticos lucir;
cuando duermo los siento que se ciernen,
de par en par abiertos sobre mí.

Yo sé que hay fuegos fatuos que en la noche
llevan al caminante a perecer;
yo me siento arrastrado por tus ojos,
pero adónde me arrastran, no lo sé.
¡Qué revuelo!
¡Aire, que al toro torillo
le pica el pájaro pillo
que no pone el pie en el suelo!
¡Qué revuelo!
Ángeles con cascabeles
arman la marimorena,
plumas nevando en la arena
rubí de los redondeles.
La Virgen de los caireles
baja una palma del cielo.
¡Qué revuelo!
-Vengas o no en busca mía,
torillo mala persona,
dos cirios y una corona
tendrás en la enfermería.
¡Qué alegría!
¡Cógeme, torillo fiero!
¡Qué salero!
De la gloria a tus pitones,
bajé, gorrión de oro,
a jugar contigo al toro,
no a pedirte explicaciones.
¡A ver si te las compones
y vuelves vivo al chiquero!
¡Qué salero!
¡Cógeme, torillo fiero!
Alas en las zapatillas,
céfiros en las hombreras,
canario de las barreras,
vuelas con las banderillas.
Campanillas
te nacen en las chorreras.
¡Qué salero!
¡Cógeme, torillo fiero!
Te digo y te lo repito,
para no comprometerte,
que tenga cuernos la muerte
a mí se me importa un pito.
Da, toro torillo, un grito
y ¡a la gloria en angarillas!
¡Qué salero!
¡Que te arrastran las mulillas!
¡Cógeme, torillo fiero!
Amo esta tierra ajena por lo que me da, por lo que no me da.

Porque mi tierra es única. No es la mejor, es única. Y los ajenos la respetan sin querer, siendo ellos, siendo de otra manera, bellos de otra manera.

En sus bellezas me conmuevo. Nada tengo que ver con su manera de llegar a la belleza.

Esto es hermoso: dándome su belleza, me dan también la
ajenidad de la belleza. La injusticia, el dolor, el sufrimiento, se interponen casi siempre.

Salú, belleza. Somos pedazos del viaje universal, diferentes, contrarios, las mismas olas nos arrastran.

Iremos a parar a cualquier playa. Vamos a hacer un fueguito contra el frío y el hambre.

Vamos a arder bajo la misma noche.

Vamos a vernos, ver.
Silencio, ¿dónde llevas
tu cristal empañado
de risas, de palabras
y sollozos del árbol?
¿Cómo limpias, silencio,
el rocío del canto
y las manchas sonoras
que los mares lejanos
dejan sobre la albura
serena de tu manto?
¿Quién cierra tus heridas
cuando sobre los campos
alguna vieja noria
clava su lento dardo
en tu cristal inmenso?
¿Dónde vas si al ocaso
te hieren las campanas
y quiebran tu remanso
las bandadas de coplas
y el gran rumor dorado
que cae sobre los montes
azules sollozando?

El aire del invierno
hace tu azul pedazos,
y troncha tus florestas
el lamentar callado
de alguna fuente fría.
Donde posas tus manos,
la espina de la risa
o el caluroso hachazo
de la pasión encuentras.

Si te vas a los astros,
el zumbido solemne
de los azules pájaros
quiebra el gran equilibrio
de tu escondido cráneo.

Huyendo del sonido
eres sonido mismo,
espectro de armonía,
humo de grito y canto.
Vienes para decirnos
en las noches oscuras
la palabra infinita
sin aliento y sin labios.

Taladrado de estrellas
y maduro de música,
¿donde llevas, silencio,
tu dolor extrahumano,
dolor de estar cautivo
en la araña melódica,
ciego ya para siempre
tu, manantial sagrado?


Hoy arrastran tus ondas
turbias de pensamiento
la ceniza sonora
y el dolor del antaño.
Los ecos de los gritos
que por siempre se fueron.
El estruendo remoto
del mar, momificado.

Si Jehová se ha dormido,
sube al trono brillante,
quiébrale en su cabeza
un lucero apagado,
y acaba seriamente
con la música eterna,
la armonía sonora
de luz, y mientras tanto,
vuelve a tu manantial,
donde en la noche eterna,
antes que Dios y el tiempo,
manabas sosegado.
Fueron creadas por mí estas palabras
con sangre mía, con dolores míos
fueron creadas!
Yo lo comprendo, amigos, yo lo comprendo todo.
Se mezclaron voces ajenas a las mías,
yo lo comprendo, amigos!

Como si yo quisiera volar y a mí llegaran
en ayuda las alas de las aves,
todas las alas,
así vinieron estas palabras extranjeras
a desatar la oscura ebriedad de mi alma.

Es el alba, y parece
que no se me apretaran las angustias
en tan terribles nudos en torno a la garganta.
Y sin embargo,
fueron creadas
con sangre mía, con dolores míos,
fueron creadas por mí estas palabras!

Palabras para la alegría
cuando era mi corazón
una corola de llamas,
palabras del dolor que clava,
de los instintos que remuerden,
de los impulsos que amenazan,
de los infinitos deseos,
de las inquietudes amargas,
palabras del amor, que en mi vida florecen
como una tierra roja llena de umbelas blancas.

No cabían en mí. Nunca cupieron.
De niño mi dolor fue grito
y mi alegría fue silencio.

Después los ojos
olvidaron las lágrimas
barridas por el viento del corazón de todos.

Ahora, decidme, amigos,
dónde esconder aquella aguda
furia de los sollozos.

Decidme, amigos, dónde
esconder el silencio, para que nunca nadie
lo sintiera con los oídos o con los ojos.

Vinieron las palabras, y mi corazón,
incontenible como un amanecer,
se rompió en las palabras y se apegó a su vuelo,
y en sus fugas heroicas lo llevan y lo arrastran,
abandonado y loco, y olvidado bajo ellas
como un pájaro muerto, debajo de sus alas.
Por los cuadros de santos en el muro colgados
mis pupilas, arrastran un layl de anochecer;
y en un temblor de fiebre, con los brazos cruzados,
mi ser recibe vaga visita del Noser:
Una mosca llorona en los muebles cansados
yo no sé qué leyenda fatal quiere verter:
una ilusión de Orientes que fugan asaltados;
un nido azul de alondras que mueren al nacer.
En un sillón antiguo sentado está mi padre.
Como una Dolorosa, entra y sale mi madre:
Y al verlos siento un algo que no, quiere partir...
Porque antes. de la oblea que es hostia, hecha de Ciencia,
está la hostia, oblea hecha de Providencia...
Y la visita nace, me ayuda a bienvivir...
Sí, cada uno y todos sobre la tierra iguales:
el ómnibus que arrastran dos pencos matalones,
por el camino, a tumbos, hacia las estaciones,
el ómnibus completo de viajeros banales,
y en medio un hombre mudo, hipocondriaco, austero,
a quien se cuentan cosas y a quien se ofrece vino...
Y allá, cuando se llegue, ¿descenderá un viajero
no más? ¿O habránse todos quedado en el camino?
Por desplumar arcángeles glaciales,
la nevada lilial de esbeltos dientes
es condenada al llanto de las fuentes
y al desconsuelo de los manantiales.

Por difundir su alma en los metales,
por dar el fuego al hierro sus orientes,
al dolor de los yunques inclementes
lo arrastran los herreros torrenciales.

Al doloroso trato de la espina,
al fatal desaliento de la rosa
y a la acción corrosiva de la muerte

arrojado me veo, y tanta ruina
no es por otra desgracia ni por otra cosa
que por quererte y sólo por quererte.
Leydis Jul 2017
To think of you- love,
is to invoke a hurricane of passion-
that  sweeps my sanity,
that bristles my lust,
spinning me my soporific life,
in a torrential effusions that electrify my entire body.  

To think of you,
is wilt away the discretion,
to lose all control,
and
run towards your cyclones,
that excite me,
that roar at me,
and,
renders me languid,

Yes, that’s how it is when I think of you.
Is to feel strong gusts of desire,
which destabilize the gable of my prudence,
that enchant my mindfulness,
that plummets modesty,
that drags me to your ardor,
and
I plunges me, in the bursts of your passion.

To think of you-my love
is having to move my imagination,
due to the discernable trail,
that my trembling body leaves as evidence,
in my immaculate snowy sheets.

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Tu
(mi huracán de pasión)

Pensarte amor,
es invocar un huracán de pasiones--
que me arrasa la cordura,
que me eriza la lujuria,
que me gira mis soporífera vida,
en una lluvia torrencial de efusiones
que electrifican mi cuerpo entero.

Pensarte,
es sudar la vergüenza,
perder los estribos,
de querer tras tus ciclones,
que me alelan,
que me excitan,
que me gritan,
que me bajan y me suben.

Si, así, es pensarte.
es sentir fuertes marejadas en mi centro,
que desestabilizan el techo de mi prudencia,
que me hechizan la conciencia,
que empinan el pudor,
que me arrastran a tu ardor,
y
me funden en la ráfagas de tu pasión.

Pensarte,
es tener que mudar mi imaginación,
por los visibles daños,
que deja mi tembloroso cuerpo como prueba
en mis inmaculadas sábanas.

LeydisProse
7/24/2017
Las riendas de mi vida las sujetan tus manos,
y aunque impacientes piafan mis potros -mis instintos-,
con tus débiles músculos los sometes. Son vanos
mis intentos de fuga, oyendo los lejanos
relinchos de otros potros, que entre los laberintos
galopan y que arrastran la crin por los pantanos...

Pero no olvides nunca que mis potros salvajes
esperan un instante, que acechan un descuido...
Yo te he dado sus riendas, leves como celajes...
Quizás con ellos puedas como yo no he podido...

¡Sujeta bien las riendas!... Mide por su impaciencia
la libertad que ansían... Yo sufriré el castigo
que merezca un instante tuyo de indiferencia...

¡Ah, y no olvides tampoco que ellos, en la violencia
de la arrancada, pueden arrastrarte consigo!...
¿oíste/corazón?/nos vamos
con la derrota a otra parte/
con este animal a otra parte/
los muertos a otra parte/

que no hagan ruido/callados como están/ni
se oiga el silencio de sus huesos/
sus huesos son animalitos de ojos azules/
se sientan mansos a la mesa/

rozan dolores sin querer/
no dicen una sola palabra de sus balazos/
tienen una estrella de oro y una luna en la boca/
aparecen en la boca de los que amaron/

pasan noticias de sus sueños/
arrastran sus lágrimas con un pañuelito detrás
como barriendo el padecer/
como no queriendo mojarlo/
para que el padecer estalle y arda y haga asiento donde sentarse a
pensar otra vez/

nos vamos/corazón/a otra parte/
hace mal que no podás sacar los pies de la tristeza/
aunque es tristeza que besa la mano que empuñó el fusil y
triunfó/
y tiene corazón y guarda en su corazón una mujer y un
hombre
pasando como tigres por el cielo del sur/

una mujer y un hombre como tires enjaulados en la memoria del sur/
besando hijitos que nunca más van a crecer/
compañeros que nunca más van a crecer y ahora cosen
la tierra al aire/cosen

tu corazón/corazón/sus animales/
una mujer y un hombre
caminando por el cielo del tigre
como tigre que canta/

vámonos con esta perra a otra parte/
no tenemos derecho a molestar/
nuestro solo derecho es empezar otra vez
bajo la luz del sol sereno/

los límites del cielo cambiaron/
ahora están llenos de cuerpos que se abrazan
y dan abrigo y consolación y tristeza
con una estrella de oro y una luna en la boca/

con un animal en la boca mirando el centellear
de los compañeritos que sembraron corazón
y levantan su corazón ardiente
como un pueblo de besos/
Cesó el clarín agudo, y la luna está triste.
Grandes nubes arrastran la nueva madrugada.
Ladra un perro alejándose, y todo lo que existe
se hunde en el abismo sin nombre de la nada.

La luna dorará un viejo camposanto...
Habrá un verdín con luna sobre una antigua almena.
En una fuente sola, será una luna en llanto...
Habrá una mar sin nadie, bajo una luna llena...
en la noche importante
orino bebo tengo huesos
manos atadas como perros
labios razas oscuras
como desastres como escombros
¿los arrastran tus pies?
¿o en qué violenta dulce
contracción de tu olvido
paso yo deseado
acariciado
destruido
por tus muslos sin ojos?
El poema nada en un viento y brilla.
No sabe quien es hasta
que lo arrastran aquí, donde
seguramente morirá
a la intemperie de las bestias.
Me gustaría entender a las bestias
para entender mi bestia. La
 realidad hace gemir con jadeos de animal.
¿Qué gracia fue ganada en su respiración?
Ninguna que no fuera perdida.
Abajo de lo suave crepita la sospecha.
En estas manos.

— The End —