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I’m indebted to the Oxford Dictionary of Quotations, 4th Edition 1996

Ab Imo Pectore

A
b imo pectore,
Blandae mendacia linguae,
Cadit quaestio,
Desunt cetera.
Est modus in rebus.
Faber est quisque fortunae suae,
Gigni de nihilo nihilum, in nihilum nil posse reverti.
Hic finis fandi,
Interdum stultus bene loquitur?
Jacta interdum est alea,
Labuntur et imputantur.
Magni nominis umbra,
Nec scire fas est omnia,
Omne crede diem tibi diluxisse supremun,
Pallida mors aequo pulsat pauperum tabernas regumque turres;
Quid rides, mutato nominee de te fibula narrator,
Res ipsa loquitur.
Solvitur ambulando…
Tempora mutantur, nos et matamur in illis.
Urbi et orbi,
Vestigia nulla retrorsum.



From The Bottom Of The Heart

From the bottom of the heart,  the falsehoods of a smooth tongue,
The question drops, the rest is wanting.
There is a balance in all things, every man is the creator of his own fate.
From nothing, nothing can come, into nothing, nothing can return.
Let there be an end to talking, for who can tell when a fool speaks the truth?
The die is sometimes already cast,
A moment comes and goes, and is laid to our account.
From the smallest shadow to the mightiest name,
No one can claim to know all things,
I believe that every day that dawns may be my last,
Pale death knocks impartially at both poor and rich men’s houses;
Don’t laugh, change the name and the story is yours,
It’s so obvious, it speaks for itself.
As the concept of motion is proven by walking…
So in time all things change, as we must, in time, all change.
And to all the world,
There’s no turning back.

Ab Imo Pectore / From The Bottom Of The Heart

Ab imo pectore,
From the bottom of the heart,
Blandae mendacia linguae,  
The falsehoods of a smooth tongue,
Cadit quaestio,
The question drops,
Desunt cetera.
The rest is found wanting.
Est modus in rebus,
There is a balance in all things,
Faber est quisque fortunae suae.
Every man is the creator of his own fate.
Gigni de nihilo nihilum, in nihilum nil posse reverti.
From nothing, nothing can come, into nothing, nothing can return.  
Hic finis fandi,
Let there be an end to talking,
Interdum stultus bene loquitur?
For who can tell when a fool speaks the truth?
Jacta interdum est alea.
The die is sometimes already cast,
Labuntur et imputantur.
A moment comes and goes, and is laid to our account.
Magni nominis umbra,
From the smallest shadow to the mightiest name,
Nec scire fas est omnia,
No one can claim to know all things,
Omne crede diem tibi diluxisse supremun,
I believe that every day that dawns may be my last,
Pallida  mors aequo pulsat pauperum tabernas regumque turres;
Pale death knocks impartially at both poor man and rich men’s houses;
Quid rides, mutato nominee de te fibula narrator,
Don’t laugh, change the name and the story is yours,
Res ipsa loquitur.
It’s so obvious, that it speaks for itself.
Solvitur ambulando…
As the concept of motion is proven by walking…
Tempora mutantur, nos et matamur in illis.
So in time all things change, as we must, in time, all change.
Urbi et orbi,
And to all the world,
Vestigia nulla retrorsum.
There’s no turning back.


r10.1
I didn’t write a ******* line of this, it’s all cribbed from a dictionary. But I’ll take the credit for its conception and, as good Systems Poetry should do, meaning and beauty appears spontaneously from the random juxtaposition of disparate lines of prose; like frogs from rotting wood…
Desde el amanecer, se cambia la ropa sucia de los altares y de los santos, que huele a rancia bendición, mientras los plumeros inciensan una nube de polvo tan espesa, que las arañas apenas hallan tiempo de levantar sus redes de equilibrista, para ir a ajustarías en los barrotes de la cama del sacristán.

Con todas las características del criminal nato lombrosiano, los apóstoles se evaden de sus nichos, ante las vírgenes atónitas, que rompen a llorar... porque no viene el peluquero a ondularles las crenchas.

Enjutos, enflaquecidos de insomnio y de impaciencia, los nazarenos pruébanse el capirote cada cinco minutos, o llegan, acompañados de un amigo, a presentarle la virgen, como si fuera su querida.

Ya no queda por alquilar ni una cornisa desde la que se vea pasar la procesión.

Minuto tras minuto va cayendo sobre la ciudad una manga de ingleses con una psicología y una elegancia de langosta.

A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa.

Llega un cuerpo del ejército de Marruecos, expresamente para sacar los candelabros y la custodia del tesoro.

Frente a todos los espejos de la ciudad, las mujeres ensayan su mirada "Smith Wesson"; pues, como las vírgenes, sólo salen de casa esta semana, y si no cazan nada, seguirán siéndolo...
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!
¡Campanas con café con leche!
¡Campanas que nos imponen una cadencia al
abrocharnos los botines!
¡Campanas que acompasan el paso de la gente que pasa en las aceras!
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!

En la catedral, el rito se complica tanto, que los sacerdotes necesitan apuntador.

Trece siglos de ensayos permiten armonizar las florecencias de las rejas con el contrapaso de los monaguillos y la caligrafía del misal.

Una luz de "Museo Grevin" dramatiza la mirada vidriosa de los cristos, ahonda la voz de los prelados que cantan, se interrogan y se contestan, como esos sapos con vientre de prelado, una boca predestinada a engullir hostias y las manos enfermas de reumatismo, por pasarse las noches -de cuclillas en el pantano- cantando a las estrellas.

Si al repartir las palmas no interviniera una fuerza sobrenatural, los feligreses aplaudirían los rasos con que la procesión sale a la calle, donde el obispo -con sus ochenta kilos de bordados- bate el "record" de dar media vuelta a la manzana y entra nuevamente en escena, para que continúe la función...
¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?

En un flujo y reflujo de espaldas y de brazos, los acorazados de los cacahueteros fondean entre la multitud, que espera la salida de los "pasos" haciendo "pan francés".

Espantada por los flagelos de papel, la codicia de los pilletes revolotea y zumba en torno a las canastas de pasteles, mientras los nazarenos sacian la sed, que sentirán, en tabernas que expenden borracheras garantizadas por toda la semana.

Sin asomar las narices a la calle, los santos realizan el milagro de que los balcones no se caigan.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?
pregonan los aguateros al servirnos una reverencia de minué.

De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y, entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.

Los espectadores, contorsionados por la emoción,
arráncanse la chaquetilla y el sombrero, se acalambran en
posturas de capeador, braman piropos que los nazarenos intentan callar
como el apagador que les oculta la cabeza.

Cuando el Señor aparece en la puerta, las nubes se envuelven con un crespón, bajan hasta la altura de los techos y, al verlo cogido como un torero, todas, unánimemente, comienzan a llorar.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?Las tribunas y las sillas colocadas enfrente del Ayuntamiento progresivamente se van ennegreciendo, como un pegamoscas de cocina.

Antes que la caballería comience a desfilar, los guardias civiles despejan la calzada, por temor a que los cachetes de algún trompa estallen como una bomba de anarquista.

Los caballos -la boca enjabonada cual si se fueran a afeitar- tienen las ancas tan lustrosas, que las mujeres aprovechan para arreglarse la mantilla y averiguar, sin darse vuelta, quién unta una mirada en sus caderas.

Con la solemnidad de un ejército de pingüinos, los nazarenos escoltan a los santos, que, en temblores de debutante, representan "misterios" sobre el tablado de las andas, bajo cuyos telones se divisan los pies de los "gallegos", tal como si cambiaran una decoración.

Pasa:
El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor, y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo.
El Santísimo Cristo del Buen Fin, y Nuestra Señora de la Palma.
Nuestro Padre Jesús atado a la Columna, y Nuestra Señora de las Lágrimas.
El Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor, y La Quinta Angustia de María Santísima.

Y entre paso y paso:
¡Manzanilla! ¡Almendras garrapiñadas! ¡Jerez!

Estrangulados por la asfixia, los "gallegos" caen de rodillas cada cincuenta metros, y se resisten a continuar regando los adoquines de sudor, si antes no se les llena el tanque de aguardiente.

Cuando los nazarenos se detienen a mirarnos con sus ojos vacíos, irremisiblemente, algún balcón gargariza una "saeta" sobre la multitud, encrespada en un ¡ole!, que estalla y se apaga sobre las cabezas, como si reventara en una playa.

Los penitentes cargados de una cruz desinflan el pecho de las mamas en un suspiro de neumático, apenas menos potente al que exhala la multitud al escaparse ese globito que siempre se le escapa a la multitud.

Todas las cofradías llevan un estandarte, donde se lee:

                      S. P. Q. R.Es el día en que reciben todas las vírgenes de la ciudad.

Con la mantilla negra y los ojos que matan, las hembras repiquetean sus tacones sobre las lápidas de las aceras, se consternan al comprobar que no se derrumba ni una casa, que no resucita ningún Lázaro, y, cual si salieran de un toril, irrumpen en los atrios, donde los hombres les banderillean un par de miraduras, a riesgo de dejarse coger el corazón.

De pie en medio de la nave -dorada como un salón-, las vírgenes expiden su duelo en un sólido llanto de rubí, que embriaga la elocuencia de prospecto medicinal con que los hermanos ponderan sus encantos, cuando no optan por alzarles las faldas y persuadir a los espectadores de que no hay en el globo unas pantorrillas semejantes.

Después de la vigésima estación, si un fémur no nos ha perforado un intestino, contemplamos veintiocho "pasos" más, y acribillados de "saetas", como un San Sebastián, los pies desmenuzados como albóndigas, apenas tenemos fuerza para llegar hasta la puerta del hotel y desplomarnos entre los brazos de la levita del portero.

El "menú" nos hace volver en sí. Leemos, nos refregamos los ojos y volvemos a leer:

"Sopa de Nazarenos."
"Lenguado a la Pío X."

-¡Camarero! Un bife con papas.
-¿Con Papas, señor?...
-¡No, hombre!, con huevos fritos.Mientras se espera la salida del Cristo del Gran Poder, se reflexiona: en la superioridad del marabú, en la influencia de Goya sobre las sombras de los balcones, en la finura chinesca con que los árboles se esfuman en el azul nocturno.

Dos campanadas apagan luego los focos de la plaza; así, las espaldas se amalgaman hasta formar un solo cuerpo que sostiene de catorce a diez y nueve mil cabezas.

Con un ritmo siniestro de Edgar Poe -¡cirios rojos ensangrientan sus manos!-, los nazarenos perforan un silencio donde tan sólo se percibe el tic-tac de las pestañas, silencio desgarrado por "saetas" que escalofrían la noche y se vierten sobre la multitud como un líquido helado.

Seguido de cuatrocientas prostitutas arrepentidas del pecado menos original, el Cristo del Gran Poder camina sobre un oleaje de cabezas, que lo alza hasta el nivel de los balcones, en cuyos barrotes las mujeres aferran las ganas de tirarse a lamerle los pies.

En el resto de la ciudad el resplandor de los "pasos" ilumina las caras con una técnica de Rembrandt. Las sombras adquieren más importancia que los cuerpos, llevan una vida más aventurera y más trágica. La cofradía del "Silencio", sobre todo, proyecta en las paredes blancas un "film" dislocado y absurdo, donde las sombras trepan a los tejados, violan los cuartos de las hembras, se sepultan en los patios dormidos.

Entre "saetas" conservadas en aguardiente pasa la "Macarena", con su escolta romana, en cuyas corazas de latón se trasuntan los espectadores, alineados a lo largo de las aceras.

¡Es la hora de los churros y del anís!

Una luz sin fuerza para llegar al suelo ribetea con tiza las molduras y las aristas de las casas, que tienen facha de haber dormido mal, y obliga a salir de entre sus sábanas a las nubes desnudas, que se envuelven en gasas amarillentas y verdosas y se ciñen, por último, una túnica blanca.

Cuando suenan las seis, las cigüeñas ensayan un vuelo matinal, y tornan al campanario de la iglesia, a reanudar sus mansas divagaciones de burócrata jubilado.

Caras y actitudes de chimpancé, los presidiarios esperan, trepados en las rejas, que las vírgenes pasen por la cárcel antes de irse a dormir, para sollozar una "saeta" de arrepentimiento y de perdón, mientras en bordejeos de fragata las cofradías que no han fondeado aún en las iglesias, encallan en todas las tabernas, abandonan sus vírgenes por la manzanilla y el jerez.

Ya en la cama, los nazarenos que nos transitan las circunvoluciones redoblan sus tambores en nuestra sien, y los churros, anidados en nuestro estómago, se enroscan y se anudan como serpientes.

Alguien nos destornilla luego la cabeza, nos desabrocha las costillas, intenta escamotearnos un riñón, al mismo tiempo que un insensato repique de campanas nos va sumergiendo en un sopor.

Después... ¿Han pasado semanas? ¿Han pasado minutos?... Una campanilla se desploma, como una sonda, en nuestro oído, nos iza a la superficie del colchón.
¡Apenas tenemos tiempo de alcanzar el entierro!...

¿Cuatrocientos setenta y ocho mil setecientos noventa y nueve "pasos" más?

¡Cristos ensangrentados como caballos de picador! ¡Cirios que nunca terminan de llorar! ¡Concejales que han alquilado un frac que enternece a las Magdalenas! ¡Cristos estirados en una lona de bombero que acaban de arrojarse de un balcón! ¡La Verónica y el Gobernador... con su escolta de arcángeles!

¡Y las centurias romanas... de Marruecos, y las Sibilas, y los Santos Varones! ¡Todos los instrumentos de la Pasión!... ¡Y el instrumento máximo, ¡la Muerte!, entronizada sobre el mundo..., que es un punto final!

¿Morir? ¡Señor! ¡Señor!
¡Libradnos, Señor!
¿Dormir? ¡Dormir! ¡Concedédnoslo,
Señor!
Douarnenez,
en un golpe de cubilete,
empantana
entre sus casas corrió dados,
un pedazo de mar,
con un olor a **** que desmaya.
¡Barcas heridas, en seco, con las alas plegadas!
¡Tabernas que cantan con una voz de orangután!
Sobre los muelles,
mercurizados por la pesca,
marineros que se agarran de los brazos
para aprender a caminar,
y van a estrellarse
con un envión de ola
en las paredes;
mujeres salobres,
enyodadas,
de ojos acuáticos, de cabelleras de alga,
que repasan las redes colgadas de los techos
como velos nupciales.
El campanario de la iglesia,
es un escamoteo de prestidigitación,
saca de su campana
una bandada de palomas.
Mientras las viejecitas,
con sus gorritos de dormir,
entran a la nave
para emborracharse de oraciones,
y para que el silencio
deje de roer por un instante
las narices de piedra de los santos.
Rui Serra Sep 2015
oh! taças, na memória, vividas.
oh! taças de vinho tão cheias.
oh! castas lembranças erguidas
em tabernas de gente tão cheias...

oh! castas antigas... de porte.
oh! castas lembranças vividas.
oh! taças cheias de morte
tão tristes me foram em vida.

oh! turbulentas lembranças
que me trazem essas taças
em tristes desesperanças.

mas oh! taças erguidas em vão
erguidas à vida tão cheias
tão cheias de solidão.
Y fui después un numen transitorio,
sombra y canción en la embriagante tierra,
un sino raro y un deleite raro.
Ya el crepúsculo estivo el día cierra
y lejos brilla un tenebroso faro.

La dama de cabellos encendidos
fecunda con mi sangre sus huertos prohibidos.

Y una inquietud frenética y gozosa
mi paz, mi sueño, mi vigor consume,
y un huracán mi plenitud doblega.
¡Soy esa sombra que cruzó el camino,
en sangre tinta… de lujuria ciega!
Soy esa sombra pávida, cautiva
de un gran misterio en el Misterio oculto.
Huella la flor azul pata lasciva
de cabrón *****, y el divino himnario
sella Satán con sellos de su culto.
Mi pena errante con mi vino loco
en el turbión del vicio la sepulto.

Soy huésped de garitos y tabernas.
Disputo al "puede ser" un pan ingrato;
y dejo que mi carne, ruïn loba
de lúgubres anhelos arrecida,
se me abandone al logro del deleite,
desnuda en la impudicia de la vida.

Entúrbiase la clara inteligencia.
La idea afluye en nieblas ondulantes.
Es el goce monótona frecuencia:
igual en el deliquio y el suspiro...
¡Dadme un beso, un contacto y una esencia,
una sensualidad de nuevo giro!
Por aquel postigo viejo
que nunca fuera cerrado
vi venir pendón bermejo
con trescientos de caballo,
en medio de los trescientos
viene un monumento armado,
y dentro del monumento
viene un cuerpo de un finado
Fernán d'Arias ha por nombre,
fijo de Arias Gonzalo.

Llorábanle cien doncellas,
todas ciento hijasdalgo;
todas eran sus parientas
en tercero y cuarto grado,
las unas le dicen primo,
otras le llaman hermano,
las otras decían tío
otras lo llaman cuñado.

Sobre todas lo lloraba
aquesa Urraca Hernando,
¡y cuán bien que la consuela
ese viejo Arias Gonzalo!:

-Calledes, hija, calledes,
calledes, Urraca Hernando,
que si un hijo me han muerto,
ahí me quedaban cuatro.

No murió por las tabernas
ni a las tablas jugando,
mas murió sobre Zamora,
vuestra honra resguardando.
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!

Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.
«Fazañas imposibles obré con esta daga,
al favor de la noche y en trágicos suburbios,
una vez que fui pícaro...
Recuerdo -como en turbios
sonambulismos donde una luz naufraga-
que fui taimado pícaro: Don Lope de Aguinaga!

»Locas andanzas venusinas!
Francachelas en que la sangre dialoga
con el vino, después de heroicas tremolinas!
Raptos de adustas damas... gentucilla de toga!
Raptos de las amantes de alto Marqués o Doga...!
De nobles y pecheras, monjas y bailarinas!

»Las noches de bureo por timbas y tabernas,
y por tabucos, bodegones y hostales,
a caza de los bienes y a caza de los males:
de los magníficos pecados capitales...
sin poner mientes en las cosas eternas!

»Fazañas imposibles obré con mis puñales
en los juegos de quínola y en los juegos de dados,
y en los sañudos desafíos azarosos
con turbas de judíos astrosos
y con mendigos y frailes y soldados!

»Fazañas imposibles obré con esta daga!
Yo fui taimado pícaro: Don Lope de Aguinaga!»
Por aquel postigo viejo   que nunca fuera cerrado,
vi venir pendón bermejo   con trescientos de caballo;
en medio de los trescientos   viene un monumento armado,
y dentro del monumento   viene un ataúd de palo,
y dentro del ataúd   venía un cuerpo finado.
Fernán d'Arias ha por nombre,   hijo de Arias Gonzalo.
Llorábanle cien doncellas,   todas ciento hijasdalgo;
todas eran sus parientas   en tercero y cuarto grado;
las unas le dicen primo,   otras lo llaman hermano,
las otras decían tío,   otras lo llaman cuñado.
Sobre todas lo lloraba    aquesa Urraca Hernando,
¡y cuán bien que la consuela   ese viejo Arias Gonzalo!
-¿Por qué lloráis, mis doncellas?   ¿por qué hacéis tan grande llanto?
No lloréis así, señoras,   que no es para llorarlo,
que si un hijo me han muerto,   ahí me quedaban cuatro.
No murió por las tabernas,   ni a las tablas jugando,
mas murió sobre Zamora,   vuestra honra resguardando;
murió como un caballero   con sus armas peleando.
Que el hombre no sea indigno del Ángel
cuya espada lo guarda
desde que lo engendró aquel Amor
que mueve el sol y las estrellas
hasta el Último Día en que retumbe
el trueno en la trompeta.
Que no lo arrastre a rojos lupanares
ni a los palacios que erigió la soberbia
ni a las tabernas insensatas.
Que no se rebaje a la súplica
ni al oprobio del llanto
ni a la fabulosa esperanza
ni a las pequeñas magias del miedo
ni al simulacro del histrión;
el Otro lo mira.
Que recuerde que nunca estará solo.
En el público día o en la sombra
el incesante espero lo atestigua;
que no macule su cristal una lágrima.

Señor, que al cabo de mis días en la Tierra
yo no deshonre al Ángel.
No, si yo no digo
que no estén bien en donde están:
más aseados y atendidos
que en el lugar en que nacieron,
donde vivieron tantos siglos.
Allí el tiempo los devoraba.
El sol, la lluvia, el viento, el hielo,
los hombres iban desgarrándoles
la piel, los músculos de piedra
y ofrendaban el esqueleto
-fustes, dovelas, capiteles-
al aire azul de la mañana.
Atormentados por los cardos,
heridos por las lagartijas,
cegados por los estorninos,
por las ovejas y las cabras.

No, si yo no digo
que no estén mejor donde están
-en estos refugios asépticos-
que en las tabernas de sus pueblos,
ennegrecidos los pulmones
por el tabaco, suicidándose
con el porrón de vino tinto,
o con la copa de aguardiente,
oyendo coplas indecentes
en el tiempo de la vendimia,
rezando cuando la campana
tocaba a muerto.

                        No, si yo
no diré nunca que no estén
mucho mejor en donde están
que en donde estaban...
                      ¡Estos claustros...!

— The End —