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Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.

El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.

Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.

Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.

No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.

No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.

Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.

Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.

Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.

Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
Invitación al llanto.  Esto es un llanto,
      ojos, sin fin, llorando,
escombrera adelante, por las ruinas
        de innumerables días.
Ruinas que esparce un cero -autor de nadas,
obra del hombre-, un cero, cuando estalla.
Cayó ciega.  La soltó,
la soltaron, a seis mil
metros de altura, a las cuatro.
¿Hay ojos que le distingan
a la Tierra sus primores
desde tan alto?
¿Mundo feliz? ¿Tramas, vidas,
que se tejen, se destejen,
mariposas, hombres, tigres,
amándose y desamándose?
No. Geometría.  Abstractos
colores sin habitantes,
embuste liso de atlas.
Cientos de dedos del viento
una tras otra pasaban
las hojas
-márgenes de nubes blancas-
de las tierras de la Tierra,
vuelta cuaderno de mapas.
Y a un mapa distante, ¿quién
le tiene lástima? Lástima
de una pompa de jabón
irisada, que se quiebra;
o en la arena de la playa
un crujido, un caracol
roto
sin querer, con la pisada. 
Pero esa altura tan alta
que ya no la quieren pájaros,
le ciega al querer su causa
con mil aires transparentes.
Invisibles se le vuelven
al mundo delgadas gracias:
La azucena y sus estambres,
colibríes y sus alas,
las venas que van y vienen,
en tierno azul dibujadas,
por un pecho de doncella.
¿Quién va a quererlas
si no se las ve de cerca?
Él hizo su obligación:
lo que desde veinte esferas
instrumentos ordenaban,
exactamente: soltarla
al momento justo.                                   Nada.
Al principio
no vio casi nada.  Una
mancha, creciendo despacio,
blanca, más blanca, ya cándida.
¿Arrebañados corderos?
¿Vedijas, copos de lana?
Eso sería...
¡Qué peso se le quitaba!
Eso sería: una imagen
que regresa.
Veinte años, atrás, un niño.
Él era un niño -allá atrás-
que en estíos campesinos
con los corderos jugaba
por el pastizal.  Carreras,
topadas, risas, caídas
de bruces sobre la grama,
tan reciente de rocío
que la alegría del mundo
al verse otra vez tan claro,
le refrescaba la cara.
Sí; esas blancuras de ahora,
allá abajo
en vellones dilatadas,
no pueden ser nada malo:
rebaños y más rebaños
serenísimos que pastan
en ancho mapa de tréboles.
Nada malo.  Ecos redondos
de aquella inocencia doble
veinte años atrás: infancia
triscando con el cordero
y retazos celestiales,
del sol niño con las nubes
que empuja, pastora, el alba.
 
Mientras,
detrás de tanta blancura
en la Tierra -no era mapa-
en donde el cero cayó,
el gran desastre empezaba.Muerto inicial y víctima primera:
lo que va a ser y expira en los umbrales
del ser. ¡Ahogado coro de inminencias!
Heráldicas palabras voladoras
-«¡pronto!», «¡en seguida!», «¡ya!»- nuncios de dichas
colman el aire, lo vuelven promesa.
Pero la anunciación jamás se cumple:
la que aguardaba el éxtasis, doncella,
se quedará en su orilla, para siempre
entre su cuerpo y Dios alma suspensa.
¡Qué de esparcidas ruinas de futuro
por todo alrededor, sin que se vean!
Primer beso de amantes incipientes.
¡Asombro! ¿Es obra humana tanto gozo?
¿Podrán los labios repetirlo?  Vuelan
hacia el segundo beso; más que beso,
claridad quieren, buscan la certeza
alegre de su don de hacer milagros
donde las bocas férvidas se encuentran.
¿ Por qué si ya los hálitos se juntan
los labios a posarse nunca llegan?
Tan al borde del beso, no se besan.
Obediente al ardor de un mediodía
la moza muerde ya la fruta nueva.
La boca anhela el más celado jugo;
del anhelo no pasa.  Se le niega
cuando el labio presiente su dulzura
la condensada dentro, primavera,
pulpas de mayo, azúcares de junio,
día a día sumados a la almendra.
Consumación feliz de tanta ruta,
último paso, amante, pie en el aire,
que trae amor adonde amor espera.
Tiembla Julieta de Romeos próximos,
ya abre el alma a Calixto, Melibea.
Pero el paso final no encuentra suelo.
¿Dónde, si se hunde el mundo en la tiniebla,
si ya es nada Verona, y si no hay huerto?
De imposibles se vuelve la pareja.
¿Y esa mano -¿de quién?-, la mano trunca
blanca, en el suelo, sin su brazo, huérfana,
que buscas en el rosal la única abierta,
y cuando ya la alcanza por el tallo
se desprende, dejándose a la rosa,
sin conocer los ojos de su dueña?
¡Cimeras alegrías tremolantes,
gozo inmediato, pasmo que se acerca:
la frase más difícil, la penúltima,
la que lleva, derecho, hasta el acierto,
perfección vislumbrada, nunca nuestra!
¡Imágenes que inclinan su hermosura
sobre espejos que nunca las reflejan!
¡Qué cadáver ingrávido: una mañana
que muere al filo de su aurora cierta!
Vísperas son capullos. Sí, de dichas;
sí, de tiempo, futuros en capullos.
¡Tan hermosas, las vísperas!
                                                          ¡Y muertas!¿Se puede hacer más daño, allí en la Tierra?
Polvo que se levanta de la ruina,
humo del sacrificio, vaho de escombros
dice que sí se puede.  Que hay más pena.
Vasto ayer que se queda sin presente,
vida inmolada en aparentes piedras.
¡Tanto afinar la gracia de los fustes
contra la selva tenebrosa alzados
de donde el miedo viene al alma, pánico!
Junto a un altar de azul, de ola y espuma,
el pensar y la piedra se desposan;
el mármol, que era blanco, es ya blancura.
Alborean columnas por el mundo,
ofreciéndole un orden a la aurora.
No terror, calma pura da este bosque,
de noble savia pórtico.
Vientos y vientos de dos mil otoños
con hojas de esta selva inmarcesible
quisieran aumentar sus hojarascas.
Rectos embisten, curvas les engañan.
Sin botín huyen. ¿Dónde está su fronda?
No pájaros, sus copas, procesiones
de doncellas mantienen en lo alto,
que atraviesan el tiempo, sin moverse.
Este espacio que no era más que espacio
a nadie dedicado, aire en vacío,
la lenta cantería lo redime
piedras poniendo, de oro, sobre piedras,
de aquella indiferencia sin plegaria.
Fiera luz, la del sumo mediodía,
claridad, toda hueca, de tan clara
va aprendiendo, ceñida entre altos muros
mansedumbres, dulzuras; ya es misterio.
Cantan coral callado las ojivas.
Flechas de alba cruzan por los santos
incorpóreos, no hieren, les traen vida
de colores.  La noche se la quita.
La bóveda, al cerrarse abre más cielo.
Y en la hermosura vasta de estos límites
siente el alma que nada la termina.
Tierra sin forma, pobre arcilla; ahora
el torno la conduce hasta su auge:
suave concavidad, nido de dioses.
Poseidón, Venus, Iris, sus siluetas
en su seno se posan.  A esta crátera
ojos, siempre sedientos, a abrevarse
vienen de agua de mito, inagotable.
Guarda la copa en este fondo oscuro
callado resplandor, eco de Olimpo.
Frágil materia es, mas se acomodan
los dioses, los eternos, en su círculo.
Y así, con lentitud que no descansa,
por las obras del hombre se hace el tiempo
profusión fabulosa.  Cuando rueda
el mundo, tesorero, va sumando
-en cada vuelta gana una hermosura-
a belleza de ayer, belleza inédita.
Sobre sus hombros gráciles las horas
dádivas imprevistas acarrean.
¿Vida?  Invención, hallazgo, lo que es
hoy a las cuatro, y a las tres no era.
Gozo de ver que si se marchan unas
trasponiendo la ceja de la tarde,
por el nocturno alcor otras se acercan.
Tiempo, fila de gracias que no cesa.
¡Qué alegría, saber que en cada hora
algo que está viniendo nos espera!
Ninguna ociosa, cada cual su don;
ninguna avara, todo nos lo entregan.
Por las manos que abren somos ricos
y en el regazo, Tierra, de este mundo
dejando van sin pausa
novísimos presentes: diferencias.
¿Flor?  Flores. ¡Qué sinfín de flores, flor!
Todo, en lo igual, distinto: primavera.
Cuando se ve la Tierra amanecerse
se siente más feliz.  La luz que llega
a estrecharle las obras que este día
la acrece su plural. ¡Es más diversa!El cero cae sobre ellas.
Ya no las veo, a las muchas,
las bellísimas, deshechas,
en esa desgarradora
unidad que las confunde,
en la nada, en la escombrera.
Por el escombro busco yo a mis muertos;
más me duele su ser tan invisibles.
Nadie los ve: lo que se ve son formas
truncas; prodigios eran, singulares,
que retornan, vencidos, a su piedra.
Muertos añosos, muertos a lo lejos,
cadáveres perdidos,
en ignorado osario perfecciona
la Tierra, lentamente, su esqueleto.
Su muerte fue hace mucho.  Esperanzada
en no morir, su muerte. Ánima dieron
a masas que yacían en canteras.
Muchas piedras llenaron de temblores.
Mineral que camina hacia la imagen,
misteriosa tibieza, ya corriendo
por las vetas del mármol,
cuando, curva tras curva, se le empuja
hacia su más, a ser pecho de ninfa.
Piedra que late así con un latido
de carne que no es suya, entra en el juego
-ruleta son las horas y los días-:
el jugarse a la nada, o a lo eterno
el caudal de sus formas confiado:
el alma de los hombres, sus autores.
Si es su bulto de carne fugitivo,
ella queda detrás, la salvadora
roca, hija de sus manos, fidelísima,
que acepta con marmóreo silencio
augusto compromiso: eternizarlos.
Menos morir, morir así: transbordo
de una carne terrena a bajel pétreo
que zarpa, sin más aire que le impulse
que un soplo, al expirar, último aliento.
Travesía que empieza, rumbo a siempre;
la brújula no sirve, hay otro norte
que no confía a mapas su secreto;
misteriosos pilotos invisibles,
desde tumbas los guían, mareantes
por aguja de fe, según luceros.
Balsa de dioses, ánfora.
Naves de salvación con un polícromo
velamen de vidrieras, y sus cuentos
mármol, que flota porque vista de Venus.
Naos prodigiosas, sin cesar hendiendo
inmóviles, con proas tajadoras
auroras y crepúsculos, espumas
del tumbo de los años; años, olas
por los siglos alzándose y rompiendo.
Peripecia suprema día y noche,
navegar tesonero
empujado por racha que no atregua:
negación del morir, ansia de vida,
dando sus velas, piedras, a los vientos.
Armadas extrañísimas de afanes,
galeras, no de vivos, no de muertos,
tripulaciones de querencias puras,
incansables remeros,
cada cual con su remo, lo que hizo,
soñando en recalar en la celeste
ensenada segura, la que está
detrás, salva, del tiempo.¡Y todos, ahora, todos,
qué naufragio total, en este escombro!
No tibios, no despedazados miembros
me piden compasión, desde la ruina:
de carne antigua voz antigua, oigo.
Desgarrada blancura, torso abierto,
aquí, a mis pies, informe.
Fue ninfa geométrica, columna.
El corazón que acaban de matarle,
Leucipo, pitagórico,
calculador de sueños, arquitecto,
de su pecho lo fue pasando a mármoles.
Y así, edad tras edad, en estas cándidas
hijas de su diseño
su vivir se salvó.  Todo invisible,
su pálpito y su fuego.
Y ellas abstractos bultos se fingían,
pura piedra, columnas sin misterio.
Más duelo, más allá: serafín trunco,
ángel a trozos, roto mensajero.
Quebrada en seis pedazos
sonrisa, que anunciaba, por el suelo.
Entre el polvo guedejas
de rubia piedra, pelo tan sedeño
que el sol se lo atusaba a cada aurora
con sus dedos primeros.
Alas yacen usadas a lo altísimo,
en barro acaba su plumaje célico.
(A estas plumas del ángel desalado
encomendó su vuelo
sobre los siglos el hermano Pablo,
dulce monje cantero).
Sigo escombro adelante, solo, solo.
Hollando voy los restos
de tantas perfecciones abolidas.
Años, siglos, por siglos acudieron
aquí, a posarse en ellas; rezumaban
arcillas o granitos,
linajes de humedad, frescor edénico.
No piso la materia; en su pedriza
piso al mayor dolor, tiempo deshecho.
Tiempo divino que llegó a ser tiempo
poco a poco, mañana tras su aurora,
mediodía camino de su véspero,
estío que se junta con otoño,
primaveras sumadas al invierno.
Años que nada saben de sus números,
llegándose, marchándose sin prisa,
sol que sale, sol puesto,
artificio diario, lenta rueda
que va subiendo al hombre hasta su cielo.
Piso añicos de tiempo.
Camino sobre anhelos hechos trizas,
sobre los días lentos
que le costó al cincel llegar al ángel;
sobre ardorosas noches,
con el ardor ardidas del desvelo
que en la alta madrugada da, por fin,
con el contorno exacto de su empeño...
Hollando voy las horas jubilares:
triunfo, toque final, remate, término
cuando ya, por constancia o por milagro,
obra se acaba que empezó proyecto.
Lo que era suma en un instante es polvo.
¡Qué derroche de siglos, un momento!
No se derrumban piedras, no, ni imágenes;
lo que se viene abajo es esa hueste
de tercos defensores de sus sueños.
Tropa que dio batalla a las milicias
mudas, sin rostro, de la nada; ejército
que matando a un olvido cada día
conquistó lentamente los milenios.
Se abre por fin la tumba a que escaparon;
les llega aquí la muerte de que huyeron.
Ya encontré mi cadáver, el que lloro.
Cadáver de los muertos que vivían
salvados de sus cuerpos pasajeros.
Un gran silencio en el vacío oscuro,
un gran polvo de obras, triste incienso,
canto inaudito, funeral sin nadie.
Yo sólo le recuerdo, al impalpable,
al NO dicho a la muerte, sostenido
contra tiempo y marea: ése es el muerto.
Soy la sombra que busca en la escombrera.
Con sus siete dolores cada una
mil soledades vienen a mi encuentro.
Hay un crucificado que agoniza
en desolado Gólgota de escombros,
de su cruz separado, cara al cielo.
Como no tiene cruz parece un hombre.
Pero aúlla un perro, un infinito perro
-inmenso aullar nocturno ¿desde dónde?-,
voz clamante entre ruinas por su Dueño.
En el alba de callados venenos
amanecemos serpientes.

Amanecemos piedras,
raíces obstinadas,
sed descarnada, labios minerales.

La luz en estas horas es acero,
es el desierto labio del desprecio.
Si yo toco mi cuerpo soy herido
por rencorosas púas.
Fiebre y jadeo de lentas horas áridas,
miserables raíces atadas a las piedras.

Bajo esta luz de llanto congelado
el henequén, inmóvil y rabioso,
en sus índices verdes
hace visible lo que nos remueve,
el callado furor que nos devora.

En su cólera quieta,
en su tenaz verdor ensimismado,
la muerte en que crecemos se hace espada
y lo que crece y vive y muere
se hace lenta venganza de lo inmóvil.

Cuando la luz extiende su dominio
e inundan blancas olas a la tierra,
blancas olas temblantes que nos ciegan,
y el puño del calor nos niega labios,
un fuego verde cerca al henequén,
muralla viva que devora y quema
al otro fuego que en el aire habita.
Invisible cadena, mortal soplo
que aniquila la sed de que renace.

Nada sino la luz. No hay nada, nada
sino la luz contra la luz rabiosa,
donde la luz se rompe, se desangra
en oleaje estéril, sin espuma.

El agua suena. Sueña.
El agua intocable en tu tumba de piedra,
sin salida en su tumba de aire.
El agua ahorcada,
el agua subterránea,
de húmeda lengua humilde, encarcelada.
El agua secreta en su tumba de piedra
sueña invisible en su tumba de agua.

A las seis de la tarde
alza la tierra un vaho blanquecino.
Vuelan pájaros mudos, barro helado.
Arrasen nubes crueles el cielo sin orillas.

Pero en la noche el agua gime.
Un cielo de metal
oprime pecho y venas
y tiembla en el ahogo el horizonte.
El agua gime entre sus negros hierros.
El hombre corre de la muerte al sueño.

El henequén vigila cielo y tierra.
Es la venganza de la tierra,
la mano de los hombres contra el cielo.
¿Qué tierra es ésta?,
¿qué extraña violencia alimenta
en su cáscara pétrea?
¿qué fría obstinación,
años de fuego frío,
petrificada saliva persistente,
acumulando lentamente un jugo,
una fibra, una púa?

Una región que existe
antes que sobre el mundo alzara el aire
su bandera de fuego y el agua sus cristales;
una región de piedra
nacida antes del nacimiento mismo de la muerte,
una región, un párpado de fiebre,
unos labios sin sueño
que recorre sin término la sed,
como el mar a las lajas en las costas desiertas.

La tierra sólo da su flor funesta,
su espada vegetal.
Su crecimiento rige
la vida de los hombres.
Por sus fibras crueles
corre una sed de arena
trepando desde sótanos ciegos,
duras capas de olvido donde el tiempo no existe.

Furiosos años lentos, concentrados,
como no derramada, oculta lágrima,
brotando al fin sombríos
en un verdor ensimismado,
rasgando el aire, pulpa, ahogo,
blanda carne invisible y asfixiada.
Al cabo de veinticinco amargos años
alza una flor sola, roja y quieta.
Una vara ****** la levanta
y queda entre los aires, isla inmóvil,
petrificada espuma silenciosa.

Oh esplendor vengativo,
única llama de este infierno seco,
¿tanta fiebre acallada,
surge en tu llama rígida, desnuda,
para cantar, sólo, tu muerte?
¡Si yo pudiera,
en esta orilla que la sed ilumina,
cantar al hombre que la habita y la puebla,
cantar al hombre que su sed aniquila!

Al hombre húmedo y persistente como lluvia,
al hombre como un árbol hermoso y ultrajado
que arranca su nacimiento al llanto,
al hombre como un río entre las llamas,
como un pájaro semejante a un relámpago.
Al hombre entre sus fines y sus frutos.

Los frutos de la tierra son los fines del hombre.
Mezcla su sal henchida con las sales terrestres
y esa sal es más tierna que la sal de los mares:
le dio Adán, con su sangre, su orgulloso castigo.

¡Si pudiera cantar
al hombre que vive bajo esta piel amarga!
El nacimiento,
el espanto nocturno,
la vasta mano que puebla y despuebla la tierra.

Entre el primer silencio y el postrero,
entre la piedra y la flor,
tú caminas. Te ciñe un pulso aéreo,
un silencio flotante,
como fuga de sangre, como humo,
como agua que olvida.

Llamas petrificadas te sostienen.
Caminas entre espadas,
casi invisible
bajo el temblor del cielo liso,
con un paso, un solo paso tierno,
un leve paso de animal que huye.

Tú caminas. Tú duermes. Tú fornicas.
Tú danzas, bebes, sueñas.
Sueñas en otros labios que prolonguen tu sueño.

Alguien te sueña, solo.
Tu nombre, polvo, piedra,
en el polvo sediento precipita su ruina.

Mas no es el ritmo oscuro del planeta,
el renacer de cada día,
el remorir de cada noche,
lo que te mueve por la tierra.
¡Oh rueda del dinero,
que ni te palpa ni te roza
y te deshace cada día!

Ángel de tierra y sueño,
agua remota que se ignora,
oh condenado,
oh inocente,
oh bestia pura entre las horas del dinero,
entre esas horas que no son nuestras nunca,
por esos pasadizos de tedio devorante
donde el tiempo se para y se desangra.

¡El mágico dinero!
Invisible y vacío,
es la señal y el signo,
la palabra y la sangre,
el misterio y la cifra,
la espada y el anillo.

Es el agua y el polvo,
la lluvia, el sol amargo,
la nube que crea el mar solitario
y el fuego que consume los aires.
Es la noche y el día:
la eternidad sola y adusta
mordiéndose la cola.

El hermoso dinero da el olvido,
abre las puertas de la música,
cierra las puertas al deseo.
La muerte no es la muerte: es una sombra,
un sueño que el dinero no sueña.

¡El mágico dinero!
Sobre los huesos se levanta,
sobre los huesos de los hombres se levanta.

Pasas como una flor por este infierno estéril,
hecho sólo del tiempo encadenado,
carrera maquinal, rueda vacía
que nos exprime y deshabita,
y nos seca la sangre,
y el lugar de las lágrimas nos mata.

Porque el dinero es infinito y crea desiertos infinitos.
Dame, llama invisible, espada fría,
tu persistente cólera,
para acabar con todo,
oh mundo seco,
oh mundo desangrado,
para acabar con todo.

Arde, sombrío, arde sin llamas,
apagado y ardiente,
ceniza y piedra viva,
desierto sin orillas.

Arde en el vasto cielo, laja y nube,
bajo la ciega luz que se desploma
entre estériles peñas.

Arde en la soledad que nos deshace,
tierra de piedra ardiente,
de raíces heladas y sedientas.

Arde, furor oculto,
ceniza que enloquece,
arde invisible, arde
como el mar impotente engendra nubes,
olas como el rencor y espumas pétreas.
Entre mis huesos delirantes, arde;
arde dentro del aire hueco,
horno invisible y puro;
arde como arde el tiempo,
como camina el tiempo entre la muerte,
con sus mismas pisadas y su aliento;
arde como la soledad que te devora,
arde en ti mismo, ardor sin llama,
soledad sin imagen, sed sin labios.
Para acabar con todo,
oh mundo seco,
para acabar con todo.
Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas (ayer
maestro de gay-saber,
aprendiz de ruiseñor),
en un pueblo húmedo y frío,
destartalado y sombrío,
entre andaluz y manchego.Invierno. Cerca del fuego.
Fuera llueve un agua fina,
que ora se trueca en neblina,
ora se torna aguanieve.Fantástico labrador,
pienso en los campos.¡Señor
qué bien haces!  Llueve, llueve
tu agua constante y menuda
sobre alcaceles y habares,
tu agua muda,
en viñedos y olivares.Te bendecirán conmigo
los sembradores del trigo;
los que viven de coger
la aceituna;
los que esperan la fortuna
de comer;
los que hogaño,
como antaño,
tienen toda su moneda
en la rueda,
traidora rueda del año.¡Llueve, llueve; tu neblina
que se torne en aguanieve,
y otra vez en agua fina!¡Llueve, Señor, llueve, llueve!   En mi estancia, iluminada
por esta luz invernal
-la tarde gris tamizada
por la lluvia y el cristal-,
sueño y medito.                 Clarea
el reloj arrinconado,
y su tic-tic, olvidado
por repetido, golpea.Tic-tic, tic-tic... Ya te he oído.
Tic-tic, tic-tic... Siempre igual,
monótono y aburrido.Tic-tic, tic-tic, el latido
de un corazón de metal.En estos pueblos, ¿se escucha
el latir del tiempo?  No.En estos pueblos se lucha
sin tregua con el reló,
con esa monotonía
que mide un tiempo vacío.Pero ¿tu hora es la mía?
¿Tu tiempo, reloj, el mío?(Tic-tic, tic-tic...) Era un día
(Tic-tic, tic-tic) que pasó,
y lo que yo más quería
la muerte se lo llevó.   Lejos suena un clamoreo
de campanas...Arrecia el repiqueteo
de la lluvia en las ventanas.Fantástico labrador,
vuelvo a mis campos. ¡Señor,
cuánto te bendecirán
los sembradores del pan!Señor, ¿no es tu lluvia ley,
en los campos que ara el buey,
y en los palacios del rey?¡Oh, agua buena, deja vida
en tu huida!¡Oh, tú, que vas gota a gota,
fuente a fuente y río a río,
como este tiempo de hastío
corriendo a la mar remota,
en cuanto quiere nacer,
cuanto espera
florecer
al sol de la primavera,
sé piadosa,
que mañana
serás espiga temprana,
prado verde, carne rosa,
y más: razón y locura
y amargura
de querer y no poder
creer, creer y creer!   Anochece;
el hilo de la bombilla
se enrojece,
luego brilla,
resplandece
poco más que una cerilla.Dios sabe dónde andarán
mis gafas... entre librotes
revistas y papelotes,
¿quién las encuentra?... Aquí están.Libros nuevos. Abro uno
de Unamuno.¡Oh, el dilecto,
predilecto
de esta España que se agita,
porque nace o resucita!Siempre te ha sido, ¡oh Rector
de Salamanca!, leal
este humilde profesor
de un instituto rural.Esa tu filosofía
que llamas diletantesca,
voltaria y funambulesca,
gran don Miguel, es la mía.Agua del buen manantial,
siempre viva,
fugitiva;
poesía, cosa cordial.¿Constructora?-No hay cimiento
ni en el alma ni en el viento-.Bogadora,
marinera,
hacia la mar sin ribera.Enrique Bergson: Los datos
inmediatos
de la conciencia. ¿Esto es
otro embeleco francés?Este Bergson es un tuno;
¿verdad, maestro Unamuno?Bergson no da como aquel
Immanuel
el volatín inmortal;
este endiablado judío
ha hallado el libre albedrío
dentro de su mechinal.No está mal;
cada sabio, su problema,
y cada loco, su tema.Algo importa 
que en la vida mala y corta
que llevamos
libres o siervos seamos:
mas, si vamos
a la mar,
lo mismo nos ha de dar.¡Oh, estos pueblos!  Reflexiones,
lecturas y acotaciones
pronto dan en lo que son:
bostezos de Salomón.¿Todo es
soledad de soledades.
vanidad de vanidades,
que dijo el Eciesiastés?Mi paraguas, mi sombrero,
mi gabán...El aguacero
amaina...Vámonos, pues.   Es de noche. Se platica
al fondo de una botica.-Yo no sé,
don José,
cómo son los liberales
tan perros, tan inmorales.-¡Oh, tranquilícese usté!
Pasados los carnavales,
vendrán los conservadores,
buenos administradores
de su casa.Todo llega y todo pasa.
Nada eterno:
ni gobierno
que perdure,
ni mal que cien años dure.-Tras estos tiempos vendrán
otros tiempos y otros y otros,
y lo mismo que nosotros
otros se jorobarán.Así es la vida, don Juan.-Es verdad, así es la vida.
-La cebada está crecida.
-Con estas lluvias...
                    Y van
las habas que es un primor.
-Cierto; para marzo, en flor.
Pero la escarcha, los hielos...
-Y, además, los olivares
están pidiendo a los cielos
aguas a torrentes.
                  -A mares.¡Las fatigas, los sudores
que pasan los labradores!En otro tiempo...
                  Llovía
también cuando Dios quería.-Hasta mañana, señores.
  Tic-tic, tic-tic... Ya pasó
un día como otro día,
dice la monotonía
del reloj.   Sobre mi mesa Los datos
de la conciencia, inmediatos.No está mal
este yo fundamental,
contingente y libre, a ratos,
creativo, original;
este yo que vive y siente
dentro la carne mortal
¡ay! por saltar impaciente
las bardas de su corral.
Por el East River y el Bronx
los muchachos cantan enseñando sus cinturas,
con la rueda, el aceite, el cuero y el martillo.
Noventa mil mineros sacaban la plata de las rocas
y los niños dibujaban escaleras y perspectivas.Pero ninguno se dormía,
ninguno quería ser el río,
ninguno amaba las hojas grandes,
ninguno la lengua azul de la playa.Por el East River y el Queensborough
los muchachos luchaban con la industria,
y los judíos vendían al fauno del río
la rosa de la circuncisión
y el cielo desembocaba por los puentes y los tejados
manadas de bisontes empujadas por el viento.Pero ninguno se detenía,
ninguno quería ser nube,
ninguno buscaba los helechos
ni la rueda amarilla del tamboril.Cuando la luna salga
las poleas rodarán para turbar el cielo;
un límite de agujas cercará la memoria
y los ataúdes se llevarán a los que no trabajan.Nueva York de cieno,
Nueva York de alambres y de muerte.
¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?
¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo?
¿Quién el sueño terrible de sus anémonas manchadas?Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el **** atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid
y amante de los cuerpos bajo la burda tela.
Ni un solo momento, hermosura viril
que en montes de carbón, anuncios y ferrocarriles,
soñabas ser un río y dormir como un río
con aquel camarada que pondría en tu pecho
un pequeño dolor de ignorante leopardo.Ni un sólo momento, Adán de sangre, macho,
hombre solo en el mar, viejo hermoso Walt Whitman,
porque por las azoteas,
agrupados en los bares,
saliendo en racimos de las alcantarillas,
temblando entre las piernas de los chauffeurs
o girando en las plataformas del ajenjo,
los maricas, Walt Whitman, te soñaban.¡También ese! ¡También!  Y se despeñan
sobre tu barba luminosa y casta,
rubios del norte, negros de la arena,
muchedumbres de gritos y ademanes,
como gatos y como las serpientes,
los maricas, Walt Whitman, los maricas
turbios de lágrimas, carne para fusta,
bota o mordisco de los domadores.¡También ése! ¡También!  Dedos
teñidos
apuntan a la orilla de tu sueño
cuando el amigo come tu manzana
con un leve sabor de gasolina
y el sol canta por los ombligos
de los muchachos que juegan bajo los puentes.Pero tú no buscabas los ojos arañados,
ni el pantano oscurísimo donde sumergen a los niños,
ni la saliva helada,
ni las curvas heridas como panza de sapo
que llevan los maricas en coches y terrazas
mientras la luna los azota por las esquinas del terror.Tú buscabas un desnudo que fuera como un río,
toro y sueño que junte la rueda con el alga,
padre de tu agonía, camelia de tu muerte,
y gimiera en las llamas de tu ecuador oculto.Porque es justo que el hombre no busque su deleite
en la selva de sangre de la mañana próxima.
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.Agonía agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.Puede el hombre, si quiere, conducir su deseo
por vena de coral o celeste desnudo.
Mañana los amores serán rocas y el Tiempo
una brisa que viene dormida por las ramas.Por eso no levanto mi voz, viejo Walt Whítman,
entra el niño que escribe
nombre de niña en su almohada,
ni contra el muchacho que se viste de novia
en la oscuridad del ropero,
ni contra los solitarios de los casinos
que beben con asco el agua de la prostitución,
ni contra los hombres de mirada verde
que aman al hombre y queman sus labios en silencio.
Pero sí contra vosotros, maricas de las ciudades,
de carne tumefacta y pensamiento inmundo,
madres de lodo, arpías, enemigos sin sueño
del Amor que reparte coronas de alegría.Contra vosotros siempre, que dais a los muchachos
gotas de sucia muerte con amargo veneno.
Contra vosotros siempre,
Faeries de Norteamérica,
Pájaros de la Habana,
Jotos de Méjico,
Sarasas de Cádiz,
Apios de Sevilla,
Cancos de Madrid,
Floras de Alicante,
Adelaidas de Portugal.¡Maricas de todo el mundo, asesinos de palomas!
Esclavos de la mujer, perras de sus tocadores,
abiertos en las plazas con fiebre de abanico
o emboscadas en yertos paisajes de cicuta.¡No haya cuartel!  La muerte
mana de vuestros ojos
y agrupa flores grises en la orilla del cieno.
¡No haya cuartel! ¡Alerta!
Que los confundidos, los puros,
los clásicos, los señalados, los suplicantes
os cierren las puertas de la bacanal.Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson
con la barba hacia el polo y las manos abiertas.
Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando
camaradas que velen tu gacela sin cuerpo.
Duerme, no queda nada.
Una danza de muros agita las praderas
y América se anega de máquinas y llanto.
Quiero que el aire fuerte de la noche más honda
quite flores y letras del arco donde duermes
y un niño ***** anuncie a los blancos del oro
la llegada del reino de la espiga.
Oídos con el alma,
pasos mentales más que sombras,
sombras del pensamiento más que pasos,
por el camino de ecos
que la memoria inventa y borra:
sin caminar caminan
sobre este ahora, puente
tendido entre una letra y otra.
Como llovizna sobre brasas
dentro de mí los pasos pasan
hacia lugares que se vuelven aire.
Nombres: en una pausa
desaparecen, entre dos palabras.
El sol camina sobre los escombros
de lo que digo, el sol arrasa los parajes
confusamente apenas
amaneciendo en esta página,
el sol abre mi frente,
                                        balcón al voladero
dentro de mí.

                            Me alejo de mí mismo,
sigo los titubeos de esta frase,
senda de piedras y de cabras.
Relumbran las palabras en la sombra.
Y la negra marea de las sílabas
cubre el papel y entierra
sus raíces de tinta
en el subsuelo del lenguaje.
Desde mi frente salgo a un mediodía
del tamaño del tiempo.
El asalto de siglos del baniano
contra la vertical paciencia de la tapia
es menos largo que esta momentánea
bifurcación del pesamiento
entre lo presentido y lo sentido.
Ni allá ni aquí: por esa linde
de duda, transitada
sólo por espejeos y vislumbres,
donde el lenguaje se desdice,
voy al encuentro de mí mismo.
La hora es bola de cristal.
Entro en un patio abandonado:
aparición de un fresno.
Verdes exclamaciones
del viento entre las ramas.
Del otro lado está el vacío.
Patio inconcluso, amenazado
por la escritura y sus incertidumbres.
Ando entre las imágenes de un ojo
desmemoriado. Soy una de sus imágenes.
El fresno, sinuosa llama líquida,
es un rumor que se levanta
hasta volverse torre hablante.
Jardín ya matorral: su fiebre inventa bichos
que luego copian las mitologías.
Adobes, cal y tiempo:
entre ser y no ser los pardos muros.
Infinitesimales prodigios en sus grietas:
el hongo duende, vegetal Mitrídates,
la lagartija y sus exhalaciones.
Estoy dentro del ojo: el pozo
donde desde el principio un niño
está cayendo, el pozo donde cuento
lo que tardo en caer desde el principio,
el pozo de la cuenta de mi cuento
por donde sube el agua y baja
mi sombra.

                        El patio, el muro, el fresno, el pozo
en una claridad en forma de laguna
se desvanecen. Crece en sus orillas
una vegetación de transparencias.
Rima feliz de montes y edificios,
se desdobla el paisaje en el abstracto
espejo de la arquitectura.
Apenas dibujada,
suerte de coma horizontal (-)
entre el cielo y la tierra,
una piragua solitaria.
Las olas hablan nahua.
Cruza un signo volante las alturas.
Tal vez es una fecha, conjunción de destinos:
el haz de cañas, prefiguración del brasero.
El pedernal, la cruz, esas llaves de sangre
¿alguna vez abrieron las puertas de la muerte?
La luz poniente se demora,
alza sobre la alfombra simétricos incendios,
vuelve llama quimérica
este volumen lacre que hojeo
(estampas: los volcanes, los cúes y, tendido,
manto de plumas sobre el agua,
Tenochtitlán todo empapado en sangre).
Los libros del estante son ya brasas
que el sol atiza con sus manos rojas.
Se rebela el lápiz a seguir el dictado.
En la escritura que la nombra
se eclipsa la laguna.
Doblo la hoja. Cuchicheos:
me espían entre los follajes
de las letras.

                          Un charco es mi memoria.
Lodoso espejo: ¿dónde estuve?
Sin piedad y sin cólera mis ojos
me miran a los ojos
desde las aguas turbias de ese charco
que convocan ahora mis palabras.
No veo con los ojos: las palabras
son mis ojos. vivimos entre nombres;
lo que no tiene nombre todavía
no existe: Adán de lodo,
No un muñeco de barro, una metáfora.
Ver al mundo es deletrearlo.
Espejo de palabras: ¿dónde estuve?
Mis palabras me miran desde el charco
de mi memoria. Brillan,
entre enramadas de reflejos,
nubes varadas y burbujas,
sobre un fondo del ocre al brasilado,
las sílabas de agua.
Ondulación de sombras, visos, ecos,
no escritura de signos: de rumores.
Mis ojos tienen sed. El charco es senequista:
el agua, aunque potable, no se bebe: se lee.
Al sol del altiplano se evaporan los charcos.
Queda un polvo desleal
y unos cuantos vestigios intestados.
¿Dónde estuve?

                                  Yo estoy en donde estuve:
entre los muros indecisos
del mismo patio de palabras.
Abderramán, Pompeyo, Xicoténcatl,
batallas en el Oxus o en la barda
con Ernesto y Guillermo. La mil hojas,
verdinegra escultura del murmullo,
jaula del sol y la centella
breve del chupamirto: la higuera primordial,
capilla vegetal de rituales
polimorfos, diversos y perversos.
Revelaciones y abominaciones:
el cuerpo y sus lenguajes
entretejidos, nudo de fantasmas
palpados por el pensamiento
y por el tacto disipados,
argolla de la sangre, idea fija
en mi frente clavada.
El deseo es señor de espectros,
somos enredaderas de aire
en árboles de viento,
manto de llamas inventado
y devorado por la llama.
La hendedura del tronco:
****, sello, pasaje serpentino
cerrado al sol y a mis miradas,
abierto a las hormigas.

La hendedura fue pórtico
del más allá de lo mirado y lo pensado:
allá dentro son verdes las mareas,
la sangre es verde, el fuego verde,
entre las yerbas negras arden estrellas verdes:
es la música verde de los élitros
en la prístina noche de la higuera;
-allá dentro son ojos las yemas de los dedos,
el tacto mira, palpan las miradas,
los ojos oyen los olores;
-allá dentro es afuera,
es todas partes y ninguna parte,
las cosas son las mismas y son otras,
encarcelado en un icosaedro
hay un insecto tejedor de música
y hay otro insecto que desteje
los silogismos que la araña teje
colgada de los hilos de la luna;
-allá dentro el espacio
en una mano abierta y una frente
que no piensa ideas sino formas
que respiran, caminan, hablan, cambian
y silenciosamente se evaporan;
-allá dentro, país de entretejidos ecos,
se despeña la luz, lenta cascada,
entre los labios de las grietas:
la luz es agua, el agua tiempo diáfano
donde los ojos lavan sus imágenes;
-allá dentro los cables del deseo
fingen eternidades de un segundo
que la mental corriente eléctrica
enciende, apaga, enciende,
resurrecciones llameantes
del alfabeto calcinado;
-no hay escuela allá dentro,
siempre es el mismo día, la misma noche siempre,
no han inventado el tiempo todavía,
no ha envejecido el sol,
esta nieve es idéntica a la yerba,
siempre y nunca es lo mismo,
nunca ha llovido y llueve siempre,
todo está siendo y nunca ha sido,
pueblo sin nombre de las sensaciones,
nombres que buscan cuerpo,
impías transparencias,
jaulas de claridad donde se anulan
la identidad entre sus semejanzas,
la diferencia en sus contradicciones.
La higuera, sus falacias y su sabiduría:
prodigios de la tierra
-fidedignos, puntuales, redundantes-
y la conversación con los espectros.
Aprendizajes con la higuera:
hablar con vivos y con muertos.
También conmigo mismo.

                                                    La procesión del
año:
cambios que son repeticiones.
El paso de las horas y su peso.
La madrugada: más que luz, un vaho
de claridad cambiada en gotas grávidas
sobre los vidrios y las hojas:
el mundo se atenúa
en esas oscilantes geometrías
hasta volverse el filo de un reflejo.
Brota el día, prorrumpe entre las hojas
gira sobre sí mismo
y de la vacuidad en que se precipita
surge, otra vez corpóreo.
El tiempo es luz filtrada.
Revienta el fruto *****
en encarnada florescencia,
la rota rama escurre savia lechosa y acre.
Metamorfosis de la higuera:
si el otoño la quema, su luz la transfigura.
Por los espacios diáfanos
se eleva descarnada virgen negra.
El cielo es giratorio
lapizlázuli:          
viran au ralenti, sus
continentes,
insubstanciales geografías.
Llamas entre las nieves de las nubes.
La tarde más y más es miel quemada.
Derrumbe silencioso de horizontes:
la luz se precipita de las cumbres,
la sombra se derrama por el llano.

A la luz de la lámpara -la noche
ya dueña de la casa y el fantasma
de mi abuelo ya dueño de la noche-
yo penetraba en el silencio,
cuerpo sin cuerpo, tiempo
sin horas. Cada noche,
máquinas transparentes del delirio,
dentro de mí los libros levantaban
arquitecturas sobre una sima edificadas.
Las alza un soplo del espíritu,
un parpadeo las deshace.
Yo junté leña con los otros
y lloré con el humo de la pira
del domador de potros;
vagué por la arboleda navegante
que arrastra el Tajo turbiamente verde:
la líquida espesura se encrespaba
tras de la fugitiva Galatea;
vi en racimos las sombras agolpadas
para beber la sangre de la zanja:
mejor quebrar terrones
por la ración de perro del
labrador avaro
que regir las naciones pálidas
de los muertos;
tuve sed, vi demonios en el Gobi;
en la gruta nadé con la sirena
(y después, en el sueño purgativo,
fendendo i drappi, e mostravami'l
ventre,
quel mí svegliò col
puzzo che n'nuscia);
grabé sobre mi tumba imaginaria:
no muevas esta lápida,
soy rico sólo en huesos;
aquellas memorables
pecosas peras encontradas
en la cesta verbal de Villaurrutia;
Carlos Garrote, eterno medio hermano,
Dios te salve, me dijo al
derribarme
y era, por los espejos del insomnio
repetido, yo mismo el que me hería;
Isis y el asno Lucio; el pulpo y Nemo;
y los libros marcados por las armas de Príapo,
leídos en las tardes diluviales
el cuerpo tenso, la mirada intensa.
Nombres anclados en el golfo
de mi frente: yo escribo porque el druida,
bajo el rumor de sílabas del himno,
encina bien plantada en una página,
me dio el gajo de muérdago, el conjuro
que hace brotar palabras de la peña.
Los nombres acumulan sus imágenes.
Las imágenes acumulan sus gaseosas,
conjeturales confederaciones.
Nubes y nubes, fantasmal galope
de las nubes sobre las crestas
de mi memoria. Adolescencia,
país de nubes.

                            Casa grande,
encallada en un tiempo
azolvado. La plaza, los árboles enormes
donde anidaba el sol, la iglesia enana
-su torre les llegaba a las rodillas
pero su doble lengua de metal
a los difuntos despertaba.
Bajo la arcada, en garbas militares,
las cañas, lanzas verdes,
carabinas de azúcar;
en el portal, el tendejón magenta:
frescor de agua en penumbra,
ancestrales petates, luz trenzada,
y sobre el zinc del mostrador,
diminutos planetas desprendidos
del árbol meridiano,
los tejocotes y las mandarinas,
amarillos montones de dulzura.
Giran los años en la plaza,
rueda de Santa Catalina,
y no se mueven.

                                Mis palabras,
al hablar de la casa, se agrietan.
Cuartos y cuartos, habitados
sólo por sus fantasmas,
sólo por el rencor de los mayores
habitados. Familias,
criaderos de alacranes:
como a los perros dan con la pitanza
vidrio molido, nos alimentan con sus odios
y la ambición dudosa de ser alguien.
También me dieron pan, me dieron tiempo,
claros en los recodos de los días,
remansos para estar solo conmigo.
Niño entre adultos taciturnos
y sus terribles niñerías,
niño por los pasillos de altas puertas,
habitaciones con retratos,
crepusculares cofradías de los ausentes,
niño sobreviviente
de los espejos sin memoria
y su pueblo de viento:
el tiempo y sus encarnaciones
resuelto en simulacros de reflejos.
En mi casa los muertos eran más que los vivos.
Mi madre, niña de mil años,
madre del mundo, huérfana de mí,
abnegada, feroz, obtusa, providente,
jilguera, perra, hormiga, jabalina,
carta de amor con faltas de lenguaje,
mi madre: pan que yo cortaba
con su propio cuchillo cada día.
Los fresnos me enseñaron,
bajo la lluvia, la paciencia,
a cantar cara al viento vehemente.
Virgen somnílocua, una tía
me enseñó a ver con los ojos cerrados,
ver hacia dentro y a través del muro.
Mi abuelo a sonreír en la caída
y a repetir en los desastres: al
hecho, pecho.
(Esto que digo es tierra
sobre tu nombre derramada: blanda te
sea.)
Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablamos siempre de otras cosas.
Mientras la casa se desmoronaba
yo crecía. Fui (soy) yerba, maleza
entre escombros anónimos.

                                                Días
como una frente libre, un libro abierto.
No me multiplicaron los espejos
codiciosos que vuelven
cosas los hombres, número las cosas:
ni mando ni ganancia. La santidad tampoco:
el cielo para mí pronto fue un cielo
deshabitado, una hermosura hueca
y adorable. Presencia suficiente,
cambiante: el tiempo y sus epifanías.
No me habló dios entre las nubes:
entre las hojas de la higuera
me habló el cuerpo, los cuerpos de mi cuerpo.
Encarnaciones instantáneas:
tarde lavada por la lluvia,
luz recién salida del agua,
el vaho femenino de las plantas
piel a mi piel pegada: ¡súcubo!
-como si al fin el tiempo coincidiese
consigo mismo y yo con él,
como si el tiempo y sus dos tiempos
fuesen un solo tiempo
que ya no fuese tiempo, un tiempo
donde siempre es ahora y a
todas horas siempre,
como si yo y mi doble fuesen uno
y yo no fuese ya.
Granada de la hora: bebí sol, comí tiempo.
Dedos de luz abrían los follajes.
Zumbar de abejas en mi sangre:
el blanco advenimiento.
Me arrojó la descarga
a la orilla más sola. Fui un extraño
entre las vastas ruinas de la tarde.
Vértigo abstracto: hablé conmigo,
fui doble, el tiempo se rompió.

Atónita en lo alto del minuto
la carne se hace verbo -y el verbo se despeña.
Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra,
es saberse mortal. Secreto a voces
y también secreto vacío, sin nada adentro:
no hay muertos, sólo hay muerte, madre nuestra.
Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:
el agua es fuego y en su tránsito
nosotros somos sólo llamaradas.
La muerte es madre de las formas…
El sonido, bastón de ciego del sentido:
escribo muerte y vivo en ella
por un instante. Habito su sonido:
es un cubo neumático de vidrio,
vibra sobre esta página,
desaparece entre sus ecos.
Paisajes de palabras:
los despueblan mis ojos al leerlos.
No importa: los propagan mis oídos.
Brotan allá, en las zonas indecisas
del lenguaje, palustres poblaciones.
Son criaturas anfibias, con palabras.
Pasan de un elemento a otro,
se bañan en el fuego, reposan en el aire.
Están del otro lado. No las oigo, ¿qué dicen?
No dicen: hablan, hablan.

                                Salto de un cuento a otro
por un puente colgante de once sílabas.
Un cuerpo vivo aunque intangible el aire,
en todas partes siempre y en ninguna.
Duerme con los ojos abiertos,
se acuesta entre las yerbas y amanece rocío,
se persigue a sí mismo y habla solo en los túneles,
es un tornillo que perfora montes,
nadador en la mar brava del fuego
es invisible surtidor de ayes
levanta a pulso dos océanos,
anda perdido por las calles
palabra en pena en busca de sentido,
aire que se disipa en aire.
¿Y para qué digo todo esto?
Para decir que en pleno mediodía
el aire se poblaba de fantasmas,
sol acuñado en alas,
ingrávidas monedas, mariposas.
Anochecer. En la terraza
oficiaba la luna silenciaria.
La cabeza de muerto, mensajera
de las ánimas, la fascinante fascinada
por las camelias y la luz eléctrica,
sobre nuestras cabezas era un revoloteo
de conjuros opacos. ¡Mátala!
gritaban las mujeres
y la quemaban como bruja.
Después, con un suspiro feroz, se santiguaban.
Luz esparcida, Psiquis…

                                 
¿Hay mensajeros? Sí,
cuerpo tatuado de señales
es el espacio, el aire es invisible
tejido de llamadas y respuestas.
Animales y cosas se hacen lenguas,
a través de nosotros habla consigo mismo
el universo. Somos un fragmento
-pero cabal en su inacabamiento-
de su discurso. Solipsismo
coherente y vacío:
desde el principio del principio
¿qué dice? Dice que nos dice.
Se lo dice a sí mismo. Oh
madness of discourse,
that cause sets up with and against
itself!

Desde lo alto del minuto
despeñado en la tarde plantas fanerógamas
me descubrió la muerte.
Y yo en la muerte descubrí al lenguaje.
El universo habla solo
pero los hombres hablan con los hombres:
hay historia. Guillermo, Alfonso, Emilio:
el corral de los juegos era historia
y era historia jugar a morir juntos.
La polvareda, el grito, la caída:
algarabía, no discurso.
En el vaivén errante de las cosas,
por las revoluciones de las formas
y de los tiempos arrastradas,
cada una pelea con las otras,
cada una se alza, ciega, contra sí misma.
Así, según la hora cae desen-
lazada, su injusticia pagan. (Anaximandro.)
La injusticia de ser: las cosas sufren
unas con otras y consigo mismas
por ser un querer más, siempre ser más que más.
Ser tiempo es la condena, nuestra pena es la historia.
Pero también es el lug
Salamandra
                        (negra
armadura viste el fuego)
calorífero de combustión lenta
entre las fauces de la chimenea
-o mármol o ladrillo-
                                          tortuga estática
o agazapado guerrero japonés
y una u otro
                      -el martirio es reposo -
impasible en la tortura.

                                            Salamandra
nombre antiguo del fuego
y antídoto antiguo contra el fuego
y desollada planta sobre brasas
amiante amante amianto

Salamandra
                        en la ciudad abstracta
entre geometrías vertigiosas
-vidrio cemento piedra hierro-
formidables quimeras
levantadas por el cálculo
multiplicadas por el lucro
al flanco del muro anónimo
amapola súbita

                              Salamandra
garra amarilla
                            roja escritura
en la pared de sal
                                  garra de sol
sobre el montón de huesos

Salamandra
                        estrella caída
en el sinfín del ópalo sangriento
sepultada
bajo los párpados del sílex
niña perdida
en el túnel del ónix
en los círculos del basalto
enterrada semilla
                                  grano de energía
dormida en la médula del granito

Salamandra
                      niña dinametera
en el pecho azul y ***** del hierro
estallas como un sol
te abres como una herida
hablas como una fuente

Salamandra
                        espiga
hija del fuego
espíritu del fuego
condensación de la sangre
sublimación de la sangre
evaporación de la sangre

Salamandra de aire
la roca es llama
                              la llama es humo
vapor rojo
                  recta plegaria
alta palabra de alabanza
exclamación
                      corona de incendio
en la testa del himno
reina escarlata
(y muchacha de medias moradas
corriendo despeinada por el bosque)

Salamandra
                      animal taciturno
***** paño de lágrimas de azufre
(Un húmedo verano
entre las baldosas desunidas
de un patio petrificado por la luna
oí vibrar tu cola cilíndrica)

Salamandra caucásica
en la espalda cenicienta de la peña
aparece y desaparece
breve y negra lengüeta
moteada de azafrán

                          Salamandra
bicho ***** y brillante
escalofrío del musgo
devorador de insectos
heraldo diminuto del chubasco
y familiar de la centella
(Fecundación interna
reproducción ovípara
las crías viven en el agua
ya adultas nadan con torpeza)

Salamandra
Puente colgante entre las eras
puente de sangre fría
eje del movimiento
(Los cambios de la alpina
la especie más esbelta
se cumplen en el claustro de la madre
Entre los huevecillos se logran dos apenas
y hasta el alumbramiento
medran los embriones en un caldo nutricio
la masa fraternal de huevos abortados)

La salamandra española
montañesa negra y roja

No late el sol clavado en la mitad del cielo
no respira
no comienza la vida sin la sangre
sin la brasa del sacrificio
no se mueve la rueda de los días
Xólotl se niega a consumirse
se escondió en el maíz pero lo hallaron
se escondió en el maguey pero lo hallaron
cayó en el agua y fue el pez axólotl
el dos-seres
                        y "luego lo mataron"
Comenzó el movimiento anduvo el mundo
la procesión de fechas y de nombres
Xólotl el perro guía del infierno
el que desenterró los huesos de los padres
el que coció los huesos en la olla
el que encendió la lumbre de los años
el hacedor de hombres
Xólotl el penitente
el ojo reventado que llora por nosotros
Xólotl la larva de la mariposa
del doble de la Estrella
el caracol marino
la otra cara del Señor de la Aurora
Xólotl el ajolote

                            Salamandra
dardo solar
                    lámpara de la luna
columna del mediodía
nombre de mujer
balanza de la noche.
(El infinito peso de la luz
un adarme de sombra en tus pestañas)

Salamandra
                      llama negra
heliotropo
                    sol tú misma
y luna siempre en torno de ti misma
granada que se abre cada noche
astro fijo en la frente del cielo
y latido del mar y luz ya quieta
mente sobre el vaivén del mar abierta

Salamandria
saurio de unos ocho centímetros
vive en las grietas y es color de polvo

Salamandra de tierra y de agua
piedra verde en la boca de los muertos
piedra de encarnación
piedra de lumbre
sudor de la tierra
sal llameante y quemante
sal de la destrucción
y máscara de cal que consume los rostros

Salamandra de aire y de fuego
avispero de soles
roja palabra del principio

La salamandra es un lagarto
su lengua termina en un dardo
su cola termina en un dardo
Es inasible Es indecible
reposa sobre brasas
reina sobre tizones
Si en la llama se esculpe
su monumento incendia.
El fuego es su pasión es su paciencia

Salamadre                           Aguamadre
Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
  contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
  tan callando;
  cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
  da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
  fue mejor.

  Pues si vemos lo presente
cómo en un punto s'es ido
  e acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo non venido
  por passado.
  Non se engañe nadi, no,
pensando que ha de durar
  lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de passar
  por tal manera.

  Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
  qu'es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
  e consumir;
  allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
  e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
  e los ricos.

  Dexo las invocaciones
de los famosos poetas
  y oradores;
non curo de sus ficciones,
que traen yerbas secretas
  sus sabores.
  Aquél sólo m'encomiendo,
Aquél sólo invoco yo
  de verdad,
que en este mundo viviendo,
el mundo non conoció
  su deidad.

  Este mundo es el camino
para el otro, qu'es morada
  sin pesar;
mas cumple tener buen tino
para andar esta jornada
  sin errar.
  Partimos cuando nascemos,
andamos mientra vivimos,
  e llegamos
al tiempo que feneçemos;
assí que cuando morimos,
  descansamos.

  Este mundo bueno fue
si bien usásemos dél
  como debemos,
porque, segund nuestra fe,
es para ganar aquél
  que atendemos.
  Aun aquel fijo de Dios
para sobirnos al cielo
  descendió
a nescer acá entre nos,
y a vivir en este suelo
  do murió.

  Si fuesse en nuestro poder
hazer la cara hermosa
  corporal,
como podemos hazer
el alma tan glorïosa
  angelical,
  ¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
  e tan presta,
en componer la cativa,
dexándonos la señora
  descompuesta!

  Ved de cuán poco valor
son las cosas tras que andamos
  y corremos,
que, en este mundo traidor,
aun primero que muramos
  las perdemos.
  Dellas deshaze la edad,
dellas casos desastrados
  que acaeçen,
dellas, por su calidad,
en los más altos estados
  desfallescen.

  Dezidme: La hermosura,
la gentil frescura y tez
  de la cara,
la color e la blancura,
cuando viene la vejez,
  ¿cuál se para?
  Las mañas e ligereza
e la fuerça corporal
  de juventud,
todo se torna graveza
cuando llega el arrabal
  de senectud.

  Pues la sangre de los godos,
y el linaje e la nobleza
  tan crescida,
¡por cuántas vías e modos
se pierde su grand alteza
  en esta vida!
  Unos, por poco valer,
por cuán baxos e abatidos
  que los tienen;
otros que, por non tener,
con oficios non debidos
  se mantienen.

  Los estados e riqueza,
que nos dexen a deshora
  ¿quién lo duda?,
non les pidamos firmeza.
pues que son d'una señora;
  que se muda,
  que bienes son de Fortuna
que revuelven con su rueda
  presurosa,
la cual non puede ser una
ni estar estable ni queda
  en una cosa.

  Pero digo c'acompañen
e lleguen fasta la fuessa
  con su dueño:
por esso non nos engañen,
pues se va la vida apriessa
  como sueño,
e los deleites d'acá
son, en que nos deleitamos,
  temporales,
e los tormentos d'allá,
que por ellos esperamos,
  eternales.

  Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
  que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
  en que caemos.
  Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
  sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
  no hay lugar.

  Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
  ya passadas
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
  trastornadas;
  assí, que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
  e perlados,
assí los trata la muerte
como a los pobres pastores
  de ganados.

  Dexemos a los troyanos,
que sus males non los vimos,
  ni sus glorias;
dexemos a los romanos,
aunque oímos e leímos
  sus hestorias;
  non curemos de saber
lo d'aquel siglo passado
  qué fue d'ello;
vengamos a lo d'ayer,
que también es olvidado
  como aquello.

  ¿Qué se hizo el rey don Joan?
Los infantes d'Aragón
  ¿qué se hizieron?
¿Qué fue de tanto galán,
qué de tanta invinción
  como truxeron?
  ¿Fueron sino devaneos,
qué fueron sino verduras
  de las eras,
las justas e los torneos,
paramentos, bordaduras
  e çimeras?

  ¿Qué se hizieron las damas,
sus tocados e vestidos,
  sus olores?
¿Qué se hizieron las llamas
de los fuegos encendidos
  d'amadores?
  ¿Qué se hizo aquel trovar,
las músicas acordadas
  que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar,
aquellas ropas chapadas
  que traían?

  Pues el otro, su heredero
don Anrique, ¡qué poderes
  alcançaba!
¡Cuánd blando, cuánd halaguero
el mundo con sus plazeres
  se le daba!
  Mas verás cuánd enemigo,
cuánd contrario, cuánd cruel
  se le mostró;
habiéndole sido amigo,
¡cuánd poco duró con él
  lo que le dio!

  Las dávidas desmedidas,
los edeficios reales
  llenos d'oro,
las vaxillas tan fabridas
los enriques e reales
  del tesoro,
  los jaezes, los caballos
de sus gentes e atavíos
  tan sobrados
¿dónde iremos a buscallos?;
¿qué fueron sino rocíos
  de los prados?

  Pues su hermano el innocente
qu'en su vida sucesor
  se llamó
¡qué corte tan excellente
tuvo, e cuánto grand señor
  le siguió!
  Mas, como fuesse mortal,
metióle la Muerte luego
  en su fragua.
¡Oh jüicio divinal!,
cuando más ardía el fuego,
  echaste agua.

  Pues aquel grand Condestable,
maestre que conoscimos
  tan privado,
non cumple que dél se hable,
mas sólo como lo vimos
  degollado.
  Sus infinitos tesoros,
sus villas e sus lugares,
  su mandar,
¿qué le fueron sino lloros?,
¿qué fueron sino pesares
  al dexar?

  E los otros dos hermanos,
maestres tan prosperados
  como reyes,
c'a los grandes e medianos
truxieron tan sojuzgados
  a sus leyes;
  aquella prosperidad
qu'en tan alto fue subida
  y ensalzada,
¿qué fue sino claridad
que cuando más encendida
  fue amatada?

  Tantos duques excelentes,
tantos marqueses e condes
  e varones
como vimos tan potentes,
dí, Muerte, ¿dó los escondes,
  e traspones?
  E las sus claras hazañas
que hizieron en las guerras
  y en las pazes,
cuando tú, cruda, t'ensañas,
con tu fuerça, las atierras
  e desfazes.

  Las huestes inumerables,
los pendones, estandartes
  e banderas,
los castillos impugnables,
los muros e balüartes
  e barreras,
  la cava honda, chapada,
o cualquier otro reparo,
  ¿qué aprovecha?
Cuando tú vienes airada,
todo lo passas de claro
  con tu flecha.

  Aquel de buenos abrigo,
amado, por virtuoso,
  de la gente,
el maestre don Rodrigo
Manrique, tanto famoso
  e tan valiente;
sus hechos grandes e claros
non cumple que los alabe,
  pues los vieron;
ni los quiero hazer caros,
pues qu'el mundo todo sabe
  cuáles fueron.

  Amigo de sus amigos,
¡qué señor para criados
  e parientes!
¡Qué enemigo d'enemigos!
¡Qué maestro d'esforçados
  e valientes!
  ¡Qué seso para discretos!
¡Qué gracia para donosos!
  ¡Qué razón!
¡Qué benino a los sujetos!
¡A los bravos e dañosos,
  qué león!

  En ventura, Octavïano;
Julio César en vencer
  e batallar;
en la virtud, Africano;
Aníbal en el saber
  e trabajar;
  en la bondad, un Trajano;
Tito en liberalidad
  con alegría;
en su braço, Aureliano;
Marco Atilio en la verdad
  que prometía.

  Antoño Pío en clemencia;
Marco Aurelio en igualdad
  del semblante;
Adriano en la elocuencia;
Teodosio en humanidad
  e buen talante.
  Aurelio Alexandre fue
en desciplina e rigor
  de la guerra;
un Constantino en la fe,
Camilo en el grand amor
  de su tierra.

  Non dexó grandes tesoros,
ni alcançó muchas riquezas
  ni vaxillas;
mas fizo guerra a los moros
ganando sus fortalezas
  e sus villas;
  y en las lides que venció,
cuántos moros e cavallos
  se perdieron;
y en este oficio ganó
las rentas e los vasallos
  que le dieron.

  Pues por su honra y estado,
en otros tiempos passados
  ¿cómo s'hubo?
Quedando desamparado,
con hermanos e criados
  se sostuvo.
  Después que fechos famosos
fizo en esta misma guerra
  que hazía,
fizo tratos tan honrosos
que le dieron aun más tierra
  que tenía.

  Estas sus viejas hestorias
que con su braço pintó
  en joventud,
con otras nuevas victorias
agora las renovó
  en senectud.
  Por su gran habilidad,
por méritos e ancianía
  bien gastada,
alcançó la dignidad
de la grand Caballería
  dell Espada.

  E sus villas e sus tierras,
ocupadas de tiranos
  las halló;
mas por çercos e por guerras
e por fuerça de sus manos
  las cobró.
  Pues nuestro rey natural,
si de las obras que obró
  fue servido,
dígalo el de Portogal,
y, en Castilla, quien siguió
  su partido.

  Después de puesta la vida
tantas vezes por su ley
  al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
  verdadero;
  después de tanta hazaña
a que non puede bastar
  cuenta cierta,
en la su villa d'Ocaña
vino la Muerte a llamar
  a su puerta,

  diziendo: "Buen caballero,
dexad el mundo engañoso
  e su halago;
vuestro corazón d'azero
muestre su esfuerço famoso
  en este trago;
  e pues de vida e salud
fezistes tan poca cuenta
  por la fama;
esfuércese la virtud
para sofrir esta afruenta
  que vos llama."

  "Non se vos haga tan amarga
la batalla temerosa
  qu'esperáis,
pues otra vida más larga
de la fama glorïosa
  acá dexáis.
  Aunqu'esta vida d'honor
tampoco no es eternal
  ni verdadera;
mas, con todo, es muy mejor
que la otra temporal,
  peresçedera."

  "El vivir qu'es perdurable
non se gana con estados
  mundanales,
ni con vida delectable
donde moran los pecados
  infernales;
  mas los buenos religiosos
gánanlo con oraciones
  e con lloros;
los caballeros famosos,
con trabajos e aflicciones
  contra moros."

  "E pues vos, claro varón,
tanta sangre derramastes
  de paganos,
esperad el galardón
que en este mundo ganastes
  por las manos;
e con esta confiança
e con la fe tan entera
  que tenéis,
partid con buena esperança,
qu'estotra vida tercera
  ganaréis."

  "Non tengamos tiempo ya
en esta vida mesquina
  por tal modo,
que mi voluntad está
conforme con la divina
  para todo;
  e consiento en mi morir
con voluntad plazentera,
  clara e pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera,
  es locura."

  "Tú que, por nuestra maldad,
tomaste forma servil
  e baxo nombre;
tú, que a tu divinidad
juntaste cosa tan vil
  como es el hombre;
tú, que tan grandes tormentos
sofriste sin resistencia
  en tu persona,
non por mis merescimientos,
mas por tu sola clemencia
  me perdona".

  Assí, con tal entender,
todos sentidos humanos
  conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos e hermanos
  e criados,
  dio el alma a quien gela dio
(el cual la ponga en el cielo
  en su gloria),
que aunque la vida perdió,
dexónos harto consuelo
  su memoria.
Turbio y callado Magdalena, río
Patrio, de tardes y mañanas bellas,
Y auras que vuelan con  olor de bosque,
            Auras de vida:

¡Cuál fue mi anhelo en la niñez remota,
Cerca de arroyo de mezquinas aguas,
Verte algún día, entre playones, y altos
            Troncos de ceibas!

Mírote ahora, y en tu origen pienso,
Páramo agreste en solitaria cumbre
Donde has nacido, bajo sombra errante
            De alas de buitres.

Frágiles hojas, frailejón y juncos
Sólo tu cuna entre las rocas fueron...
Hoy vas cruzando, en majestad y solo,
            Vírgenes selvas.

iTiempos lejanos, cuando el indio erguía
Pobres bohíos!... Donde fueron chozas,
Se alzan, a empuje de moderno brazo,
            Fábricas y urbes.

Iban entones sobre ti canoas;
Leves bajaban o subían lentas,
Mientras al golpe del remar se unía
            Canto aborigen.

Barcos ahora de penacho *****
Abren tu mole, desatando espumas,
Y altos dominan tu correr silente
            Raudos aviones.

Bellas auroras en tu limpio cielo
Son tu alborozo al despertar el día,
Y óyese al punto, del oído encanto,
            Gárrula orquesta.

Grandes bandadas de pericos gritan,
Céfiros suaves susurrando flotan
Y ágiles, leves, mariposas níveas,
            Trémulas pasan.

¡Brisas inquietas que voláis silbando,
Soplos del bosque, refrescad mis sienes!
¡Cómo os aspiro, cual vital aroma,
            Húmedas auras!

¡Sol! ¡Bello irradias en mitad del día!
Duermen los saurios en la gris arena,
Y albas, muy lejos, en la orilla sola,
            Sueñan las garzas.

¡Tardes del río... Tropical crepúsculo:
Oro, topacio y arreboles rojos!
¡Todo entre palmas y en azul, formando
            Rica paleta!

Bardo que sueñas: ¡a lo alto mira!
¡Copia! ¡Es lo tuyo! ¡Poesía patria!
Vibra en belleza, y lo que ven tus ojos
            Vibre en tu canto!

Clara, en cendales, la apacible luna
Surge de pronto, y ensanchando el cielo
Tiende en el agua, que en remanso duerme,
            Velo de lirios.

Coplas con ritmo de bambuco triste
Cantan los bogas en la abierta playa,
Y ávidos piden que a sus ojos baje
            Sueño tranquilo.

¡Cómo, de noche, en tu dominio aterra
Fiera borrasca! El rimbombar del trueno
Llena de espanto, y por el aire cruzan
            Ígneos fulgores.

Nubes y nubes se amontonan lívidas,
Rayos las rasgan, la tormenta ruge;
Llueve a raudales, y parece entonces
            Que húndese el cielo.

Viene la aurora. Con las aguas ruedan
Árboles rotos; desbordado el río
Cubre las playas, y el Oriente finge
            Campo de rosas.

¿Qué los humanos ante ti? ¿Qué somos?
Polvo no más que aventará la muerte;
Tú... siempre viendo, en sucesión eterna,
            Siglos y siglos.

Hundo la mente en el futuro, y veo
Días de gloria y alborozo, cuando
Quillas que vengan de marinas olas
            Rompan tus aguas.

Rieles tus ribas unirán a valles
Y ásperas sierras y lejanos ríos;
Émulo entonces se verá tu puerto
            De urbes grandiosas.

Tiempos vendrán cuando potentes hachas
Y hombres de audacia arrasarán tus bosques.
Gloria futura ceñirá sus frentes
            De ínclitos lauros.

Cíclopes nuevos, mas de sangre nuestra,
Yermos de ahora trocarán en vida,
Y ellos oirán, en las edades pósteras,
            Dianas de triunfo.

¡Río: entre robles y palmeras rueda!
¡Rueda, y los pueblos en abrazo junta,
Pueblos hermanos en hermosa Patria,
            Próspera y libre!
Se paraba
la rueda
de la noche...
                            Vagos ánjeles malvas
apagaban las verdes estrellas.

Una cinta tranquila
de suaves violetas
abrazaba amorosa
a la pálida tierra.

Suspiraban las flores al salir de su ensueño,
embriagando el rocío de esencias.

Y en la fresca orilla de helechos rosados,
como dos almas perlas,
descansaban dormidas
nuestras dos inocencias
-¡oh que abrazo tan blanco y tan puro!-
de retorno a las tierras eternas.
El Mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene del África a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,
de la espiga en el ojo y el gato laminado,
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho.

Era la gran reunión de los animales muertos,
traspasados por las espadas de la luz;
la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de la gacela con una siempreviva en la garganta.

En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio.

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío
donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,
con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,

acabó con los más leves tallitos del canto
y se fue al diluvio empaquetado de la savia,
a través del descanso de los últimos desfiles,
levantando con el rabo pedazos de espejo.

Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer
y el director del banco observaba el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba al Wall Street.

No es extraño para la danza
este columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes en su frenesí de la luz original.
Porque si la rueda olvida su fórmula,
ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos;
y si una llama quema los helados proyectos,
el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.
Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro
para fingir una muerta semilla de manzana.
El aire de la llanura, empujado por los pastores,
temblaba con un miedo de molusco sin concha.

Pero no son los muertos los que bailan,
estoy seguro.
Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,
los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que beben en el banco lágrimas de niña muerta
o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa!
¡No, que no baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de las catedrales,
ni construcciones, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón,
este mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este mascarón!

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,
que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,
que ya vendrán lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!
¿Qué o quién me guiaba? No buscaba a nadie, buscaba todo y a todos:
    vegetación de cúpulas azules y campanarios blancos, muros color de sangre seca, arquitecturas:
    festín de formas, danza petrificada bajo las nubes que se hacen y se deshacen y no acaban de hacerse, siempre en tránsito hacia su forma venidera,
    piedras ocres tatuadas por un astro colérico, piedras lavadas por el agua de la luna;
    los parques y las plazuelas, las graves poblaciones de álamos cantantes y lacónicos olmos, niños y gorriones y cenzontles,
    los corros de ancianos, ahuehuetes cuchicheantes, y los otros, apeñuscados en los bancos, costales de huesos, tiritando bajo el gran sol del altiplano, patena incandescente;
    calles que no se acaban nunca, calles caminadas como se lee un libro o se recorre un cuerpo;
    patios mínimos, con madreselvas y geranios generosos colgando de los barandales, ropa tendida, fantasma inocuo que el viento echa a volar entre las verdes interjecciones del loro de ojo sulfúreo y, de pronto, un delgado chorro de luz: el canto del canario;
    los figones celeste y las cantinas solferino, el olor del aserrín sobre el piso de ladrillo, el mostrador espejeante, equívoco altar en donde los genios de insidiosos poderes duermen encerrados en botellas multicolores;
    la carpa, el ventrílocuo y sus muñecos procaces, la bailarina anémica, la tiple jamona, el galán carrasposo;
    la feria y los puestos de fritangas donde hierofantas de ojos canela celebran, entre brasas y sahumerios, las nupcias de las substancias y la transfiguración de los olores y los sabores mientras destazan carnes, espolvorean sal y queso cándido sobre nopales verdeantes, asperjan lechugas donadoras del sueño sosegado, muelen maíz solar, bendicen manojos de chiles tornasoles;
    las frutas y los dulces, montones dorados de mandarinas y tejocotes, plátanos áureos, tunas sangrientas, ocres colinas de nueces y cacahuetes, volcanes de azúcar, torreones de alegrías, pirámides transparentes de biznagas, cocadas, diminuta orografía de las dulzuras terrestres, el campamento militar de las cañas, las jícamas blancas arrebujadas en túnicas color de tierra, las limas y los limonones: frescura súbita de risas de mujeres que se bañan en un río verde;
    las guirnaldas de papel y las banderitas tricolores, arcoiris de juguetería, las estampas de la Guadalupe y las de los santos, los mártires, los héroes, los campeones, las estrellas;
    el enorme cartel del próximo estreno y la ancha sonrisa, bahía extática, de la actriz en cueros y redonda como la luna que rueda por las azoteas, se desliza entre las sábanas y enciende las visiones rijosas;
    las tropillas y vacadas de adolescentes, palomas y cuervos, las tribus dominicales, los náufragos solitarios y los viejos y viejas, ramas desgajadas del árbol del siglo;
    la musiquita rechinante de los cabellitos, la musiquita que da vueltas y vueltas en el cráneo como un verso incompleto en busca de una rima;
    y al cruzar la calle, sin razón, porque sí, como un golpe de mar o el ondear súbito de un campo de maíz, como el sol que rompe entre nubarrones: la alegría, el surtidor de la dicha instantánea, ¡ah, estar vivo, desgranar la granada de esta hora y comerla grano a grano!!;
    el atardecer como una barca que se aleja y no acaba de perderse en el horizonte indeciso;
    la luz anclada en el atrio del templo y el lento oleaje de la hora vencida puliendo cada piedra, cada arista, cada pensamiento hasta que todo no es sino una transparencia insensiblemente disipada;
    la vieja cicatriz que, sin aviso, se abre, la gota que taladra, el surco quemado que deja el tiempo en la memoria, el tiempo sin cara: presentimiento de vómito y caída, el tiempo que ha ido y regresa, el tiempo que nunca se ha ido y está aquí desde el principio, el par de ojos agazapados en un rincón del ser: la seña de nacimiento;
    el rápido desplome de la noche que borra las caras y las casas, la tinta negra de donde salen las trompas y los colmillos, el tentáculo y el dardo, la ventosa y la naceta, el rosario de las cacofonías;
    la noche poblada cuchicheos y allá lejos un rumor de voces de mujeres, vagos follajes movidos por el viento;
    la luz brusca de los faros del auto sobre la pared afrentada, la luz navajazo, la luz escupitajo, la reliquia escupida;
    el rostro terrible de la vieja al cerrar la ventana santiguándose, el ladrido del alma en pena del perro en el callejón como una herida que se encona;
    las parejas en las bancas de los parques o de pie en los repliegues de los quicios, los cuatro brazos anudados, árboles incandescentes sobre los que reposa la noche,
    las parejas, bosques de febriles columnas envueltas por la resiración del animal deseante de mil ojos y mil manos y una sola imagen clavad en la frente,
    las quietas parejas que avanzan sin moverse con los ojos cerrados y caen interminablemente en sí mismas;
    el vértigo inmóvil del adolescente desenterrado que rompe por mi frente mientras escribo
    y camina de nuevo, multisolo en su soledumbre, por calles y plazas desmoronadas apenas las digo
    y se pierde de nuevo en busca de todo y de todos, de nada y de nadie
Por entre mis propios dientes salgo humeando,
dando voces, pujando,
bajándome los pantalones...
Váca mi estómago, váca mi yeyuno,
la miseria me saca por entre mis propios dientes,
cogido con un palito por el puño de la camisa.
Una piedra en que sentarme
¿no habrá ahora para mí?
Aún aquella piedra en que tropieza la mujer que ha dado a luz,
la madre del cordero, la causa, la raíz,
¿ésa no habrá ahora para mí?
¡Siquiera aquella otra,
que ha pasado agachándose por mi alma!
Siquiera
la calcárida o la mala (humilde océano)
o la que ya no sirve ni para ser tirada contra el hombre
ésa dádmela ahora para mí!
Siquiera la que hallaren atravesada y sola en un insulto,
ésa dádmela ahora para mí!
Siquiera la torcida y coronada, en que resuena
solamente una vez el andar de las rectas conciencias,
o, al menos, esa otra, que arrojada en digna curva,
va a caer por sí misma,
en profesión de entraña verdadera,
¡ésa dádmela ahora para mí!
Un pedazo de pan, ¿tampoco habrá para mí?
Ya no más he de ser lo que siempre he de ser,
pero dadme
una piedra en que sentarme,
pero dadme,
por favor, un pedazo de pan en que sentarme,
pero dadme
en español
algo, en fin, de beber, de comer, de vivir, de reposarse
y después me iré...
Halló una extraña forma, está muy rota
y sucia mi camisa
y ya no tengo nada, esto es horrendo.
Rueda-rueda de árboles, como antes.
Los pinos otra vez, los pinos puros,
mis eucaliptos cálidos y oscuros,
las sauces festoneando de diamantes,

y el agua mía, Sor María Agua,
el agua simple y misteriosa, mía,
que se mojara el ruedo de la enagua
juvenil ¡Sor María Lejanía!

Mis bosques del ensueño adolescente,
la intacta, lisa, modelada frente
y aquellos quince años de ventura

con el cielo, la vida y la esperanza.
¡El tiempo de la dicha sin balanza
y la credulidad en la ventura!
¡Viejos olivos sedientos
bajo el claro sol del día,
olivares polvorientos
del campo de Andahicía!
¡El campo andaluz, peinado
por el sol canicular,
de loma en loma rayado
de olivar y de olivar!
Son las tierras
soleadas,
anchas lomas, lueñes sierras
de olivares recamadas.
Mil senderos. Con sus machos,
abrumados de capachos,
van gañanes y arrieros.
¡De la venta del camino
a la puerta, soplan vino
trabucaires bandoleros!
¡Olivares y olivares
de loma en loma prendidos
cual bordados alamares!
¡Olivares coloridos
de una tarde anaranjada;
olivares rebruñidos
bajo la luna argentada!
¡Olivares centellados
en las tardes cenicientas,
bajo los cielos preñados
de tormentas!...
Olivares, Dios os dé
los eneros
de aguaceros,
los agostos de agua al pie,
los vientos primaverales,
vuestras flores racimadas;
y las lluvias otoñales
vuestras olivas moradas.
Olivar, por cien caminos,
tus olivitas irán
caminando a cien molinos.
Ya darán
trabajo en las alquerías
a gañanes y braceros,
¡oh buenas frentes sombrías
bajo los anchos sombreros!...
¡Olivar y olivareros,
bosque y raza,
campo y plaza
de los fieles al terruño
y al arado y al molino,
de los que muestran el puño
al destino,
los benditos labradores,
los bandidos caballeros,
los señores
devotos y matuteros!...
¡Ciudades y caseríos
en la margen de los ríos,
en los pliegues de la sierra!...
¡Venga Dios a los hogares
y a las almas de esta tierra
de olivares y olivares!   A dos leguas de Úbeda, la Torre
de Pero Gil, bajo este sol de fuego,
triste burgo de España. El coche rueda
entre grises olivos polvorientos.
Allá, el castillo heroico.
En la plaza, mendigos y chicuelos:
una orgía de harapos...
Pasamos frente al atrio del convento
de la Misericordia.
¡Los blancos muros, los cipreses negros!
¡Agria melancolía
como asperón de hierro
que raspa el corazón! ¡Amurallada
piedad, erguida en este basurero!...
Esta casa de Dios, decid hermanos,
esta casa de Dios, ¿qué guarda dentro?
Y ese pálido joven,
asombrado y atento,
que parece mirarnos con la boca,
será el loco del pueblo,
de quien se dice: es Lucas,
Blas o Ginés, el tonto que tenemos.
Seguimos. Olivares. Los olivos
están en flor. El carricoche lento,
al paso de dos pencos matalones,
camina hacia Peal. Campos ubérrimos.
La tierra da lo suyo; el sol trabaja;
el hombre es para el suelo:
genera, siembra y labra
y su fatiga unce la tierra al cielo.
Nosotros enturbiamos
la fuente de la vida, el sol primero,
con nuestros ojos tristes,
con nuestro amargo rezo,
con nuestra mano ociosa,
con nuestro pensamiento
-se engendra en el pecado,
se vive en el dolor. ¡Dios está lejos!-.
Esta piedad erguida
sobre este burgo sórdido, sobre este basurero,
esta casa de Dios, decid, oh santos
cañones de von Kluck, ¿qué guarda dentro?
Helas, helas por do vienen
La Corruja y la Carrasca,
A más no poder mujeres,
Hembros de la vida airada.
Mortales de miradura
Y ocasionadas de cara,
El andar a lo escocido,
El mirar a lo de l'Hampa.
Llevan puñazos de ayuda
Como perrazos de Irlanda,
Avantales voladores,
Chapinitos de en volandas.
Sombreros aprisionados,
Con porquerón en la falda,
Guedejitas de la tienda,
Colorcita de la plaza.
Mirándose a lo penoso,
Cercáronse a lo borrasca,
Hubo hocico retorcido,
Hubo agobiado de espaldas.
Ganaron la palmatoria
En el corral de las armas,
Y encaramando los hombros.
Avalentaron las sayas.
CORRUJA: «De las de la hoja
Soy flor y fruto,
Pues a los talegos
Tiro de puño.»
CARRASCA: «Tretas de montante
Son cuantas juego;
A diez manos tomo
Y a dos peleo.»
Luego, acedada de rostro
Y ahigadada de cara,
Un tarazón de mujer,
Una brizna de muchacha
Entró en la escuela del juego
Maripizca la Tamaña,
Por quien Ahorcaborricos
Murió de mal de garganta.
Presumida de ahorcados
Y preciada de gurapas
Por tener dos en racimo
Y tres patos en el agua,
Con valentía crecida
Y con postura bizarra
Desembrazando a los dos,
En esta manera garla:
[MARIPIZCA:] «Llamo uñas arriba
A cuantos llamo,
Y al recibo los hiero
Uñas abajo.
»Para el que me embiste
Pobre y en cueros,
Siempre es mi postura
Puerta de hierro.»
Rebosando valentía,
Entró Santurde el de Ocaña,
Zaino viene de bigotes
Y atraidorado de barba.
Un locutorio de monjas
Es guarnición de la daga,
Que en puribus trae al lado
Con más hierro que Vizcaya.
Capotico de Antemulas,
Sombrerico de la carda,
Coleto de por el vivo,
Más probado que la pava.
Entró de capa caída,
Como los valientes andan,
Azumbrada la cabeza
Y bebida la palabra:
[SANTURDE:] «Tajo no le tiro,
Menos le bebo;
Estocadas de vino
Son cuantas pego.»
Una rueda se hicieron;
¿Quién duda que de navajas?
Los codos tiraron coces,
Azogáronse las plantas;
Trastornáronse los cuerpos,
Desgoznáronse las arcas,
Los pies se volvieron locos,
Endiabláronse las plantas.
No suenan las castañetas,
Que de puro grandes, ladran,
Mientras al son se concomen,
Aunque ellos piensan que bailan.
Maripizca tornó el puesto,
Santurde tomó la espada,
Con el montante el Maestro
Dice que guarden las caras.
[MAESTRO:] «De verdadera destreza
Soy Carranza,
Pues con tocas y alfileres
Quito espadas.
»Que tengo muy buenos tajos
Es lo cierto,
Y algunos malos reveses
También tengo.
»El que quisiere triunfar,
Salga de oros,
Que el salir siempre de espadas
Es de locos.»
MAESTRO: «Siente ahora la Corruja.»
CORRUJA: «Aquesta venida vaya.»
MAESTRO: «Jueguen destreza vuarcedes.»
SANTURDE: «Somos amigos, y basta.»
MAESTRO: «No es juego limpio brazal.»
CORRUJA: «Si no es limpio que no valga.»
MAESTRO: «Siente vuarced.»
SANTURDE:                             «Que ya siento,
        Y siento pese a su alma.»
Tornáronse a dividir
En diferentes escuadras,
Y denodadas de pies,
Todas juntas se barajan.
Cuchilladas no son buenas,
Puntas sí de las joyeras.
[MAESTRO:] «Entráronme con escudos,
Cansáronme con rodelas;
Cobardía es sacar pies,
Cordura sacar moneda.
»Aguardar es de valientes
Y guardar es de discretas,
La herida de conclusión
Es la de la faltriquera.»
Cuchilladas no son buenas,
Puntas sí de las joyeras.
[MAESTRO:] «Ángulo agudo es tomar;
No tomar, ángulo bestia;
Quien viene dando a mi casa,
Se viene por línea recta.
»La universal es el dar;
Cuarto círculo, cadena;
Atajo, todo dinero;
Rodeo, toda promesa.»
Cuchilladas no son buenas,
Puntas sí de las joyeras.
[MAESTRO:] «El que quisiere aprender
La destreza verdadera,
En este poco de cuerpo
Vive quien mejor la enseña.»
Mil quinientos treinta y siete.
Julio. Sol vivo y radiante
En claro azul ilumina
El Valle de los Alcázares.
En la llanura no hay oro
Ni esmeraldas. Sólo hambre.

Del botín que recogieron
Cada cual tomó su parte.
Para Fernández de Lugo
Raudos mensajeros salen
Con oro y gemas, lo suyo,
Y con los quintos reales.
Y aquellos soldados rasos
Que mal cubrían sus carnes
Con harapos, y en Castilla
En algún feliz instante
Sólo unos ochavos vieron
Como premio a sus afanes,
Tejos de oro bien esconden
De compañeros rapaces,
Y si hambre sienten ahora,
Pensando en sus pegujales
Olvidan viejas angustias,
Pues ya se ven por las calles
De Madrid o de Sevilla
Luciendo vistosos trajes,
O requiriendo de amores
A las manolas ya amables,
Y que antes a sus requiebros
Respondían con desaires;
O bien de dones oyéndose
Llamar, con aire arrogante,
Porque es baldón la pobreza
Y el oro las puertas abre.

Viendo gordos los caballos
Quesada, y a sus infantes
Aburridos, y perdiendo
Sus tejos junto a los naipes,
Su ocupación sólo entonces,
Y estando quietos los sables,
Una expedición ordena
A la tierra de los panches.

El Capitán Juan de Céspedes
Con unos valientes sale
Por tierra de «sutagaos».
Marcha y se traba el combate.
Con flechas envenenadas
Caballos e infantes caen.
No es ésta la raza muisca:
En sus venas otra sangre
Corre. Batalla dudosa
En los ásperos breñales,
Hasta que rueda el Cacique
De lanzada formidable.

¡Sangre de panches ardiente
Como fuego de volcanes!
Triunfó al fin España... pero
Sobre el último cadáver!

Y Quesada cavilaba:
¿Qué montañas o qué valles
Ocultarán en sus vetas
Las esmeraldas radiantes
Que he visto ante mí, suspenso,
En diademas y collares?
¿Cerca?... ¿Lejos? Pues si es lejos
No importa arriesgado viaje.
Esmeraldas son ducados
Y ducados son alcázares;
Vestes de grana en la Corte
Y de nobles homenaje.

Y de pronto, por un indio,
Dónde está la mina sabe.
¡Somondoco! A Somondoco
Van y socavones abren;
Y a las piedras adheridas
Aparecen destacándose
En claroscuro las gemas,
Que entre perlas y diamantes
Habrán de ser en el mundo
Gala en coronas reales.

Otro secreto los indios
Guardaban, secreto grave,
Pero logró descubrirlo
Deuda de vertida sangre.
Rey en dominios potente
Gobernaba extenso valle,
Dueño de ricos tesoros
Y súbditos a millares;


Su nombre, Quimuinchateca,
De Tunja temido Zaque.
Y a vencer ya acostumbrados,
Todos para Tunja parten.
Con regalos detenerlos
Quiso y corteses mensajes,
Pues tiempo ganar quería
Para llevar a distante
Lugar sus riquezas todas;
Pero avanzaron.
La tarde
Iluminaba el palacio;
El cercado roto cae,
Y en los muros planchas de oro
Vivo incendio fingen, ante
Los rojizos resplandores
Del sol, ya pronto a apagarse.

Acero en mano, Quesada
Entra con diez oficiales;
De sus enormes espuelas
Las rodajas y los sables,
Y sus cascos y sus cotas
Y sus barbados semblantes,
Y el relinchar en el patio,
No amedrentaron al Zaque.
Quesada intenta abrazarlo;
Nunca lo ha tocado nadie.
Los nobles y guardias gritan
Ante ese inaudito ultraje.
Crece el tumulto. Y entonces
Antón de Olalla, el semblante
Adusto, y de brazo fuerte
Al Zaque agarra. Salvaje
Gritería oyose... Todo
Por libertarlo fue en balde,
Y a un aposento contiguo
Fue entre arcabuces y sables.

Esforzados en la guerra,
Y ante el peligro tenaces,
Y con la muerte ceñuda
En desafío constante,
Pero siempre sed de oro
En sus almas, insaciable,
Al Templo del Sol, a Iraca,
Parten jinetes e infantes.

Más oro... más esmeraldas..
Ayer contra los alfanges
Agarenos y un ochavo
Como premio en los combates.
Ahora... esmeraldas y oro...
¿Quién podría creer antes
Que pedigüeños de antaño
Llegaran a ser magnates?

El templo de Sugamuxi! . . .
Allá en el fondo del valle,
Va apareciendo imponente:
El más rico y el más grande
De toda la raza muisca,
Templo de gruesos pilares,
Y de muros recamados
De petos de oro, en que el arte
De orfebres chibchas, serpientes,
Ranas, ciervos, tigres y aves
Grabó; donde el Gran Pontífice
Al sol le rinde homenaje,
Todo cubierto de blanco
Mientras aroma de gaque
Sube de los pebeteros
Al son de mayas cantares
Que por tradición se guardan
En un extraño lenguaje
-Tal vez el que habló Bochica
En muy remotas edades-
-Cantares que entonan vírgenes
Trenzando rítmico baile,
Ante enorme sol de oro
Que ciega por fulgurante.

Llegaron todos al frente
Del templo, al caer la tarde.
Mañana, dijo Quesada
Será nuestro día grande...
¡A dormir y a soñar todos!
Y que Fray Domingo alabe
Al cielo, que aquí nos manda,
Entre peligros y afanes,
Para enseñar a estos indios
Que el amontonar caudales,
Habiendo en el mundo pobre,
Es pecado imperdonable.

Y en tanto que todos duermen,
Dos soldados deslizándose
Entre las sombras penetran
Al templo. De seca y frágil
Paja, llevan dos hachones
Encendidos; fulgurantes
Radian las paredes. Oro,
Más oro y gemas vivaces;
Todo parece en las sombras
Como una aurora que arde.

De las manos de uno de ellos
Un hachón al suelo cae,
Porque ante tanta riqueza
Helada siente la sangre.
Se incendia el tapiz de esparto,
El fuego al santuario invade,
Rápido salta a los muros
Y a cortinas y a pilares;
Aprisa los dos soldados
Entre el fuego ruta se abren
Y entre el fuego, Sugamuxi
Es llamarada radiante.

Quesada y su tropa sueñan;
El paraíso se abre
En su soñar. Esmeraldas
Y oro ven, en manantiales
Que corren y corren. Oro,
Y esmeraldas en sus márgenes;
Selvas con gemas por hojas,
Y frutas de oro en los árboles...

La voz de incendio de pronto
Oyen. Aterrados salen.
Gran resplandor cubre el cielo;
De humo tromba formidable
Asciende. Los indios lanzan
Alaridos por las calles.

Y Quesada, en tanto, mira
Las llamas, mudo y exánime,
Cual si el infierno en la tierra
Hubiera abierto sus fauces.
Hoy como ayer, mañana como hoy,
        ¡y siempre igual!
Un cielo gris, un horizonte eterno
        y andar... andar.

Moviéndose a compás, como una estúpida
        máquina, el corazón.
La torpe inteligencia del cerebro,
        dormida en un rincón.

El alma, que ambiciona un paraíso,
        buscándole sin fe,
fatiga sin objeto, ola que rueda
        ignorando por qué.

Voz que, incesante, con el mismo tono,
        canta el mismo cantar,
gota de agua monótona que cae
        y cae, sin cesar.

Así van deslizándose los días,
        unos de otros en pos;
hoy lo mismo que ayer...; y todos ellos,
        sin gozo ni dolor.

¡Ay, a veces me acuerdo suspirando
        del antiguo sufrir!
Amargo es el dolor, ¡pero siquiera
        padecer es vivir!
La tarde caía
triste y polvorienta.
      El agua cantaba
su copla plebeya
en los cangilones
de la noria lenta.
      Soñaba la mula
¡pobre mula vieja!,
al compás de sombra
que en el agua suena.
      La tarde caía
triste y polvorienta.
      Yo no sé qué noble,
divino poeta,
unió a la amargura
de la eterna rueda
      la dulce armonía
del agua que sueña,
y vendó tus ojos,
¡pobre mula vieja!...
      Mas sé que fue un noble,
divino poeta,
corazón maduro
de sombra y de ciencia.
No he visto el mar.
Mis ojos
-vigías horadantes, fantásticas luciérnagas;
mis ojos avizores entre la noche; dueños
de la estrellada comba;
de los astrales mundos;
mis ojos errabundos
familiares del hórrido vértigo del abismo;
mis ojos acerados de viking, oteantes;
mis ojos vagabundos
no han visto el mar...

La cántiga ondulosa de su trémula curva
no ha mecido mis sueños;
ni oí de sus sirenas la erótica quejumbre;
ni aturdió mi retina con el rútilo azogue
que rueda por su dorso...
Sus resonantes trombas,
sus silencios, yo nunca pude oír...:
sus cóleras ciclópeas, sus quejas o sus himnos;
ni su mutismo impávido cuando argentos y oros
de los soles y lunas, como perennes lloros
diluyen sus riquezas por el glauco zafir...!

Ni aspiré su perfume!
Yo sé de los aromas
de amadas cabelleras...
Yo sé de los perfumes de los cuellos esbeltos
y frágiles y tibios;
de senos donde esconden sus hálitos las pomas
preferidas de Venus!
Yo aspiré las redomas
donde el Nirvana enciende los sándalos simbólicos;
las zábilas y mirras del mago Zoroastro...
Mas no aspiré las sales ni los iodos del mar.

Mis labios sitibundos
no en sus odres la sed
apagaron:
no en sus odres acerbos
mitigaron la sed...
Mis labios, locos, ebrios, ávidos, vagabundos,
labios cogitabundos
que amargaron los ayes y gestos iracundos
y que unos labios -vírgenes- captaron en su red!

Hermano de las nubes
yo soy.
Hermano de las nubes,
de las errantes nubes, de las ilusas del espacio:
vagarosos navíos
que empujan acres soplos anónimos y fríos,
que impelen recios ímpetus voltarios y sombríos!
Viajero de las noches
yo soy.

Viajero de las noches embriagadoras; nauta
de sus golfos ilímites,
de sus golfos ilímites, delirantes, vacíos,
-vacíos de infmito..., vacíos... -Dócil nauta
yo soy,
y mis soñares derrotados navios...
Derrotados navíos, rumbos ignotos, antros
de piratas... ¡el mar! Mis ojos vagabundos
-viajeros insaciados- conocen cielos, mundos,
conocen noches hondas, ingraves y serenas,
conocen noches trágicas,
ensueños deliciosos,
sueños inverecundos...
Saben de penas únicas,
de goces y de llantos,
de mitos y de ciencia,
del odio y la clemencia,
del dolor
y el amar...!

Mis ojos vagabundos,
mis ojos infecundos...:
no han visto el mar mis ojos,
no he visto el mar!
Igual que el ballestero
tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta el hombre ibero
para el Señor que apedreó la espiga
y malogró los frutos otoñales,
y un «gloria a ti» para el Señor que grana
centenos y trigales
que el pan bendito le darán mañana.

      «Señor de la ruïna,
adoro porque aguardo y porque temo:
con mi oración se inclina
hacia la tierra un corazón blasfemo.

      »¡Señor, por quien arranco el pan con pena,
sé tu poder, conozco mi cadena!

      »¡Oh dueño de la nube del estío
que la campiña arrasa,
del seco otoño, del helar tardío,
y del bochorno que la mies abrasa!

      »¡Señor del iris, sobre el campo verde
donde la oveja pace,
Señor del fruto que el gusano muerde
y de la choza que el turbión deshace,

      »tu soplo el fuego del hogar aviva,
tu lumbre da sazón al rubio grano,
y cuaja el hueso de la verde oliva,
la noche de San Juan, tu santa mano!

      »¡Oh dueño de fortuna y de pobreza,
ventura y malandanza,
que al rico das favores y pereza
y al pobre su fatiga y su esperanza!

      »¡Señor, Señor: en la voltaria rueda
del año he visto mi simiente echada,
corriendo igual albur que la moneda
del jugador en el azar sembrada!

      »¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,
con doble faz de amor y de venganza,
a ti, en un dado de tahúr al viento
va mi oración, blasfemia y alabanza!»

      Este que insulta a Dios en los altares,
no más atento al ceño del destino,
también soñó caminos en los mares
y dijo: es Dios sobre la mar camino.

      ¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra
más allá de la suerte,
más allá de la tierra,
más allá de la mar y de la muerte?

      ¿No dio la encina ibera
para el fuego de Dios la buena rama,
que fue en la santa hoguera
de amor una con Dios en pura llama?

      Mas hoy... ¡Qué importa un día!
Para los nuevos lares
estepas hay en la floresta umbría,
leña verde en los viejos encinares.

      Aún larga patria espera
abrir al corvo arado sus besanas;
para el grano de Dios hay sementera
bajo cardos y abrojos y bardanas.

      ¡Qué importa un día!  Está el ayer alerto
al mañana, mañana al infinito,
hombres de España, ni el pasado ha muerto,
no está el mañana -ni el ayer- escrito.

      ¿Quién ha visto la faz al Dios hispano?

Mi corazón aguarda
al hombre ibero de la recia mano,
que tallará en el roble castellano
el Dios adusto de la tierra parda.
Una rosa en el alto jardín que tú deseas.
Una rueda en la pura sintaxis del acero.
Desnuda la montaña de niebla impresionista.
Los grises oteando sus balaustradas últimas.
Los pintores modernos en sus blancos estudios,
cortan la flor aséptica de la raíz cuadrada.
En las aguas del Sena un ice-berg  de mármol
enfría las ventanas y disipa las yedras.
El hombre pisa fuerte las calles enlosadas.
Los cristales esquivan la magia del reflejo.
El Gobierno ha cerrado las tiendas de perfume.
La máquina eterniza sus compases binarios.
Una ausencia de bosques, biombos y entrecejos
yerra por los tejados de las casas antiguas.
El aire pulimenta su prisma sobre el mar
y el horizonte sube como un gran acueducto.
Marineros que ignoran el vino y la penumbra,
decapitan sirenas en los mares de plomo.
La Noche, negra estatua de la prudencia, tiene
el espejo redondo de la luna en su mano.
Un deseo de formas y límites nos gana.
Viene el hombre que mira con el metro amarillo.
Venus es una blanca naturaleza muerta
y los coleccionistas de mariposas huyen.
Cadaqués, en el fiel del agua y la colina,
eleva escalinatas y oculta caracolas.
Las flautas de madera pacifican el aire.
Un viejo dios silvestre da frutas a los niños.
Sus pescadores duermen, sin ensueño, en la arena.
En alta mar les sirve de brújula una rosa.
El horizonte virgen de pañuelos heridos,
junta los grandes vidrios del pez y de la luna.
Una dura corona de blancos bergantines
ciñe frentes amargas y cabellos de arena.
Las sirenas convencen, pero no sugestionan,
y salen si mostramos un vaso de agua dulce.
¡Oh, Salvador Dalí, de voz aceitunada!
No elogio tu imperfecto pincel adolescente
ni tu color que ronda la color de tu tiempo,
pero alabo tus ansias de eterno limitado.
Alma higiénica, vives sobre mármoles nuevos.
Huyes la oscura selva de formas increíbles.
Tu fantasía llega donde llegan tus manos,
y gozas el soneto del mar en tu ventana.
El mundo tiene sordas penumbras y desorden,
en los primeros términos que el humano frecuenta.
Pero ya las estrellas ocultando paisajes,
señalan el esquema perfecto de sus órbitas.
La corriente del tiempo se remansa y ordena
en las formas numéricas de un siglo y otro siglo.
Y la Muerte vencida se refugia temblando
en el círculo estrecho del minuto presente.
Al coger tu paleta, con un tiro en un ala,
pides la luz que anima la copa del olivo.
Ancha luz de Minerva, constructora de andamios,
donde no cabe el sueño ni su flora inexacta.
Pides la luz antigua que se queda en la frente,
sin bajar a la boca ni al corazón del bosque.
Luz que temen las vides entrañables de Baco
y la fuerza sin orden que lleva el agua curva.
Haces bien en poner banderines de aviso,
en el límite oscuro que relumbra de noche.
Como pintor no quieres que te ablande la forma
el algodón cambiante de una nube imprevista.
El pez en la pecera y el pájaro en la jaula.
No quieres inventarlos en el mar o en el viento.
Estilizas o copias después de haber mirado,
con honestas pupilas sus cuerpecillos ágiles.
Amas una materia definida y exacta
donde el hongo no pueda poner su campamento.
Amas la arquitectura que construye en lo ausente
y admites la bandera como una simple broma.
Dice el compás de acero su corto verso elástico.
Desconocidas islas desmiente ya la esfera.
Dice la línea recta su vertical esfuerzo
y los sabios cristales cantan sus geometrías.
Pero también la rosa del jardín donde vives.
¡Siempre la rosa, siempre, norte y sur de nosotros!
Tranquila y concentrada como una estatua ciega,
ignorante de esfuerzos soterrados que causa.
Rosa pura que limpia de artificios y croquis
y nos abre las alas tenues de la sonrisa
(Mariposa clavada que medita su vuelo).
Rosa del equilibrio sin dolores buscados.
¡Siempre la rosa!
¡Oh, Salvador Dalí de voz aceitunada!
Digo lo que me dicen tu persona y tus cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
pero canto la firme dirección de tus flechas.
Canto tu bello esfuerzo de luces catalanas,
tu amor a lo que tiene explicación posible.
Canto tu corazón astronómico y tierno,
de baraja francesa y sin ninguna herida.
Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua,
el miedo a la emoción que te aguarda en la calle.
Canto la sirenita de la mar que te canta
montada en bicicleta de corales y conchas.
Pero ante todo canto un común pensamiento
que nos une en las horas oscuras y doradas.
No es el Arte la luz que nos ciega los ojos.
Es primero el amor, la amistad o la esgrima.
Es primero que el cuadro que paciente dibujas
el seno de Teresa, la de cutis insomne,
el apretado bucle de Matilde la ingrata,
nuestra amistad pintada como un juego de oca.
Huellas dactilográficas de sangre sobre el oro,
rayen el corazón de Cataluña eterna.
Estrellas como puños sin halcón te relumbren,
mientras que tu pintura y tu vida florecen.
No mires la clepsidra con alas membranosas,
ni la dura guadaña de las alegorías.
Viste y desnuda siempre tu pincel en el aire
frente a la mar poblada de barcos y marinos.
El arco o puente que va
de tu mano a la mía cuando
no se tocan, abre
una flor intermedia.
¿Qué toca, qué retoca, qué trastoca
ese vacío de las manos
solas en su fatiga?
Nace una flor, sí,
se agosta en mayo como una
equivocación de la lengua
que se equivoca , sí.
¿Por qué este horror?
En la página de nosotros mismos
tu cuerpo escribe.
CapsLock Oct 2017
Te pidieron permiso para existir?
O sin saberlo se te fue otorgado.
Descubrimos belleza y encontramos horrores,
aprendimos a ser humanos.

Siempre entre alegría y dolor
sin poder nunca evitarlo.
Y si tanto tengo que sufrir?
No es menor ni empezarlo?

Dar vida y su creación.
El orgullo de un dios amargo.
Que egoísta hay que ser
para crear un ser vivo y al mundo atarlo.

Si tras sufrir acabara por morir...
No es mejor ni evitarlo?
Y para salvarnos a todos
parar la rueda y el ciclo terminarlo.

Todos juntos silenciosos hermanos
bajo las estrellas cogernos de la mano
Y como ellas, uno a uno apagarnos
Y en armonía a nuestro destino llegamos.
Sobre la rota ventana antigua
Con tosco alféizar, con puerta exigua,
Que hacia la oscura callejada,
Pasmando al vulgo como estantigua
Tallada en piedra, la santa está.

Borró la lluvia los mil colores
Que hubo en su manto y en su dosel;
Y recordando tiempos mejores,
Guarda amarillas y secas flores
De las verbenas del tiempo aquel.

El polvo cubre sus aureolas,
Las telarañas visten su faz,
Nadie a sus plantas riega amapolas,
Y ve la santa las calles solas,
La casa triste, la gente en paz.

Por muchos años allí prendido,
Único adorno del tosco altar,
Flota un guiñapo descolorido,
Piadosa ofrenda que no ha caído
De las desgracias al hondo mar.

A arrebatarlo nadie se atreve,
Símbolo antiguo de gran piedad,
Mira del tiempo la marcha breve;
Y cuando el aire lo empuja y mueve
Dice a los años: pasad, pasad.

¡Pobre guiñapo que el aire enreda!
¡Qué amarga y muda lección me da!
La vida pasa y el mundo rueda,
Y siempre hay algo que se nos queda
De tanto y tanto que se nos va.

Tras esa virgen oscura piedra
Que a nadie inspira santo fervor,
Todo el pasado surge y me arredra;
Escombros míos, yo soy la yedra;
¡nidos desiertos, yo fui el amor!

Altas paredes desportilladas
Cuyos sillares sin musgo vi,
¡cuántas memorias tenéis guardadas!
Níveas corinas, jaulas doradas,
Tiestos azules… ¡no estáis aquí!

En mi azarosa vida revuelta
Fue de esta casa dueño y señor,
¿do está la ninfa, de crencha suelta,
de grandes ojos, blanca y esbelta,
que fue mi encanto, mi fe, mi amor?

¡Oh mundo ingrato, cuántos reveses
en ti he sufrido! La tempestad
todos mis campos dijo sin mieses…
La niña duerme bajo cipreses,
Su sueño arrulla la eternidad.

¡Todo ha pasado! ¡Todo ha caído!
Sólo en mi pecho queda la fe,
Como el guiñapo descolorido
Que a la escultura flota prendido…
¡Todo se ha muerto! ¡Todo se fue!

Pero ¡qué amarga, profunda huella
Llevo en mi pecho!… ¡Cuán triste estoy!…
La fe radiante como una estrella,
La casa alegre, la niña bella,
El perro amigo… ¿Dónde están hoy?

¡Oh calle sola, vetusta casa!
¡angostas puertas de aquel balcón!
Si todo muere, si todo pasa
¿por qué esta fiebre que el pecho abrasa
no ha consumido mi corazón?

Ya no hay macetas llenas de flores
Que convirtieran en un pensil
Azotehuelas y corredores…
Ya no se escuchan frases de amores,
Ni hay golondrinas del mes de abril.

Frente a la casa la cruz cristiana
Del mismo templo donde rezó,
Las mismas misas de la mañana,
La misa torre con la campana
Que entre mis brazos la despertó.

Vetusta casa, mansión desierta,
Mírame solo volviendo a ti…
Arrodillado beso tu puerta
Creyendo loco que aquella muerta
Adentro espera pensando en mí.
Metro mágico y rico que al alma expresas
llameantes alegrías, penas arcanas,
desde en los suaves labios de las princesas
hasta en las bocas rojas de las gitanas.
Las almas armoniosas buscan tu encanto,
sonora rosa métrica que ardes y brillas,
y España ve en tu ritmo, siente en tu canto
sus hembras, sus claveles, sus manzanillas.
Vibras al aire alegre como una cinta,
el músico te adula, te ama el poeta;
Rueda en ti sus fogosos paisajes pinta
con la audaz policromía de su paleta.
En ti el hábil orfebre cincela el marco
en que la idea-perla su oriente acusa,
o en tu cordaje armónico formas el arco
con que lanza sus flechas la airada musa.
A tu voz en el baile crujen las faldas,
los piececitos hacen brotar las rosas
e hilan hebras de amores las Esmeraldas
en ruecas invisibles y misteriosas.
La andaluza hechicera, paloma arisca,
por ti irradia, se agita, vibra y se quiebra,
con el lánguido gesto de la odalisca
o las fascinaciones de la culebra.
Pequeña ánfora lírica de vino llena
compuesto por la dulce musa Alegría
con uvas andaluzas, sal macarena,
flor y canela frescas de Andalucía.
Subes, creces, y vistes de pompas fieras;
retumbas en el ruido de las metrallas,
ondulas con el ala de las banderas,
suenas con los clarines de las batallas.
Tienes toda la lira: tienes las manos
que acompasan las danzas y las canciones;
tus órganos, tus prosas, tus cantos llanos
y tus llantos que parten los corazones.
Ramillete de dulces trinos verbales,
jabalina de Diana la Cazadora,
ritmo que tiene el filo de cien puñales,
que muerde y acaricia, mata y enflora.
Las Tirsis campesinas de ti están llenas,
y aman, radiosa abeja, tus bordoneos;
así riegas tus chispas las nochebuenas
como adornas la lira de los Orfeos.
Que bajo el sol dorado de Manzanilla
que esta azulada concha del cielo baña,
polítona y triunfante, la seguidilla
es la flor del sonoro Pindo de España.
¿Por qué ese orgullo, Elvira? Que se domen
en ti loca ambición, ruines enojos,
y quítate esa venda de los ojos,
y que esos ojos a lo real se asomen.

Mira, cuando tus ansias vuelo tomen
y te finjan grandezas tus antojos,
bellas, rostro divino, labios rojos,
que unas comen pan duro, otras no comen.

Bajan a los abismos nieves puras
cuando rueda el alud; y se hace fango
después de estar en cumbres altaneras.

¡Ay, yo he visto llorar sus desventuras
a encopetadas hembras de alto rango
sobre el sucio jergón de las rameras!
Los ranchos dorados cercados de cardos;
chanchos en las calles;
una rueda de carreta
junto a un rancho, un excusado en el patio,
una muchacha llenando su tinaja,
y el Momotombo
azul, detrás de los alegres calzones colgados
amarillos, blancos, rosados.
Cuando a regiones, cuando a sacrificios
manchas moradas como lluvias caen,
el vino abre las puertas con asombro,
y en el refugio de los meses vuela
su cuerpo de empapadas alas rojas.

Sus pies tocan los muros y las tejas
con humedad de lenguas anegadas,
y sobre el filo del día desnudo
sus abejas en gotas van cayendo.

Yo sé que el vino no huye dando gritos
a la llegada del invierno,
ni se esconde en iglesias tenebrosas
a buscar fuego en trapos derrumbados,
sino que vuela sobre la estación,
sobre el invierno que ha llegado ahora
con un puñal entre las cejas duras.

Yo veo vagos sueños,
yo reconozco lejos,
y miro frente a mí, detrás de los cristales,
reuniones de ropas desdichadas.

A ellas la bala del vino no llega,
su amapola eficaz, su rayo rojo
mueren ahogados en tristes tejidos,
y se derrama por canales solos,
por calles húmedas, por ríos sin nombre,
el vino amargamente sumergido,
el vino ciego y subterráneo y solo.

Yo estoy de pie en su espuma y sus raíces,
yo lloro en su follaje y en sus muertos,
acompañado de sastres caídos
en medio del invierno deshonrado,
yo subo escalas de humedad y sangre
tanteando las paredes,
y en la congoja del tiempo que llega
sobre una piedra me arrodillo y lloro.

Y hacia túneles acres me encamino
vestido de metales transitorios,
hacia bodegas solas, hacia sueños,
hacia betunes verdes que palpitan,
hacia herrerías desinteresadas,
hacia sabores de lodo y garganta,
hacia imperecederas mariposas.

Entonces surgen los hombres del vino
vestidos de morados cinturones
y sombreros de abejas derrotadas,
y traen copas llenas de ojos muertos,
y terribles espadas de salmuera,
y con roncas bocinas se saludan
cantando cantos de intención nupcial.

Me gusta el canto ronco de los hombres del vino,
y el ruido de mojadas monedas en la mesa,
y el olor de zapatos y de uvas
y de vómitos verdes:
me gusta el canto ciego de los hombres,
y ese sonido de sal que golpea
las paredes del alba moribunda.

Hablo de cosas que existen, Dios me libre
de inventar cosas cuando estoy cantando!
Hablo de la saliva derramada en los muros,
hablo de lentas medias de ramera,
hablo del coro de los hombres del vino
golpeando el ataúd con un hueso de pájaro.

Estoy en medio de ese canto, en medio
del invierno que rueda por las calles,
estoy en medio de los bebedores,
con los ojos abiertos hacia olvidados sitios,
o recordando en delirante luto,
o durmiendo en cenizas derribado.

Recordando noches, navíos, sementeras,
amigos fallecidos, circunstancias,
amargos hospitales y niñas entreabiertas:
recordando un golpe de ola en cierta roca
con un adorno de harina y espuma,
y la vida que hace uno en ciertos países,
en ciertas costas solas,
un sonido de estrellas en las palmeras,
un golpe del corazón en los vidrios,
un tren que cruza oscuro de ruedas malditas
y muchas cosas tristes de esta especie.

A la humedad del vino, en las mañanas,
en las paredes a menudo mordidas por los días de invierno
que caen en bodegas sin duda solitarias,
a esa virtud del vino llegan luchas,
y cansados metales y sordas dentaduras,
y hay un tumulto de objeciones rotas,
hay un furioso llanto de botellas,
y un crimen, como un látigo caído.

El vino clava sus espinas negras,
y sus erizos lúgubres pasea,
entre puñales, entre mediasnoches,
entre roncas gargantas arrastradas,
entre cigarros y torcidos pelos,
y como ola de mar su voz aumenta
aullando llanto y manos de cadáver.

Y entonces corre el vino perseguido
y sus tenaces odres se destrozan
contra las herraduras, y va el vino en silencio,
y sus toneles, en heridos buques en donde el aire muerde
rostros, tripulaciones de silencio,
y el vino huye por las carreteras,
por las iglesias, entre los carbones,
y se caen sus plumas de amaranto,
y se disfraza de azufre su boca,
y el vino ardiendo entre calles usadas,
buscando pozos, túneles, hormigas,
bocas de tristes muertos,
por donde ir al azul de la tierra
en donde se confunden la lluvia y los ausentes.
Yo hago la noche del soldado, el tiempo del hombre sin melancolía ni exterminio, del tipo tirado lejos por el
océano y una ola, y que no sabe que el agua amarga lo ha separado y que envejece, paulatinamente y sin miedo, dedicado a lo
normal de la vida, sin cataclismos, sin ausencias, viviendo dentro de su piel y de su traje, sinceramente oscuro. Así, pues, me veo
con camaradas estúpidos y alegres, que fuman y escupen y horrendamente beben, y que de repente caen, enfermos de muerte. Porque
dónde están la tía, la novia, la suegra, la cuñada del soldado? Tal vez de ostracismo o de malaria mueren,
se ponen fríos, amarillos y emigran a un astro de hielo, a un planeta fresco, a descansar, al fin, entre muchachas y frutas
glaciales, y sus cadáveres, sus pobres cadáveres de fuego, irán custodiados por ángeles alabastrinos a dormir
lejos de la llama y la ceniza.
Por cada día que cae, con su obligación vesperal de sucumbir, paseo, haciendo una guardia innecesaria, y paso entre
mercaderes mahometanos, entre gentes que adoran la vaca y la cobra, paso yo, inadorable y común de rostro. Los meses no son
inalterables, y a veces llueve: cae del calor del cielo una impregnación callada como el sudor, y sobre los grandes
vegetales, sobre el lomo de las bestias feroces, a lo largo de cierto silencio, estas plumas húmedas se entretejen y alargan. Aguas de
la noche, lágrimas del viento monzón, saliva salada caída como la espuma del caballo, y lenta de aumento, pobre de
salpicadura, atónita de vuelo.
Ahora, dónde está esa curiosidad profesional, esa ternura abatida qué sólo con su reposo abría brecha, esa
conciencia resplandeciente cuyo destello me vestía de ultra azul? Voy respirando como hijo hasta el corazón de un
método obligatorio, de una tenaz paciencia física, resultado de alimentos y edad acumulados cada día, despojado de
mi vestuario de venganza y de mi piel de oro. Horas de una sola estación ruedan a mis pies, y un día de formas diurnas y
nocturnas está casi siempre detenido sobre mí.
Entonces, de cuando en cuando, visito muchachas de ojos y caderas jóvenes, seres en cuyo peinado brilla una flor amarilla como el
relámpago. Ellas llevan anillos en cada dedo del pie, y brazaletes, y ajorcas en los tobillos, y además collares de color, collares
que retiro y examino, porque yo quiero sorprenderme ante un cuerpo ininterrumpido y compacto, y no mitigar mi beso. Yo peso con mis brazos
cada nueva estatua, y bebo su remedio vivo con sed masculina y en silencio. Tendido, mirando desde abajo la fugitiva criatura, trepando
por su ser desnudo hasta su sonrisa: gigantesca y triangular hacia arriba, levantada en el aire por dos senos globales, fijos ante mis
ojos como dos lámparas con luz de aceite blanco y dulces energías. Yo me encomiendo a su estrella morena, a su calidez de
piel, e inmóvil bajo mi pecho como un adversario desgraciado, de miembros demasiado espesos y débiles, de ondulación
indefensa: o bien girando sobre sí misma como una rueda pálida, dividida de aspas y dedos, rápida, profunda,
circular, como una estrella en desorden.
Ay, de cada noche que sucede, hay algo de brasa abandonada que se gasta sola, y cae envuelta en ruinas, en medio de cosas funerales. Yo asisto
comúnmente a esos términos, cubierto de armas inútiles, lleno de objeciones destruidas. Guardo la ropa y los
huesos levemente impregnados de esa materia seminocturna: es un polvo temporal que se me va uniendo, y el dios de la substitución vela
a veces a mi lado, respirando tenazmente, levantando la espada.
Entre la imperturbable quietud de la alameda,
donde el césped recama su tapiz absorbente,
la fuente silabea melancólicamente
las tímidas metáforas de una estrofa de seda.

El chorro de agua clara vacila, ondula y rueda,
irisando de espuma los labios de la fuente,
y sobre la amatista cóncava del poniente
el sol funde los bordes de su roja moneda.

En el plácido estanque de linfa transparente
un cisne erige el asa de su cuello indolente,
y en actitud heráldica meditabundo queda...

Pero el plumaje cándido se eriza de repente,
y del pico de ámbar fluye un grito estridente,
ante un botón de rosa que flota en la corriente,
húmedo y sonrosado como el **** de Leda...
Honda, inmóvil, letárgica laguna
que semeja el sepulcro de la luna,
se tiende hasta el ilímite horizonte,
y a la tristeza vesperal se aduna
un viento de ultramar y de ultramonte.
Cantan en el crepúsculo
y un leve son de esquila
vuela en el éter trémulo.

Que mi rumor se extinga blando, tenue,
ola en onda, onda en pompa, pompa en iris,
como vágulo aroma en la memoria;
y me reintegre a la epopeya trunca
en la ciudad de nieblas de mi gloria.
Cantan en el crepúsculo. ¡Armonía!

Y que olvide la brega transitoria,
y el no ser más -y el no ser menos nunca-,
del hilo de oro del collar del día.
¡Armonía! ¡Armonía!

Y el ancla suelte a místicas regiones,
no humano ya mi desear: divino
mi poseer,
mientras en el desmayo del crepúsculo
rueda sobre los ásperos terrones
el carro del campesino,
y fulgura, real, tras el velo de mis lágrimas,
erigida por mi dolor con el mármol de mi poesía
-¡y mía, mía, mía!-
mi nebúlea azulina Acuarimántima.
¡Armonía! ¡Armonía!
Y para acá o allá
y desde aquí otra vez
y vuelta a ir de vuelta y sin aliento
y del principio o término del precipicio íntimo
hasta el extremo o medio o resurrecto resto de éste a aquello o de lo opuesto
y rueda que te roe hasta el encuentro
y aquí tampoco está
y desde arriba abajo y desde abajo arriba ávido asqueado
por vivir entre huesos
o del perpetuo estéril desencuentro
a lo demás
de más
o al recomienzo  espeso de cerdos contratiempos y destiempos
cuando no al burdo sino de algún complejo herniado en pleno vuelo
cálido o helado
y vuelta y vuelta
a tanta terca tuerca
para entregarse entero o de tres cuartos
harto ya de mitades
y de cuartos
al entrevero exhausto de los lechos deshechos
o darse noche y día sin descanso contra todos los nervios del misterio
del más allá
de acá
mientras se rota quedo ante el fugaz aspecto sempiterno de lo aparente o lo supuesto
y vuelta y vuelta hundido hasta el pescuezo
con todos los sentidos sin sentido
en el sofocatedio
con uñas y con piensos y pellejo
y porque sí nomás
En la mitad del barranco
las navajas de Albacete,
bellas de sangre contraria,
relucen como los peces.
Una dura luz de naipe
recorta en el agrio verde,
caballos enfurecidos
y perfiles de jinetes.
En la copa de un olivo
lloran dos viejas mujeres.
El toro de la reyerta
se sube por las paredes.
Ángeles negros traían
pañuelos y agua de nieve.
Ángeles con grandes alas
de navajas de Albacete.
Juan Antonio el de Montilla
rueda muerto la pendiente,
su cuerpo lleno de lirios
y una granada en las sienes.
Ahora monta cruz de fuego,
carretera de la muerte.El juez, con guardia civil,
por los olivares viene.
Sangre resbalada gime
muda canción de serpiente.
Señores guardias civiles:
aquí pasó lo de siempre.
Han muerto cuatro romanos
y cinco cartagineses.La tarde loca de higueras
y de rumores calientes
cae desmayada en los muslos
heridos de los jinetes.
Y ángeles negros volaban
por el aire del poniente.
Ángeles de largas trenzas
y corazones de aceite.
Por la calle brinca y corre
caballo de larga cola,
mientras juegan o dormitan
viejos soldados de Roma.
Medio monte de Minervas
abre sus brazos sin hojas.
Agua en vilo redoraba
las aristas de las rocas.
Noche de torsos yacentes
y estrellas de nariz rota
aguarda grietas del alba
para derrumbarse toda.
De cuando en cuando sonaban
blasfemias de cresta roja.
Al gemir, la santa niña
quiebra el cristal de las copas.
La rueda afila cuchillos
y garfios de aguda comba.
Brama el toro de los yunques,
y Mérida se corona
de nardos casi despiertos
y tallos de zarzamora.
Flora desnuda se sube
por escalerillas de agua.
El Cónsul pide bandeja
para los senos de Olalla.
Un chorro de venas verdes
le brota de la garganta.
Su **** tiembla enredado
como un pájaro en las zarzas.
Por el suelo, ya sin norma,
brincan sus manos cortadas
que aún pueden cruzarse en tenue
oración decapitada.
Por los rojos agujeros
donde sus pechos estaban
se ven cielos diminutos
y arroyos de leche blanca.
Mil arbolillos de sangre
le cubren toda la espalda
y oponen húmedos troncos
al bisturí de las llamas.
Centuriones amarillos
de carne gris, desvelada,
llegan al cielo sonando
sus armaduras de plata.
Y mientras vibra confusa
pasión de crines y espadas,
el Cónsul porta en bandeja
senos ahumados de Olalla.
Nieve ondulada reposa.
Olalla pende del árbol.
Su desnudo de carbón
tizna los aires helados.
Noche tirante reluce.
Olalla muerta en el árbol.
Tinteros de las ciudades
vuelcan la tinta despacio.
Negros maniquíes de sastre
cubren la nieve del campo
en largas filas que gimen
su silencio mutilado.
Nieve partida comienza.
Olalla blanca en el árbol.
Escuadras de níquel juntan
los picos en su costado.
Una Custodia reluce
sobre los cielos quemados
entre gargantas de arroyo
y ruiseñores en ramos.
¡Saltan vidrios de colores!
Olalla blanca en lo blanco.
Ángeles y serafines
dicen: Santo, Santo, Santo.
La plaza es diminuta.
Cuatro muros leprosos,
una fuente sin agua,
dos bancas de cemento
y fresnos malheridos.
El estruendo, remoto,
de ríos ciudadanos.
Indecisa y enorme,
rueda la noche y borra
graves arquitecturas.
Ya encendieron las lámparas.
En los golfos de sombra,
en esquinas y quicios,
brotan columnas vivas
e inmóviles: parejas.
Enlazadas y quietas,
entretejen murmullos:
pilares de latidos.

En el otro hemisferio
la noche es femenina,
abundante y acuática.
Hay islas que llamean
en las aguas del cielo.
Las hojas del banano
vuelven verde la sombra.
En mitad del espacio
ya somos, enlazados,
un árbol que respira.
Nuestros cuerpos se cubren
de una yedra de sílabas.

Follajes de rumores,
insomnio de los grillos
en la yerba dormida,
las estrellas se bañan
en un charco de ranas,
el verano acumula
allá arriba sus cántaros,
con manos visibles
el aire abre una puerta.
Tu frente es la terraza
que prefiere la luna.

El instante es inmenso,
el mundo ya es pequeño.
Yo me pierdo en tus ojos
y al perderme te miro
en mis ojos perdida.
Se quemaron los nombres,
nuestros cuerpos se han ido.
Estamos en el centro
imantado de ¿donde?

Inmóviles parejas
en un parque de México
o en un jardín asiático:
bajo estrellas distintas
diarias eucaristías.
Por la escala del tacto
bajamos ascendemos
al arriba de abajo,
reino de las raíces,
república de alas.

Los cuerpos anudados
son el libro del alma:
con los ojos cerrados,
con mi tacto y mi lengua,
deletreo en tu cuerpo
la escritura del mundo.
Un saber ya sin nombres:
el sabor de esta tierra.

Breve luz suficiente
que ilumina y nos ciega
como el súbito brote
de la espiga y el *****.
Entre el fin y el comienzo
un instante sin tiempo
frágil arco de sangre,
puente sobre el vacío.

Al trabarse los cuerpos
un relámpago esculpen.
Sobre las mesas, botellas decapitadas de "champagne" con corbatas blancas de payaso, baldes de níquel que trasuntan enflaquecidos brazos y espaldas de "cocottes".

El bandoneón canta con esperezos de gusano baboso, contradice el pelo rojo de la alfombra, imanta los pezones, los ***** y la ***** de los zapatos.

Machos que se quiebran en un corte ritual, la cabeza hundida entre los hombros, la jeta hinchada de palabras soeces.

Hembras con las ancas nerviosas, un poquitito de espuma en las axilas, y los ojos demasiado aceitados.

De pronto se oye un fracaso de cristales. Las mesas dan un corcovo y pegan cuatro patadas en el aire. Un enorme espejo se derrumba con las columnas y la gente que tenía dentro; mientras entre un oleaje de brazos y de espaldas estallan las trompadas, como una rueda de cohetes de bengala.

Junto con el vigilante, entra la aurora vestida de violeta.
El mundo en sus ejes rueda
en continuo movimiento
sobre el humano cimiento...
Así rueda el pensamiento
de Don José de Espronceda.
La dentellada del mar muerde
la abierta pulpa de la costa
donde se estrella el agua verde
contra la tierra silenciosa.

Parado cielo y lejanía.
El horizonte, como un brazo,

rodea la fruta encendida
del sol cayendo en el ocaso.

Frente a la furia del mar son
inútiles todos los sueños.
¿Para qué decir la canción
de un corazón que es tan pequeño?


Sin embargo es tan vasto el cielo
y rueda el tiempo, sin embargo.
¡Tenderse y dejarse llevar
por este viento azul y amargo!...

Desgranado viento del mar,
sigue besándome la cara.
¡Arrástrame, viento del mar,
adonde nadie me esperara!

A la tierra más pobre y dura
llévame, viento, entre tus alas,
así como llevas a veces
las semillas de las hierbas malas.

Ellas quieren rincones húmedos,
surcos abiertos, ellas quieren
crecer como todas las hierbas:
¡yo sólo quiero que me lleves!

Allá estaré como aquí estoy:
adonde vaya estaré siempre
con el deseo de partir
y con las manos en la frente...


Ésa es la pequeña canción
arrullada en un vasto sueño.
¿Para qué decir la canción
si el corazón es tan pequeño?

Pequeño frente al horizonte
y frente al mar enloquecido.
¡Si Dios gimiera en esta playa,
nadie oiría sus gemidos!

A mordiscos de sal y espuma
borra el mar mis últimos pasos...

La marea desata ahora
su cinturón, en el ocaso.

Y una bandada raya el cielo
como una nube de flechazos...
Desde su sueño el hombre ve al gigante
de un sueño que soñado fue en Bretaña
y apresta el corazón para la hazaña
y le clava la espuela a Rocinante.

El viento hace girar las laboriosas
aspas que el hombre gris ha acometido.
Rueda el rocín; la lanza se ha partido
y es una cosa más entre las cosas.

Yace en la tierra el hombre de armadura;
lo ve caer el hijo de un vecino,
que no sabrá el final de la aventura

y que a las Indias llevará el destino.
Perdido en el confín de otra llanura
se dirá que fue un sueño el del molino.
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
y que no se sabe dónde
temblando se clavará;

hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;

gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y se ignora
qué playa buscando va;

luz que en cercos temblorosos
brilla, próxima a expirar,
y que no se sabe de ellos
cuál el último será;

eso soy yo, que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de dónde vengo ni a dónde
mis pasos me llevarán.
Boca que arrastra mi boca:
boca que me has arrastrado:
boca que vienes de lejos
a iluminarme de rayos.
Alba que das a mis noches
un resplandor rojo y blanco.
Boca poblada de bocas:
pájaro lleno de pájaros.
Canción que vuelve las alas
hacia arriba y hacia abajo.
Muerte reducida a besos,
a sed de morir despacio,
das a la grama sangrante
dos fúlgidos aletazos.
El labio de arriba el cielo
y la tierra el otro labio.
Beso que rueda en la sombra:
beso que viene rodando
desde el primer cementerio
hasta los últimos astros.
Astro que tiene tu boca
enmudecido y cerrado
hasta que un roce celeste
hace que vibren sus párpados.
Beso que va a un porvenir
de muchachas y muchachos,
que no dejarán desiertos
ni las calles ni los campos.
¡Cuánta boca enterrada,
sin boca, desenterramos!
Beso en tu boca por ellos,
brindo en tu boca por tantos
que cayeron sobre el vino
de los amorosos vasos.
Hoy son recuerdos, recuerdos,
besos distantes y amargos.
Hundo en tu boca mi vida,
oigo rumores de espacios,
y el infinito parece
que sobre mí se ha volcado.
He de volverte a besar,
he de volver, hundo, caigo,
mientras descienden los siglos
hacia los hondos barrancos
como una febril nevada
de besos y enamorados.
Boca que desenterraste
el amanecer más claro
con tu lengua. Tres palabras,
tres fuegos has heredado:
vida, muerte, amor. Ahí quedan
escritos sobre tus labios.

— The End —