Abrí el refrigerador
y escogí dos naranjas,
redondas y doradas
como pequeños soles maduros.
Te miré a los ojos
—espejos de un alma que aún no conocía—
y te ofrecí una,
gesto simple de amor:
compartir la dulzura
en aquella mañana tranquila
donde hasta el silencio
sabía a paz.
Te entregué el cortador de frutas,
esa herramienta delicada
que desnuda sin herir,
que libera los gajos
como quien abre un tesoro
sin romper el cofre.
Pero tú,
con manos impacientes,
lo rechazaste.
Pediste un cuchillo
—filo frío y rápido—
y partiste la fruta en dos,
sin ceremonias,
como si el jugo que brotó
no fuera también sangre.
Yo,
el chico que aprende
a ver milagros en lo invisible,
retiré mi cáscara lentamente,
desvistiendo el albedo blanco
como quien quita
el velo de una novia.
Mis dedos rescataron
cada gajo intacto,
pequeñas lunas de miel
que brillaban
entre mis manos callosas.
Y ahí lo vi:
tu alma no conoce la delicadeza.
Para ti,
lo bello es solo
lo que puede romperse.
Las aves vuelan
y tú ni siquiera
les ves las alas.
Las estrellas caen
y tú no extiendes
las palmas
para atrapar sus últimos
suspiros de luz.
Mel Zalewsky.