Submit your work, meet writers and drop the ads. Become a member
Siendo mozo Alvargonzález,
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en la feria de Berlanga
prendóse de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.Muy ricas las bodas fueron
y quien las vio las recuerda;
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos a la valenciana
y danza a la aragonesa.   Feliz vivió Alvargonzález
en el amor de su tierra.
Naciéronle tres varones,
que en el campo son riqueza,
y, ya crecidos, los puso,
uno a cultivar la huerta,
otro a cuidar los merinos,
y dio el menor a la Iglesia.   Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega,
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.   Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trajeron cizaña,
antes que nietos le dieran.   La codicia de los campos
ve tras la muerte la herencia;
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.   El menor, que a los latines
prefería las doncellas
hermosas y no gustaba
de vestir por la cabeza,
colgó la sotana un día
y partió a lejanas tierras.La madre lloró, y el padre
diole bendición y herencia.   Alvargonzález ya tiene
la adusta frente arrugada,
por la barba le platea
la sombra azul de la cara.   Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza;

  iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llegó a una fuente clara.   Echóse en la tierra; puso
sobre una piedra la manta,
y a la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua.   Y Alvargonzález veía,
como Jacob, una escala
que iba de la tierra al cielo,
y oyó una voz que le hablaba.Mas las hadas hilanderas,
entre las vedijas blancas
y vellones de oro, han puesto
un mechón de negra lana.Tres niños están jugando
a la puerta de su casa;
entre los mayores brinca
un cuervo de negras alas.La mujer vigila, cose
y, a ratos, sonríe y canta.-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.Ellos se miran y callan.-Subid al monte, hijos míos,
y antes que la noche caiga,
con un brazado de estepas
hacedme una buena llama.   Sobre el lar de Alvargonzález
está la leña apilada;
el mayor quiere encenderla,
pero no brota la llama.-Padre, la hoguera no prende,
está la estepa mojada.   Su hermano viene a ayudarle
y arroja astillas y ramas
sobre los troncos de roble;
pero el rescoldo se apaga.Acude el menor, y enciende,
bajo la negra campana
de la cocina, una hoguera
que alumbra toda la casa.   Alvargonzález levanta
en brazos al más pequeño
y en sus rodillas lo sienta;-Tus manos hacen el fuego;
aunque el último naciste
tú eres en mi amor primero.   Los dos mayores se alejan
por los rincones del sueño.
Entre los dos fugitivos
reluce un hacha de hierro.   Sobre los campos desnudos,
la luna llena manchada
de un arrebol purpurino,
enorme globo, asomaba.Los hijos de Alvargonzález
silenciosos caminaban,
y han visto al padre dormido
junto de la fuente clara.   Tiene el padre entre las cejas
un ceño que le aborrasca
el rostro, un tachón sombrío
como la huella de un hacha.Soñando está con sus hijos,
que sus hijos lo apuñalan;
y cuando despierta mira
que es cierto lo que soñaba.   A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho,
por donde la sangre brota,
más un hachazo en el cuello.Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detrás un rastro sangriento,
y en la laguna sin fondo,
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
a los pies, tumba le dieron.   Se encontró junto a la fuente
la manta de Alvargonzález,
y, camino del hayedo,
se vio un reguero de sangre.Nadie de la aldea ha osado
a la laguna acercarse,
y el sondarla inútil fuera,
que es la laguna insondable.Un buhonero, que cruzaba
aquellas tierras errante,
fue en Dauria acusado, preso
y muerto en garrote infame.   Pasados algunos meses,
la madre murió de pena.Los que muerta la encontraron
dicen que las manos yertas
sobre su rostro tenía,
oculto el rostro con ellas.   Los hijos de Alvargonzález
ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y mil ovejas.
    Ya están las zarzas floridas
y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas,
y en los nidos, que coronan
las torres de las iglesias,
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas.Ya los olmos del camino
y chopos de las riberas
de los arroyos, que buscan
al padre Duero, verdean.El cielo está azul, los montes
sin nieve son de violeta.La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza;
muerto está quien la ha labrado,
mas no le cubre la tierra.   La hermosa tierra de España
adusta, fina y guerrera
Castilla, de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reductos de fortaleza,
como yelmos crestonados,
y Urbión es una cimera.   Los hijos de Alvargonzález,
por una empinada senda,
para tomar el camino
de Salduero a Covaleda,
cabalgan en pardas mulas,
bajo el pinar de Vinuesa.Van en busca de ganado
con que volver a su aldea,
y por tierra de pinares
larga jornada comienzan.Van Duero arriba, dejando
atrás los arcos de piedra
del puente y el caserío
de la ociosa y opulenta
villa de indianos. El río
al fondo del valle, suena,
y de las cabalgaduras
los cascos baten las piedras.A la otra orilla del Duero
canta una voz lastimera:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra.»   Llegados son a un paraje
en donde el pinar se espesa,
y el mayor, que abre la marcha,
su parda mula espolea,
diciendo: -Démonos prisa;
porque son más de dos leguas
de pinar y hay que apurarlas
antes que la noche venga.Dos hijos del campo, hechos
a quebradas y asperezas,
porque recuerdan un día
la tarde en el monte tiemblan.Allá en lo espeso del bosque
otra vez la copla suena:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».   Desde Salduero el camino
va al hilo de la ribera;
a ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva,
y las rocas se aborrascan,
al par que el valle se estrecha.Los fuertes pinos del bosque
con sus copas gigantescas
y sus desnudas raíces
amarradas a las piedras;
los de troncos plateados
cuyas frondas azulean,
pinos jóvenes; los viejos,
cubiertos de blanca lepra,
musgos y líquenes canos
que el grueso tronco rodean,
colman el valle y se pierden
rebasando ambas laderasJuan, el mayor, dice: -Hermano,
si Blas Antonio apacienta
cerca de Urbión su vacada,
largo camino nos queda.-Cuando hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo,
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés a Vinuesa.-Mala tierra y peor camino.
Te juro que no quisiera
verlos otra vez. Cerremos
los tratos en Covaleda;
hagamos noche y, al alba,
volvámonos a la aldea
por este valle, que, a veces,
quien piensa atajar rodea.Cerca del río cabalgan
los hermanos, y contemplan
cómo el bosque centenario,
al par que avanzan, aumenta,
y la roqueda del monte
el horizonte les cierra.El agua, que va saltando,
parece que canta o cuenta:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
    Aunque la codicia tiene
redil que encierre la oveja,
trojes que guarden el trigo,
bolsas para la moneda,
y garras, no tiene manos
que sepan labrar la tierra.Así, a un año de abundancia
siguió un año de pobreza.   En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y de avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta,
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.A los dos Alvargonzález
maldijo Dios en sus tierras,
y al año pobre siguieron
largos años de miseria.   Es una noche de invierno.
Cae la nieve en remolinos.
Los Alvargonzález velan
un fuego casi extinguido.El pensamiento amarrado
tienen a un recuerdo mismo,
y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.No tienen leña ni sueño.Larga es la noche y el frío
arrecia. Un candil humea
en el muro ennegrecido.El aire agita la llama,
que pone un  fulgor rojizo
sobre las dos pensativas 
testas de los asesinos.El mayor de Alvargonzález,
lanzando un ronco suspiro,
rompe el silencio, exclamando:-Hermano, ¡qué mal hicimos!El viento la puerta bate
hace temblar el postigo,
y suena en la chimenea
con hueco y largo bramido.Después, el silencio vuelve,
y a intervalos el pabilo
del candil chisporrotea
en el aire aterecido.El segundo dijo: -Hermano,
¡demos lo viejo al olvido!

  Es una noche de invierno.
Azota el viento las ramas
de los álamos. La nieve
ha puesto la tierra blanca.Bajo la nevada, un hombre
por el camino cabalga;
va cubierto hasta los ojos,
embozado en negra capa.Entrado en la aldea, busca
de Alvargonzález la casa,
y ante su puerta llegado,
sin echar pie a tierra, llama.   Los dos hermanos oyeron
una aldabada a la puerta,
y de una cabalgadura
los cascos sobre las piedras.Ambos los ojos alzaron
llenos de espanto y sorpresa.-¿Quién es?  Responda -gritaron.-Miguel -respondieron fuera.Era la voz del viajero
que partió a lejanas tierras.   Abierto el portón, entróse
a caballo el caballero
y echó pie a tierra. Venía
todo de nieve cubierto.En brazos de sus hermanos
lloró algún rato en silencio.Después dio el caballo al uno,
al otro, capa y sombrero,
y en la estancia campesina
buscó el arrimo del fuego.   El menor de los hermanos,
que niño y aventurero
fue más allá de los mares
y hoy torna indiano opulento,
vestía con ***** traje
de peludo terciopelo,
ajustado a la cintura
por ancho cinto de cuero.Gruesa cadena formaba
un bucle de oro en su pecho.Era un hombre alto y robusto,
con ojos grandes y negros
llenos de melancolía;
la tez de color moreno,
y sobre la frente comba
enmarañados cabellos;
el hijo que saca porte
señor de padre labriego,
a quien fortuna le debe
amor, poder y dinero.
De los tres Alvargonzález
era Miguel el más bello;
porque al mayor afeaba
el muy poblado entrecejo
bajo la frente mezquina,
y al segundo, los inquietos
ojos que mirar no saben
de frente, torvos y fieros.   Los tres hermanos contemplan
el triste hogar en silencio;
y con la noche cerrada
arrecia el frío y el viento.-Hermanos, ¿no tenéis leña?-dice Miguel.             -No tenemos
-responde el mayor.               Un hombre,
milagrosamente, ha abierto
la gruesa puerta cerrada
con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene
el rostro del padre muerto.Un halo de luz dorada
orla sus blancos cabellos.
Lleva un haz de leña al hombro
y empuña un hacha de hierro.   De aquellos campos malditos,
Miguel a sus dos hermanos
compró una parte, que mucho
caudal de América trajo,
y aun en tierra mala, el oro
luce mejor que enterrado,
y más en mano de pobres
que oculto en orza de barro.   Diose a trabajar la tierra
con fe y tesón el indiano,
y a laborar los mayores
sus pegujales tornaron.   Ya con macizas espigas,
preñadas de rubios granos,
a los campos de Miguel
tornó el fecundo verano;
y ya de aldea en aldea
se cuenta como un milagro,
que los asesinos tienen
la maldición en sus campos.   Ya el pueblo canta una copla
que narra el crimen pasado:«A la orilla de la fuente
lo asesinaron.¡qué mala muerte le dieron
los hijos malos!En la laguna sin fondo
al padre muerto arrojaron.No duerme bajo la tierra
el que la tierra ha labrado».   Miguel, con sus dos lebreles
y armado de su escopeta,
hacia el azul de los montes,
en una tarde serena,
caminaba entre los verdes
chopos de la carretera,
y oyó una voz que cantaba:«No tiene tumba en la tierra.
Entre los pinos del valle
del Revinuesa,
al padre muerto llevaron
hasta la Laguna Negra».
    La casa de Alvargonzález
era una casona vieja,
con cuatro estrechas ventanas,
separada de la aldea
cien pasos y entre dos olmos
que, gigantes centinelas,
sombra le dan en verano,
y en el otoño hojas secas.   Es casa de labradores,
gente aunque rica plebeya,
donde el hogar humeante
con sus escaños de piedra
se ve sin entrar, si tiene
abierta al campo la puerta.   Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherillos de barro,
que a dos familias sustentan.   A diestra mano, la cuadra
y el corral; a la siniestra,
huerto y abejar, y, al fondo,
una gastada escalera,
que va a las habitaciones
partidas en dos viviendas.   Los Alvargonzález moran
con sus mujeres en ellas.
A ambas parejas que hubieron,
sin que lograrse pudieran,
dos hijos, sobrado espacio
les da la casa paterna.   En una estancia que tiene
luz al huerto, hay una mesa
con gruesa tabla de roble,
dos sillones de vaqueta,
colgado en el muro, un *****
ábaco de enormes cuentas,
y unas espuelas mohosas
sobre un arcón de madera.   Era una estancia olvidada
donde hoy Miguel se aposenta.
Y era allí donde los padres
veían en primavera
el huerto en flor, y en el cielo
de mayo, azul, la cigüeña
-cuando las rosas se abren
y los zarzales blanquean-
que enseñaba a sus hijuelos
a usar de las alas lentas.   Y en las noches del verano,
cuando la calor desvela,
desde la ventana al dulce
ruiseñor cantar oyeran.   Fue allí donde Alvargonzález,
del orgullo de su huerta
y del amor a los suyos,
sacó sueños de grandeza.   Cuando en brazos de la madre
vio la figura risueña
del primer hijo, bruñida
de rubio sol la cabeza,
del niño que levantaba
las codiciosas, pequeñas
manos a las rojas guindas
y a las moradas ciruelas,
o aquella tarde de otoño,
dorada, plácida y buena,
él pensó que ser podría
feliz el hombre en la tierra.   Hoy canta el pueblo una copla
que va de aldea en aldea:«¡Oh casa de Alvargonzález,
qué malos días te esperan;
casa de los asesinos,
que nadie llame a tu puerta!»   Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.   Las últimas golondrinas,
que no emprendieron la marcha,
morirán, y las cigüeñas
de sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron.           Sobre la casa
de Alvargonzález, los olmos
sus hojas que el viento arranca
van dejando. Todavía
las tres redondas acacias,
en el atrio de la iglesia,
conservan verdes sus ramas,
y las castañas de Indias
a intervalos se desgajan
cubiertas de sus erizos;
tiene el rosal rosas grana
otra vez, y en las praderas
brilla la alegre otoñada.   En laderas y en alcores,
en ribazos y en cañadas,
el verde nuevo y la hierba,
aún del estío quemada,
alternan; los serrijones
pelados, las lomas calvas,
se coronan de plomizas
nubes apelotonadas;
y bajo el pinar gigante,
entre las marchitas zarzas
y amarillentos helechos,
corren las crecidas aguas
a engrosar el padre río
por canchales y barrancas.   Abunda en la tierra un gris
de plomo y azul de plata,
con manchas de roja herrumbre,
todo envuelto en luz violada.   ¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!   Páramo que cruza el lobo
aullando a la luna clara
de bosque a bosque, baldíos
llenos de peñas rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas,¡oh pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!
    Una mañana de otoño,
cuando la tierra se labra,
Juan y el indiano aparejan
las dos yuntas de la casa.
Martín se quedó en el huerto
arrancando hierbas malas.   Una mañana de otoño,
cuando los campos se aran,
sobre un otero, que tiene
el cielo de la mañana
por fondo, la parda yunta
de Juan lentamente avanza.   Cardos, lampazos y abrojos,
avena loca y cizaña,
llenan la tierra maldita,
tenaz a pico y a escarda.   Del corvo arado de roble
la hundida reja trabaja
con vano esfuerzo; parece,
que al par que hiende la entraña
del campo y hace camino
se cierra otra vez la zanja.   «Cuando el asesino labre
será su labor pesada;
antes que un surco en la tierra,
tendrá una arruga en su cara».   Martín, que estaba en la huerta
cavando, sobre su azada
quedó apoyado un momento;
frío sudor le bañaba
el rostro.           Por el Oriente,
la luna llena, manchada
de un arrebol purpurino,
lucía tras de la tapia
del huerto.           Martín tenía
la sangre de horror helada.
La azada que hundió en la tierra
teñida de sangre estaba.   En la tierra en que ha nacido
supo afincar el indiano;
por mujer a una doncella
rica y hermosa ha tomado.   La hacienda de Alvargonzález
ya es suya, que sus hermanos
todo le vendieron: casa,
huerto, colmenar y campo.   Juan y Martín, los mayores
de Alvargonzález, un
Caminando hacia el mar
en la pradera
-es hoy noviembre-,
todo ha nacido ya,
todo tiene estatura,
ondulación, fragancia.
Hierba a hierba
entenderé la tierra,
paso a paso
hasta la línea loca
del océano.
De pronto una ola
de aire agita y ondula
la cebada salvaje:
salta
el vuelo de un pájaro
desde mis pies, el suelo
lleno de hilos de oro,
de pétalos sin nombre,
brilla de pronto como rosa verde,
se enreda con ortigas que revelan
su coral enemigo,
esbeltos tallos, zarzas
estrelladas,
diferencia infinita
de cada vegetal que me saluda
a veces con un rápido
centelleo de espinas
o con la pulsación de su perfume
fresco, fino y amargo.
Andando a las espumas
del Pacífico
con torpe paso por la baja hierba
de la primavera escondida,
parece
que antes de que la tierra se termine
cien metros antes del más grande océano
todo se hizo delirio,
germinación y canto.
Las minúsculas hierbas
se coronaron de oro,
las plantas de la arena
dieron rayos morados
y a cada pequeña hoja de olvido
llegó una dirección de luna o fuego.
Cerca del mar, andando,
en el mes de noviembre,
entre los matorrales que reciben
luz, fuego y sal marinas
hallé una flor azul
nacida en la durísima pradera.
De dónde, de qué fondo
tu rayo azul extraes?
Tu seda temblorosa
debajo de la tierra
se comunica con el mar profundo?
La levanté en mis manos
y la miré como si el mar viviera
en una sola gota,
como si en el combate
de la tierra y las aguas
una flor levantara
un pequeño estandarte
de fuego azul, de paz irresistible,
de indómita pureza.
Nigel Morgan Nov 2012
When he opens the door it is almost exactly how I have imagined it: the room and the person.

Without a word he takes me to the window directly, and there it is. He smiles and says ‘Am I not the most fortunate of Fellows?’ And, of course, he is. Who else could have taken rooms that look out on the great Oriental Plane of Emmanuel College:

A lado de las agues esta, como leyenda
En sui jardin murando e silencio
El arbo bello dos veches centenario
Las pondrosas ramas estendidas
Cerco de tanta hierba, extrellazando hojas
Dosel donde una sombre endenice subsiste.


(By the side of the waters stands like a legend
In its walled and silent garden, the beautiful tree
Surrounded by grass, interweaving its leaves,
A canopy where Eden still exists!)

He doesn’t provide the English translation of Luis Cenarda’s poem, but he probably knows it and can recite all eleven stanzas. If you had that view you’d learn it too.

‘I gather you’re a Cambridge man.’  he says. ’76 to 88 – I know Robin of course. He has new rooms since you were about, but says do look in.’

Yes, I’m a Cambridge man, but this was never my territory, never such gracious rooms, the floor to ceiling walls of books, the maps, the pictures, so many photographs, a traveller’s room. Indeed, on my journey here I found myself imagining this location and the man himself. I am not disappointed. He is my height, just under six foot, cropped hair, a slight beard, large eyes that rarely seem to blink; they take all of you in and hold your gaze. His clothes are unassuming – a blue sweater, proper trousers, Church’s brogues highly polished.

Thus, I am being examined like those landscapes he describes so well. He studies my personal topography. No pleasantries. ‘Lunch in the Common Room at 1.30. Let’s talk now.’ A glass of sherry appears. He perches on the edge of a desk, one of four in the room. A small table by the window is quite empty except for a small note book and framed photograph of his friend Roger. His muse perhaps? I know he swims too, and imagine him on a morning in early Spring heading for the Cam at dawn like Richard Hanney taking a plunge in his Oxfordshire lake.

‘Music isn’t really my thing,’ he says tentatively, ‘I love the chapel stuff, but I don’t do the background thing. I’m not like Attenborough who can’t take a step without being plugged into Bach. When I travel I like to hear the sounds around me. I think they are as important as the smell of a place.’

‘There’s this tradition of English composers painting landscapes in music. Egdon Heath, the Fen Country and so on. I looked at your recent essay on your Heartstone, how you’ve taken the fractal nature of the chalk landscape down towards Audley End as your canvas. It is beautiful there, seductive. I occasionally take the train to Saffron Walden and cycle the lanes.’

We talk about whether words in a musical performance need to be heard by the listener. ‘I can never hear them.  Do composers think people should hear them, or are they just a lattice on which to hang musical sounds? I wonder. Do you want those kind of words? Starting points for your imagination? No. Oh . . .’

I tell him I have to have clarity. I see music as a kind of additional commentary underpinning a text. As a composer I give it rhythmic space, a further and extra dimension. I place it in a field of time.  

He goes to a bookshelf and picks out The Peregrine by J.A. Baker. ‘You know this of course.’ I know this I nod. ‘A book which sets the imagination aloft, and keeps it there for months and years afterwards.’ I proudly quote (his introduction to the new edition). ‘Gosh,’ he says, ‘Nobody has ever quoted me before’. And smiles very broadly. ‘I think you’ve deserved your lunch’.

And so we go, past the Oriental Plane, across the Fellows’ Garden to the Fellows’ Common Room. In the December gloom we have rich Scots Broth, herrings with a course mustard dressing and salad, a glass of claret and cheese. We talk of China: his year in Beijing with expeditions to the northern Tai Mountains, the territory of my work in progress. ‘They are just like the Pyrenees only more so. Exquisite limestone forms, and in Autumn they are simply poems of mist and water. You are going to go there I hope before the tourists take over completely? The scenic mountain road is a travesty.’

It is time to leave: he to an afternoon of end of term tutorials – I to look in on Robin, who sees us at lunch and makes appropriate signs across the Common Room. ‘I enjoyed your letter’, He says ruefully, ‘You have very gracious handwriting, so unusual these days and a delight to leave lying on the desk. You know I insist that my students write their essays in their own hand. You should see the scrawls I get. But they learn. I gave one young woman one of those copy-books that Charlotte Bronte writes about giving her pupils. I got my act together when I first corresponded with Roger. His letters were astonishingly beautiful and one of these days they’ll be published in facsimile. Lui Xie says a well-written letter is the ‘presentation of the sound of the heart.’ What a pity you no longer write your scores by hand.’

I tell him I’ll write his score by hand if he’ll compose the words I seek.

‘We’ll see’, he says, and with a brisk handshake, he rises from the table, smiles and leaves.
Oh playas verdeantes de algas marinas, sobre
las guijas de estridente diamante y flavo cobre.
Oh piélagos preñados de la cálida voz de las sirenas.
Oh piélagos que nutre denso susurro: -trenos
de náufragos a la deriva por sus senos
procelosos, y que yá dormirán en las ondas serenas.

Yo anhelo tus ilímites planicies: hielos glaucos,
brumas, nieblas -última Thule- para ulular mis turbios himnos raucos!

Yo soy Harald, soy Harald el Obscuro.

Todos los viajes, todos mis viajes, son viajes de regreso.
Yo torno ahora, retorno ahora del azur y hacia el azur. 1
Violada luz diaprea sus rútilos zafiros.
Voz de sangre sus zafiros denigra.
Mas nó otro azur desea mi vagabundo sueño:
sólo ése azur cebrado de vïolas, ése azur ocelado de abenuz..!
Oh piélagos transidos de agorera pavura irremisible.
Oh piélagos que asorda gríseo clangor: equale
de trombones, en lento ritmo y voz velada, audible
sólo para los seres que un Fátum fúnebre señale...
Yo anhelo tus ilímites planicies: hielos glaucos,
brumas, nieblas -última Thule- para ulular mis turbios himnos raucos!

Yo soy Harald, soy Harald el Obscuro.

Yo sólo amo tu amor, fatal Isolda.
Erigiremos en todos los caminos nuestra gitana tolda aventurera.
Yo sólo amo tu amor, oh brava Isolda!
Brava Isolda hechicera!

Yo soy Tristán de Leonís: -ligera
por todos los océanos nuestra nao pirata
discurrirá indolente, con viento ameno o duro; 2
bajo la lumbre de topacio
del sol;
bajo la luz morena de la rosa de plata;
o en la noche ceñuda -lúgubre y agorera-. 3
Por todos los océanos nuestro amor, y el espacio
sin lindes, y el ensueño, y hacia lo ignoto navegar... 4

Por todos los océanos nuestra libre galera:
y en el palo cimero la flámula escarlata
con una rosa endrina,
y en nuestros corazones la rosa purpurina
y la flámula negra...
Nuestra nao pirata
discurrirá por todos los océanos al azar, al azar, al azar... 5
Erigiremos en todos los caminos nuestra gitana tolda aventurera, 6
y el refugio ilusorio de nuestro ciclo errátil e inseguro...
Yo sólo amo tu amor, mi brava Isolda,
yo sólo amo tu amor, Ilse hechicera,
yo soy Tristán, soy Harald el Obscuro.

Dancé cantando mi canción acerba.
Era el véspero, casi la noche, era el véspero de ceniza.

El tardeño cocuyo su luz irradïaba.
Su lumbre ingenua mi ingenuo corazón iluminaba.

Mas mi espíritu pérfido mi ingenuidad enerva,
y en el ingenuo corazón desliza
fragante zumo de su ponzoñosa hierba.

Yo soy Tristán, soy Harald el Obscuro.

Divagar. Divagar por inéditos climas.
Metafísicos vórtices. Remansada sapiencia.
Júbilo y alborozo sensüales.

Ebrias sedes. Acidia muelle. Venus autumnales,
ingrávidas adolescentes: oh vendimias opimas...!
Al propio tiempo, nugacidad y vacío, y nesciencia...

Oh mujer, arcangélico vampiro,
demoníaca Ofelia, cándida cervatilla, híspido
endriago!

Todo lo excelso aroma en tu sollozo y en tu suspiro y en tu sonrisa!
Perfuma en tu pasión lo deletéreo y lo inefable, lo joyoso y lo aciago!
Tifón de tempestades y sosegada brisa
cantan en tu pasión:
y un trémulo murmurio pulcro balbuce en tu corazón!

Yo soy Harald, soy Harald el Obscuro.
Yo soy Tristán de Leonís, acedo.

Yo sólo amo tu amor, Ilse hechicera,
yo sólo amo tu amor, fatal Isolda,
mi brava Isolda!

Yo soy Harald, soy Lancelot: -blanda sonrisa, corazón perjuro;
yo sólo amo tu amor, tu amor áspero y ledo,
venenoso y lustral, proclive y puro,
pérfido y claro, y abisal y erguido!
Yo sólo amo tu amor. Ilse hechicera,
Furia hechicera, Lálage hechicera:

Yo sólo de tu amor -Ilse- me curo:
y al azar de las rutas erigiremos nuestra tolda,
fatal Isolda,
y en nuestra tolda un penumbroso nido,
y al azar de los vientos singlará nuestra nao aventurera...

Yo soy Harald, soy Harald el Obscuro.
No fue jamás mejor aquello.
Esto de ahora es doloroso;
pero el dolor nos hace hombres
y ya ninguno estamos solos.
Alto fue el precio que pagamos:
miseria y llanto de los ojos,
nuestros mejores años verdes
y nuestros sueños más hermosos.

Porque nacimos bajo el signo
del cerebro. Pero ya todo
se vino a tierra una mañana.
Lo devastó un viento glorioso,
y somos ruinas o cimientos,
algo inconcreto, algo borroso:
tronco cortado a ras de tierra,
que nadie sabe que fue tronco.

Predestinados para sabios,
para teóricos,
nos enseñaron muchas cosas
conceptualmente. Y como a un pozo
de agua estancada y silenciosa,
fuimos echando piedras, lodo,
trozos inútiles de muerte,
mármoles rotos.
Ahora no vemos sobre el agua
El paisaje que se alza en torno.

Predestinados para sabios,
para teóricos,
conoceríamos la vida
sólo a través del microscopio,
y nuestro amigo, nuestro hermano,
serían entes, microcosmos,
nombres velados, sin sentido,
abstracciones…

Pero ya todo
se vino a tierra una mañana.
Lo devastó un viento glorioso.
Se desbordó un día la vida,
nos tornó locos,
y les pusimos a las cosas
nuevos nombres. Y el vino rojo
de la sangre, y el agua pálida
del llanto, el sol majestuoso
del mediodía de verano
fueron más que simples fenómenos,
abstracciones, malabarismos
de los teóricos.

Éramos hombres, y el de enfrente,
aquel que hablaba con nosotros,
de su tiempo, de nuestro tiempo,
no era un ente ni un microcosmos.
El que sufría, el que gritaba
o lloraba por estar solo;
el que durmió sobre la hierba
las noches húmedas de otoño
a nuestro lado, alma con alma,
hombro con hombro,
aquél, cegado por la tierra
que nos echaban a los ojos;
aquél que anduvo por los campos
solitario, pisando odios,
era un hombre de carne y hueso
como nosotros.



Es extraño. Noches y días
se suceden. Seguimos solos
como unos árboles raquíticos
en la cima de un monte. Pozos
semicegados. (Pero el agua,
invisible para los ojos,
como una remota esperanza
suena en el fondo.)

Es triste alzarse de uno mismo,
poner los ojos en el rostro
de los hombres que han de venir
tras de nosotros,
que no sabrán que entre los árboles,
sobre la hierba, en el mar hondo,
en las ciudades, en las cumbres,
hemos cantado, temblorosos
por la alegría de estar vivos.

Así pasamos, como un soplo
de brisa azul sobre la piedra.
Sin dejar rastro, como el oro
de las hojas, cuando coronan
la frente grave del otoño…

Porque no queda ni una sola
rosa plantada por nosotros.
Dime, háblame
Tú, esencia misteriosa
De nuestra raza
Tras de tantos siglos,
Hálito creador
De los hombres hoy vivos,
A quienes veo por el odio impulsados
Hasta ofrecer sus almas
A la muerte, la patria más profunda

Cuando la primavera vieja
Vuelva a tejer su encanto
Sobre tu cuerpo inmenso,
¿Cuál ave hallará nido
y qué savia una rama
Donde brotar con verde impulso?

¿Qué rayo de la luz alegre,
Qué nube sobre el campo solitario,
Hallarán agua, cristal de hogar en calma
Donde reflejen su irisado juego?

Háblame, madre;
y al llamarte así, digo
Que ninguna mujer lo fue de nadie
Como tú lo eres mía.
Háblame, dime

Una sola palabra en estos días lentos.

En los días informes

Que frente a ti se esgrimen

Como cuchillo amargo

Entre las manos de tus propios hijos.

No te alejes así, ensimismada
Bajo los largos velos cenicientos
Que nos niegan tus anchos ojos bellos.
Esas flores caídas,
Pétalos rotos entre sangre y lodo,
En tus manos estaban luciendo eternamente
Desde siglos atrás, cuando mi vida
Era un sueño en la mente de los dioses.

Eres tú, son tus ojos lo que busca
Quien te llama luchando con la muerte,
A ti, remota y enigmática
Madre de tantas almas idas
Que te legaron, con un fulgor de piedra clara,
Su afán de eternidad cifrado en hermosura.
Pero no eres tan sólo
Dueña de afanes muertos;
Tierna, amorosa has sido con nuestro afán viviente,
Compasiva con nuestra desdicha de efímeros.
¿Supiste acaso si de ti éramos dignos?

Contempla ahora a través de las lágrimas:

Mira cuántos cobardes
Lejos de ti en fuga vergonzosa,
Renegando tu nombre y tu regazo,
Cuando a tus pies, mientras la larga espera,
Si desde el suelo alzamos hacia ti la mirada,
Tus hijos sienten oscuramente
La recompensa de estas horas fatídicas.

No sabe qué es la vida
Quien jamás alentó bajo la guerra.
Ella sobre nosotros sus alas densas cierne,
y oigo su silbo helado,
y veo los muertos bruscos
Caer sobre la hierba calcinada,
Mientras el cuerpo mío

Sufre y lucha con unos enfrente de esos otros.

No sé qué tiembla y muere en mí
Al verte así dolida y solitaria,
En ruinas los claros dones
De tus hijos, a través de los siglos;
Porque mucho he amado tu pasado,
Resplandor victorioso entre sombra y olvido

Tu pasado eres tú
Y al mismo tiempo es
La aurora que aún no alumbra nuestros campos.
Tú sola sobrevives.
Aunque venga la muerte;
Sólo en ti está la fuerza
De hacernos esperar a ciegas el futuro

Que por encima de estos yesos muertos
Y encima de estos yesos vivos que combaten,
Algo advierte que tú sufres con todos.
Y su odio, su crueldad, su lucha,
Ante ti vanos son, como sus vidas,
Porque tú eres eterna
Y sólo los creaste
Para la paz y gloria de su estirpe.
Habla deja caer una palabra
Buenos días he dormido todo el invierno y ahora despierto
Habla
            Una piragua enfila hacia la luz
Una palabra ligera avanza a toda vela
El día tiene forma de río
En sus riberas brillan las plumas de tus cantos
Dulzura del agua en la hierba dormida
Agua clara vocales para beber
vocales para adornar una frente unos tobillos
Habla
            Toca la cima de una pausa dichosa
Y luego abre las alas y habla sin parar
Pasa un rostro olvidado
Pasas tú misma con tu andar de viento en un campo de maíz
La infancia con sus flechas y su ídolo y su higuera
Rompe amarras y pasa con la torre y el jardín
Pasan futuro y pasado
Horas ya vividas y horas por matar
Pasan relámpagos que llevan en el pico pedazos de tiempo todavía vivos
Bandadas de cometas que se pierden en mi frente
¡Y escriben tu nombre en la espalda desnuda del espejo!
Habla
            Moja los labios en la piedra
partida que mana inagotable
Hunde tus brazos blancos en el agua grávida de profecías inminentes


    Un día se pierde
    En el cielo hecho de prisa
    La luz no deja huellas en la nieve
    Un día se pierde
    Abrir y cerrar de puertas
    La semilla del sol se abre sin ruido
    Un día comienza
    La niebla asciende la colina
    Un hombre baja por el río
    Los dos se encuentran en tus ojos
    Y tú te pierdes en el día
    Cantando en el follaje de la luz
    Tañen campanas allá lejos
    Cada llamada es una ola
    Cada ola sepulta para siempre
    Un gesto una palabra la luz contra la nube
    Tú ríes y te peinas distraída
    Un día comienza a tus pies
    Pelo mano blancura no son nombres
    Para este pelo esta mano esta blancura
    Lo visible y palpable que está afuera
    Lo que está adentro y sin nombre
    A tientas se buscan en nosotros
    Siguen la marcha del lenguaje
    Cruzan el puente que les tiende esta imagen
    Como la luz entre los dedos se deslizan
    Como tú misma entre mis manos
    Como tu mano entre mis manos se entrelazan
    Un día comienza en mis palabras
    Luz que madura hasta ser cuerpo
    Hasta ser sombra de tu cuerpo luz de tu sombra
    Malla de calor piel de tu luz
    Un día comienza en tu boca
    El día que se pierde en nuestros ojos
    El día que se abre en nuestra noche

Espacioso cielo de verano
Lunas veloces de frente obstinada
Astros desnudos como el oro y la plata
Animales de luz corriendo en pleno cielo
Nubes de toda condición
Alto espacio
                        Noche derramada
Como el vino en la piedra sagrada
Como un mar ya vencido que inclina sus banderas
Como un sabor desmoronado

Hay jardines en donde el viento mismo se demora
Por oírse correr entre las hojas
Hablan con voz tan clara las acequias
Que se ve al través de sus palabras
Alza el jazmín su torre inmaculada
He aquí que llega la palabra almendra
Mis pensamientos se deslizan como agua
Inmóvil yo los veo alejarse entre los chopos
Frente a la noche idéntica otro que no conozco
También los piensa y los mira perderse


Como la enredadera de mil manos
Como el incendio y su voraz plumaje
Como la primavera al asalto del año
Los dedos de la música
Las garras de la música
La yedra de fuego de la música
Cubre los cuerpos cubre las almas
Cuerpos tatuados por sonidos ardientes
Como el cuerpo del dios constelado de signos
Como el cuerpo del cielo tatuado por astros coléricos
Cuerpos quemados almas quemadas
Llegó la música y nos arrancó los ojos
(No vimos sino el relámpago
No oímos sino el chocar de espadas de la luz)
Llegó la música y nos arrancó la lengua
La gran boca de la música devoró los cuerpos
Se quemó el mundo
Ardió su nombre y los nombres que eran su atavío
No queda nada sino un alto sonido
Torre de vidrio donde anidan pájaros de vidrio
Pájaros invisibles
hechos de la misma sustancia de la luz
Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,
buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente
y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante
y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado,
trepaba por los cerros que habitan las rapaces
aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor -romero, tomillo, salvia, espliego-.
Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
      Un buitre de anchas alas con majestuoso vuelo
cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,
y una redonda loma cual recamado escudo,
y cárdenos alcores sobre la parda tierra
-harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra-,
las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. -Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que tiene la torre castellana-.
Veía el horizonte cerrado por colinas
oscuras, coronadas de robles y de encinas;
desnudos peñascales, algún humilde prado
donde el merino pace y el toro, arrodillado
sobre la hierba, rumia; las márgenes de río
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío,
y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos! -carros, jinetes y arrieros-,
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las aguas plateadas
del Duero.
      El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla.
            ¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos ni arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aún van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
      Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó?  Sobre sus campos aún el fantasma yerta
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
      La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,
ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar, cargados
de plata y oro, a España, en regios galeones,
para la presa cuervos, para la lid leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante,
clamor de mercaderes de muelles de Levante,
no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.
      Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora.
      El sol va declinando. De la ciudad lejana
me llega un armonioso tañido de campana
-ya irán a su rosario las enlutadas viejas-.
De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se obscurecen.
Hacia el camino blanco está el mesón abierto
al campo ensombrecido y al pedregal desierto.
Desde esta cárcel podía
verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.

Esta cárcel es como una
playa: todo está dormido
en ella. Las olas rompen
casi a sus pies. El estío,
la primavera, el invierno,
el otoño, son caminos
exteriores que otros andan:
cosas sin vigencia, símbolos
mudables del tiempo. (El tiempo
aquí no tiene sentido).

Esta cárcel fue primero
cementerio. Yo era un niño
y algunas veces pasé
por este lugar. Sombríos
cipreses, mármoles rotos.
Pero ya el tiempo podrido
contaminaba la tierra.
La hierba ya no era el grito
de la vida. Una mañana
removieron con los picos
y las palas la frescura
del suelo, y todo -los nichos,
rosales, cipreses, tapias-
perdió su viejo latido.
Nuevo cementerio alzaron
para los vivos.

Desde esta cárcel podría
tocarse el mar; mas el mar,
los montes recién nacidos,
los árboles que se apagan
entre acordes amarillos,
las playas que abren al alba
grandes abanicos,
son cosas externas, cosas
sin vigencia, antiguos mitos,
caminos que otros recorren.
Son tiempo
y aquí no tiene sentido.

Por lo demás todo es
terriblemente sencillo.
El agua matinal tiene
figura de fuente...
                    (Grifos
al amanecer. Espaldas
desnudas. Ojos heridos
por el alba fría). Todo
es aquí sencillo,
terriblemente sencillo.

Y así las horas. Y así
los años. Y acaso un tibio
atardecer del otoño
(hablan de Jesús) sentimos
parado el tiempo. (Jesús
habló a los hombres, y dijo:
«Bienaventurados los
pobres de espíritu»).
Pero Jesús no está aquí
(salió por la gran vidriera,
corre por un risco,
va en una barca, con Pedro,
por el mar tranquilo).
Jesús no está aquí. Lo eterno
se desvae, y es lo efímero
-una mujer rubia, un día
de niebla, un niño tendido
sobre la hierba, una alondra
que rasga el cielo-, es lo efímero
eso que pasa y que muda,
lo que nos tiene prendidos.
Sed de tiempo, porque el tiempo
aquí no tiene sentido.

Un hombre pasa. (Sus ojos
llenos de tiempo). Un ser vivo.
Dice: «Cuatro, cinco años...»,
como si echara los años
al olvido.
Un muchacho de los valles
de Liébana. Un campesino.
(Parece oírse la voz
de la madre: «Hijo,
no tardes», ladrar los perros
por los verdes pinos,
nacer las flores azules
de abril...)
              dice «Cuatro, cinco
seis años...», sereno, como
si los echase al olvido.

El cielo, a veces, azul,
gris, morado, o encendido
de lumbres. Dorado a veces.
Derramado oro divino.
De sobra sabemos quién
derrama el oro y da al lirio
sus vestiduras, quién presta
su rojo color al vino,
vuela entre nubes, ordena
las estaciones...
                          (Caminos
exteriores que otros andan).
Aquí está el tiempo sin símbolo
como agua errante que no
modela el río.

Y yo, entre cosas de tiempo,
ando, vengo y voy perdido.
Pero estoy aquí, y aquí
no tiene el tiempo sentido.
Deseternizado, ángel
con nostalgia de un granito
de tiempo. Piensan al verme:
«Si estará dormido...»

Porque sin una evidencia
de tiempo, yo no estoy vivo.
Desde esta cárcel podría
verse el mar -yo ya no pienso
en el mar. Oigo los grifos
al amanecer. No pienso
que el chorro me canta un frío
cantar de fuente. Me labro
mis nuevos caminos.

Para no sentirme solo
por los siglos de los siglos.
¿En dónde estás, por dónde
te hallaré, sombra, sombra,
sombra?...

                    Pisé las piedras,
las modelé con sol
y con tristeza. Supe
que había allí un secreto
de paz, un corazón
latiendo para mí.

Y qué serías, sombra,
sombra, sombra; qué nombre,
y qué forma, y qué vida
serías, sombra. Y cómo
podías no ser vida,
no tener forma y nombre

Sombra: bajo las piedras,
bajo tanta mudez
-dureza y levedad,
oro y hierba-, qué, quién
me solicita, qué
me dice, de qué modo
entenderlo... (no encuentro
las llaves). Sombra, sombra,
sombra... Cómo entenderlo
y nacerlo...

                    De pronto,
deslumbradoramente,
el agua cristaliza
en diamante... Una súbita
revelación...

                          Azul:
en el azul estaba,
en la hoguera celeste,
en la pulpa del día,
la clave Ahora recuerdo:
he vuelto a Italia. Azul,
azul, azul era ésa
la palabra (no sombra,
sombra, sombra) Recuerdo

ya -con qué claridad-
lo que he soñado siempre
sin sospecharlo. He vuelto
a Italia, a la aventura
de la serenidad,
del equilibrio, de
la belleza, la gracia,
la medida...

                          Por estas
plazas que el sol desnuda
cada mañana, el alma
ha navegado, limpia
y ardiente. Pero dime,
azul (¿o hablo a la sombra?),
qué dimensión le prestas
a esta hora mía; quién
arrebató las alas
a la vida. Y quién fue
que yo no sé. Y quién fui
el que ha vivido instantes
que yo recuerdo ahora.
Qué, alma mía, en qué cuerpo,
que no era mío, anduvo
por aquí, devanando
amor, entre oleadas
de piedra, entre oleadas
encendidas (las olas
rompían y embestían
contra las torres peñas)...

Entre oleadas... Olas...
Gris... Olas... Sombra...He vuelto
a olvidar la palabra
reveladora. Playas...
Olas... Sombra... Hubo algo
que era armonía, un sitio
donde estoy... (sombra, sombra,
sombra), donde no estoy.
No: la palabra no era sombra.

El fulgor del cielo,
la piedra rosa, han vuelto
a su mudez. Están
ante mí. Los contemplo,
y, sin embargo, ya
no están. El equilibrio,
la armonía, la gracia
no están. Ay, sombra, sombra
(y tanta claridad).

Quién disipó el lugar
(o el tiempo) que me daba
su sangre, el que escondía
el lugar (o era el tiempo)
no vivido. Y por qué
recuerdo lo que ha sido
vivido por mi cuerpo
y mi alma. Qué hace
aquí, por mi memoria,
este avión roto, un viejo
Junker, bajo la luna
de diciembre. La niebla,
la escarcha, aquel camino
hasta el silencio, aquella
mar que estaba anunciando
este mismo momento
que no es tampoco mío.

Quién sabe qué decían
las olas de esta piedra.
Quién sabe lo que hubiera
-antes- dicho esta piedra
si yo hubiese acertado
la palabra precisa
que pudo descuajarla
del futuro. Cuál era
-ayer- esa palabra
nunca dicha. Cuál es
esa palabra de hoy,
que ha sido pronunciada,
que ha ardido al pronunciarla,
y que ha sido perdida
definitivamente
Pablo Paredes Nov 2014
Señor juez:
Me declaro culpable
De no haberla hecho feliz
Y sus caprichos no poder cumplir.
Soy culpable Señor Juez,
Culpeme por quererla
Más que a mi poesía, que al arte,
Más que a mi vida.
Lamento todos los días,
No ser su ideal,
Ni su tal para cual
Y lamento aun más que
Perdiera su tiempo conmigo.
Es mi gran pesar no estar a su altura;
A la belleza de una flor,
Una simple hierba no se compara,
Y sus sueños de cama
A mi lado parecian pesadillas.
Me arrepiento de ser pan
Cuando ella quería vino,
Y querer ser poesía
Cuando no creía en mi fantasía.
Señor juez,
Condeneme con la amargura,
Castigueme con este dolor
Que llevo en el pecho de saber
Ella nunca fue feliz, y es
Mi gran culpa.
Encarcele a mi alma, profuga,
Pues sin tener una se la ofreci.
Lamento no haber sido
El aire de felicidad,
Ni el suspiro de pasión,
Ni la lagrima del dolor.
Castigueme hoy, que ella lo hizo ayer
Y así usted sera verdugo de mi amor,
Y nunca más aquella bella rosa
Espinará mi corazón.
cyrus Apr 2011
rezuma, el noche, con el
humedad. una cosa del estomago
del tierra, esto vida,
esto respiracion como el espacio
intermedio las alas de un halcon. me siento
la marga que tiene todo el nocion de la neblina
dentro de su atomos. esto marga tiene mi oreja
y me susurra sobre las raices muy pequeno y
paulatina de la hierba. sobre como en la brea que
llamamos "el noche" o
"la profundidad" es un parte de nosotros
que rezuma, que no nos gusta, y que
mantene lo que somos.
my spanish is eh, but i felt like trying a poem to explore some different kinds of words. if anyone sees awful, terrible, ugly grammatical mistakes or word choices, do let me know!
Todo ha florecido en
estos campos, manzanos,
azules titubeantes, malezas amarillas,
y entre la hierba verde viven las amapolas.
El cielo inextinguible, el aire nuevo
de cada día, el tácito fulgor,
regalo de una extensa primavera.
Sólo no hay primavera en mi recinto.
Enfermedades, besos desquiciados,
como yedras de iglesia se pegaron
a las ventanas negras de mi vida
y el sólo amor no basta, ni el salvaje
y extenso aroma de la primavera.
Y para ti qué son en este ahora
la luz desenfrenada, el desarrollo
floral de la evidencia, el canto verde
de las verdes hojas, la presencia
del cielo con su copa de frescura?
Primavera exterior, no me atormentes,
desatando en mis brazos vino y nieve,
corola y ramo roto de pesares,
dame por hoy el sueño de las hojas
nocturnas, la noche en que se encuentran
los muertos, los metales, las raíces,
y tantas primaveras extinguidas
que despiertan en cada primavera.
Amanece. Descalzo he salido a pisar los caminos,
a sentir en la carne desnuda la escarcha.
¡Tanta luz, tanta vida, tan verde cantar de la hierba!
¡Tan feliz creación elevada a la cima más alta!
Siento el tiempo pasar y perderse y tan sólo por fuera de mí se detiene.
Y parece que está el universo encantado, tocado de gracia.
¡Tanta luz, tanta vida, tan frágil silencio!
¡Tantas cosas eternas que mellan al tiempo su trágica espada!
¡Tanta luz, tan abiertos caminos!
¡Tanta vida que evita los siglos y ordena en el día su magia!
Si la flor, si la piedra, si el árbol, si el pájaro;
si su olor, su dureza, su verde jadeo, su vuelo entre el cielo y la rama.
Si todos me deben su vida, si a costa de mí, de mi muerte es posible su vida,
a costa de mí, de mi muerte diaria...

¡Tanta luz, tan remoto latir de la hierba...!
            (Descalzo he salido a sentir en la carne desnuda la escarcha).
¡Tanta luz, tan oscura pregunta!
¡Tan oscura y difícil palabra!
¡Tan confuso y difícil buscar, pretender comprender y aceptar,
y parar lo que nunca se para.
Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco.
Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste
-untado con el bálsamo para la tristeza como para morirme-
apareces distante, intocable, junto a mí.
Me miras como a un niño y se me olvida todo
y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente.
He pensado en la duración de Dios,
en la manteca y el azufre de la locura,
en todo lo que he podido mirar en mis breves días.
Tú eres como la leche del mundo.
Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo.
¿Qué puedo darte sino el cielo?
Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres
-medalla, ojos de Dios, globo de plata,
moneda de miel, mujer, gota de aire-
pero la luna está en el cielo y sólo es luna,
inagotable, milagrosa como tú.
Yo quiero llorar a veces furiosamente
porque no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.
Con la alegría que da hacer un poema,
o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla,
te aproximas a mí y me construyes
en la balanza de tus ojos,
en la fórmula mágica de tus manos.
Un médico me ha dicho que tengo el corazón de gota
-alargado como una gota- y yo lo creo
porque me siento como una gruta
en que perpetuamente cae, se regenera y cae
perpetuamente.

Bendita entre todas las mujeres
tú, que no estorbas,
tú que estás a la mano como el bastón del ciego,
como el carro del paralítico.
Virgen aún para el que te posee,
desconocida siempre para el que te sabe,
¿qué puedo darte sino el infierno?
Desde el oleaje de tu pecho
En que naufraga lentamente mi rostro,
te miro a ti, hacia abajo, hasta la ***** de tus pies
en que principia el mundo.
Piel de mujer te has puesto,
Suavidad de mujer y húmedos órganos
en que penetro dulcemente, estatua derretida,
manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy
y el caos que soy te preserva.
Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.

Cuando la hora vacía sobreviene
sabes pasar tus dedos como un ungüento,
posarlos en los ojos emplumados,
reír con la yema de tus dedos.
¿Qué puedo darte yo sino la tierra?
Sembrado en el estiércol de los días
miro crecer mi amor, como los árboles
a que nadie ha trepado y cuya sombra
seca la hierba, y da fiebre al hombre.

Imperfecta, mortal, hija de hombres,
verdadera,
te ursupo, ya lo sé diariamente,
y tu piedad me usa a todas horas
y me quieres a mí, y yo soy entonces,
como un hijo nuestro largamente deseado.

Quisiera hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.

En los parques, en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo,
donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños,
te deseo, te sueño.
¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tarde
o a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre, siempre, hasta la noche).
¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.

¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!

No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada
ni corazón tan de veras.
Como un río de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué buen serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!

Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh ***** toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!
Dre G Sep 2013
enemiga mía, hace cuatro años
nos conocimos y hasta este día
todavía no hablamos ¿recuerdas
cuando éramos amistades?

todas las noches en la hierba,
la nieve, revolcandonos sobre el
piso y a veces en el
cielo. ¿qué le pasó a nuestra
unidad? estos días me temes,
estos días quiero perdonar.

te echo de menos.
deseo que seas bendecida
que se jodan los ex novios,
quiero ser otra vez tu amiga.
Aquí, en este momento, termina todo,
se detiene la vida. Han florecido luces amarillas
a nuestros pies, no sé si estrellas. Silenciosa
cae la lluvia sobre el amor, sobre el remordimiento.
Nos besamos en carne viva. Bendita lluvia
en la noche, jadeando en la hierba,
Trayendo en hilos aroma de las nubes,
poniendo en nuestra carne su dentadura fresca.
Y el mar sonaba. Tal vez fuera su espectro.
Porque eran miles de kilómetros
los que nos separaban de las olas.
Y lo peor: miles de días pasados y futuros nos separaban.
Descendían en la sombra las escaleras.
Dios sabe a dónde conducían. Qué más daba. «Ya es hoy
-dije yo-, ya es hora de volver a tu casa».
Ya es hora. En el portal, «Espera», me dijo. Regresó
vestida de otro modo, con flores en el pelo.
Nos esperaban en la iglesia. «Mujer te doy». Bajamos
las gradas del altar. El armonio sonaba.
Y un violín que rizaba su melodía empalagosa.
Y el mar estaba allí. Olvidado y apetecido
tanto tiempo. Allí estaba. Azul y prodigioso.
Y ella y yo solos, con harapos de sol y de humedad.
«¿Dónde, dónde la noche aquella, la de ayer...?», preguntábamos
al subir a la casa, abrir la puerta, oír al niño que salía
con su poco de sombra con estrellas,
su agua de luces navegantes,
sus cerezas de fuego. Y yo puse mis labios
una vez más en la mejilla de ella. Besé hondamente.
Los gusanos labraron tercamente su piel. Al retirarme
lo vi. Qué importa, corazón. La música encendida,
y nosotros girando. No: inmóviles. El cáliz de una flor
gris que giraba en torno vertiginosa.
Dónde la noche, dónde el mar azul, las hojas de la lluvia.
Los niños -quiénes son, que hace un instante
no estaban-, los niños aplaudieron, muertos de risa:
«Qué ridículos, papá, mamá». «A la cama», les dije
con ira y pena. Silencio. Yo besé
la frente de ella, los ojos con arrugas
cada vez más profundas. Dónde la noche aquella,
en qué lugar del universo se halla. «Has sido duro
con los niños». Abrí la habitación de los pequeños,
volaron pétalos de lluvia. Ellos estaban afeitándose.
Ellas salían con sus trajes de novia. Se marcharon
los niños -¿por qué digo los niños?- con su amor,
con sus noches de estrellas, con sus mares azules,
con sus remordimientos, con sus cuchillos de buscar pureza
bajo la carne. Dónde, dónde la noche aquella,
dónde el mar... Qué ridículo todo: este momento detenido,
este disco que gira y gira en el silencio,
consumida su música...
A la cálida vida que transcurre canora
con garbo de mujer sin letras ni antifaces,
a la invicta belleza que salva y que enamora,
responde, en la embriaguez de la encantada hora,
un encono de hormigas en mis venas voraces.
Fustigan el desmán del perenne hormigueo
el pozo del silencio y el enjambre del ruido,
la harina rebanada como doble trofeo
en los fértiles bustos, el Infierno en que creo,
el estertor final y el preludio del nido.
Mas luego mis hormigas me negarán su abrazo
y han de huir de mis pobres y trabajados dedos
cual se olvida en la arena un gélido bagazo;
y tu boca, que es cifra de eróticos denuedos,
tu boca, que es mi rúbrica, mi manjar y mi adorno,
tu boca, en que la lengua vibra asomada al mundo
como réproba llama saliéndose de un horno,
en una turbia fecha de cierzo gemebundo
en que ronde la luna porque robarte quiera,
ha de oler a sudario y a hierba machacada,
a droga y a responso, a pabilo y a cera.
Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.
Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.No soy un de pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.
Nienke May 2015
perdido en un sueño
sin sonambulismo
mi piel del nieve
con las hojas de hierba
tantas cosas
tanta gente
y yo
incapacitado
en silencio
nunca más
el silencio
y yo, ahora en paz
con mi verdadera amiga
cerré mi boca para siempre
Palacio, buen amigo,
¿está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega!...¿Tienen los viejos olmos
algunas hojas nuevas?Aún las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!¿Hay zarzas florecidas
entré las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.Habrá trigales verdes,
y mulas pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,¿tienen ya ruiseñores las riberas?Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra...
El más antiguo toro cruzó el día,
sus patas escarbaban el planeta.
Siguió, siguió hasta donde vive el mar.
Llegó a la orilla el más antiguo toro
a la orilla del tiempo, del océano.
Cerró los ojos, lo cubrió la hierba.
Respiró toda la distancia verde.
Y lo demás lo construyó el silencio.
Fue la pasada primavera,
hace ahora casi un año,
En un salón del viejo Temple, en Londres,
Con viejos muebles. Las ventanas daban,
Tras edificios viejos, a lo lejos,
Entre la hierba el gris relámpago del río.
Todo era gris y estaba fatigado
Igual que el iris de una perla enferma.

Eran señores viejos, viejas damas,
En los sombreros plumas polvorientas;
Un susurro de voces allá por los rincones,
Junto a mesas con tulipanes amarillos,
Retratos de familia y teteras vacías.
La sombra que caía
Con un olor a gato,
Despertaba ruidos en cocinas.

Un hombre silencioso estaba
Cerca de mí. Veía
La sombra de su largo perfil algunas veces
Asomarse abstraído al borde de la taza,
Con la misma fatiga
Del muerto que volviera
Desde la tumba a una fiesta mundana.

En los labios de alguno,
Allá por los rincones
Donde los viejos juntos susurraban,
Densa como una lágrima cayendo,
Brotó de pronto una palabra: España.
Un cansancio sin nombre
Rodaba en mi cabeza.
Encendieron las luces. Nos marchamos.

Tras largas escaleras casi a oscuras
Me hallé luego en la calle,
Y mi lado, al volverme,
Vi otra vez a aquel hombre silencioso,
Que habló indistinto algo
Con acento extranjero,
Un acento de niño en voz envejecida.

Andando me seguía
Como si fuera solo bajo un peso invisible,
Arrastrando la losa de su tumba;
Mas luego se detuvo.
«¿España?», dijo. «Un nombre.
España ha muerto.» Había
Una súbita esquina en la calleja.
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.
Tras de la reja abierta entre los muros,
La tierra negra sin árboles ni hierba,
Con bancos de madera donde allá en la tarde
Se sientan silenciosos unos viejos.
En torno están las casas, cerca hay tiendas,
Calles por las que juegan niños, y los trenes
Pasan al lado de las tumbas. Es un barrio pobre.

Como remiendos de las fachadas grises,
Cuelgan en las ventanas trapos húmedos de lluvia.
Borradas están ya las inscripciones
De las losas con muertos de dos siglos,
Sin amigos que les olvide, muertos
Clandestinos. Mas cuando el sol despierta,
Porque el sol brilla algunos días de junio,
En lo hondo algo deben sentir los huesos viejos.

Ni una hoja ni un pájaro. La piedra nada más. La tierra.
¿Es el infierno así? Hay dolor sin olvido,
Con ruido y miseria, frío largo y sin esperanza.
Aquí no existe el sueño silencioso
De la muerte, que todavía la vida
Se agita entre estas tumbas, como una prostituta
Prosigue su negocio bajo la noche inmóvil.

Cuando la sombra cae desde el cielo nublado
Y el humo de las fábricas se aquieta
En polvo gris, vienen de la taberna voces,
Y luego un tren que pasa
Agita largos ecos como bronce iracundo.

No es el juicio aún, muertos anónimos.
Sosegaos, dormid; dormid, si es que podéis.
Acaso Dios también se olvida de vosotros.
Era de madrugada.
Después de retirada la piedra con trabajo,
porque no la materia sino el tiempo
pesaba sobre ella,
oyeron una voz tranquila
llamándome, como un amigo llama
cuando atrás queda alguno
fatigado de la jornada y cae la sombra.
Hubo un silencio largo.
Así lo cuentan ellos que lo vieron.

Yo no recuerdo sino el frío
Extraño que brotaba
Desde la tierra honda, con angustia
De entresueño, y lento iba
A despertar el pecho,
Donde insistió con unos golpes leves,
Avido de tornarse sangre tibia.
En mi cuerpo dolía
Un dolor vivo o un dolor soñado.

Era otra vez la vida.
Cuando abrí los ojos
fue el alba pálida quien dijo
la verdad. Porque aquellos
rostros ávidos, sobre mí estaban mudos,
mordiendo un sueño vago inferior al milagro,
como rebaño hosco
que no a la voz sino a la piedra atiende,
y el sudor de sus frentes
oí caer pesado entre la hierba.

Alguien dijo palabras
de nuevo nacimiento.
Mas no hubo allí sangre materna
ni vientre fecundado
que crea con dolor nueva vida doliente.
Sólo anchas vendas, lienzos amarillos
con olor denso, desnudaban
la carne gris y fláccida como fruto pasado;
no el terso cuerpo oscuro, rosa de los deseos,
sino el cuerpo de un hijo de la muerte...


El cielo rojo abría hacia lo lejos
Tras de olivos y alcores;
El aire estaba en calma.
Mas tremblaban los cuerpos,
Como las ramas cuando el viento sopla,
Brotando de la noche con los brazos tendidos
Para ofrecerme su propio afán estéril.
La luz me remordía
Y hundí la frente sobre el polvo
Al sentir la pereza de la muerte.


Quise cerrar los ojos,
buscar la vasta sombra,
la tiniebla primaria
que su venero esconde bajo el mundo
lavando de vergüenzas la memoria.
Cuando un alma doliente en mis entrañas
gritó, por las oscuras galerías
del cuerpo, agria, desencajada,
hasta chocar contra el muro de los huesos
y levantar mareas febriles por la sangre.

Aquel que con su mano sostenía
la lámpara testigo del milagro,
mató brusco la llama,
porque ya el día estaba con nosotros.
Una rápida sombra sobrevino.
Entonces, hondos bajo una frente, vi unos ojos
llenos de compasión, y hallé temblando un alma
donde mi alma se copiaba inmensa,
por el amor dueña del mundo.

Vi unos pies que marcaban la linde de la vida,
el borde de una túnica incolora
plegada, resbalando
hasta rozar la fosa, como un ala
cuando a subir tras de la luz incita.
Sentí de nuevo el sueño, la locura
y el error de estar vivo,
siendo carne doliente día a día.
Pero él me había llamado
y en mí no estaba ya sino seguirle...

Por eso, puesto en pie, anduve silencioso,
Aunque todo para mí fuera extraño y vano,
Mientras pensaba: así débieron ellos,
Muerto yo, caminar llevádome a tierra.
La casa estaba lejos;
Otra vez vi sus muros blancos
Y el ciprés del huerto.
Sobre el terrado había una estrella pálida.
Dentro no hallamos lumbre
En el hogar cubierto de ceniza.

Todos le rodearon en la mesa.
Encontré el pan amargo, sin sabor las frutas,
el agua sin frescor, los cuerpos sin deseo;
la palabra hermandad sonaba falsa,
y de la imagen del amor quedaban
sólo recuerdos vagos bajo el viento.
Él conocía que todo estaba muerto
en mí, que yo era un muerto
andando entre los muertos.

Sentado a su derecha me veía
como aquel que festejan al retorno.
La mano suya descansaba cerca
y recliné le frente sobre ella
con asco de mi cuerpo y de mi alma.
Así pedí en silencio, como se pide
a Dios, porque su nombre,
más vasto que los templos, los mares, las estrellas,
cabe en el desconsuelo del hombre que está solo,
fuerza para llevar la vida nuevamente.

Así rogué, con lágrimas,
fuerza de soportar mi ignorancia resignado,
trabajando, no por mi vida ni mi espíritu,
mas por una verdad en aquellos ojos entrevista
ahora. La hermosura es paciencia.
Sé que el lirio del campo,
tras de su humilde oscuridad en tantas noches
con larga espera bajo tierra,
del tallo verde erguido a la corola alba
irrumpe un día en gloria triunfante.
Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra,
con todas las raíces y todos los corajes,
¿quién me separará, me arrancará de ti,
madre?

Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará,
si su fondo titánico da principio a mi carne?
abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa,
¡nadie!

Madre: abismo de siempre, tierra de siempre: entrañas
donde desembocando se unen todas las sangres:
donde todos los huesos caídos se levantan:
madre.

Decir madre es decir tierra que me ha parido;
es decir a los muertos: hermanos, levantarse;
es sentir en la boca y escuchar bajo el suelo
sangre.

La otra madre es un puente, nada más, de tus ríos.
El otro pecho es una burbuja de tus mares.
Tú eres la madre entera con todo su infinito,
madre.

Tierra: tierra en la boca, y en el alma, y en todo.
Tierra que voy comiendo, que al fin ha de tragarme.
Con más fuerza que antes, volverás a parirme,
madre.

Cuando sobre tu cuerpo sea una leve huella,
volverás a parirme con más fuerza que antes.
Cuando un hijo es un hijo, vive y muere gritando:
¡madre!

Hermanos: defendamos su vientre acometido,
hacia donde los grajos crecen de todas partes,
pues, para que las malas alas vuelen, aún quedan
aires.

Echad a las orillas de vuestro corazón
el sentimiento en límites, los efectos parciales.
Son pequeñas historias al lado de ella, siempre
grande.

Una fotografía y un pedazo de tierra,
una carta y un monte son a veces iguales.
Hoy eres tú la hierba que crece sobre todo,
madre.

Familia de esta tierra que nos funde en la luz,
los más oscuros muertos pugnan por levantarse,
fundirse con nosotros y salvar la primera
madre.

España, piedra estoica que se abrió en dos pedazos
de dolor y de piedra profunda para darme:
no me separarán de tus altas entrañas,
madre.

Además de morir por ti, pido una cosa:
que la mujer y el hijo que tengo, cuando pasen,
vayan hasta el rincón que habite de tu vientre,
madre.
Moriré como el pájaro: cantando,
penetrado de pluma y entereza,
sobre la duradera claridad de las cosas.
Cantando ha de cogerme el hoyo blando,
tendida el alma, vuelta la cabeza
hacia las hermosuras más hermosas.

Una mujer que es una estepa sola
habitada de aceros y criaturas,
sube de espuma y atraviesa de ola
por este municipio de hermosuras.

Dan ganas de besar los pies y la sonrisa
a esta herida española,
y aquel gesto que lleva de nación enlutada,
y aquella tierra que de pronto pisa
como si contuviera la tierra en la pisada.

Fuego la enciende, fuego la alimenta:
fuego que crece, quema y apasiona
desde el almendro en flor de su osamenta.
A sus pies, la ceniza más helada se encona.

Vasca de generosos yacimientos:
encina, piedra, vida, hierba noble,
naciste para dar dirección a los vientos,
naciste para ser esposa de algún roble.

Sólo los montes pueden sostenerte
grabada estás en tronco sensitivo,
esculpida en el sol de los viñedos.
El minero descubre por oírte y por verte
las sordas galerías del mineral cautivo,
y a través de la tierra les lleva hasta tus dedos.

Tus dedos y tus uñas fulgen como carbones,
amenazando fuego hasta a los astros
porque en mitad de la palabra pones
una sangre que deja fósforo entre sus rastros.

Claman tus brazos que hacen hasta espuma
al chocar contra el viento:
se desbordan tu pecho y tus arterias
porque tanta maleza se consuma,
porque tanto tormento,
porque tantas miserias.

Los herreros te cantan al son de la herrería,
Pasionaria el pastor escribe en la cayada
y el pescador a besos te dibuja en las velas.

Oscuro el mediodía,
la mujer redimida y agrandada,
naufragadas y heridas las gacelas
se reconocen al fulgor que envía
tu voz incandescente, manantial de candelas.

Quemando con el fuego de la cal abrasada,
hablando con la boca de los pozos mineros,
mujer, España, madre en infinito,
eres capaz de producir luceros,
eres capaz de arder de un solo grito.
Pierden maldad y sombra tigres y carceleros.

Por tu voz habla España la de las cordilleras,
la de los brazos pobres y explotados,
crecen los héroes llenos de palmeras
y mueren saludándote pilotos y soldados.

Oyéndore batir como cubierta
de meridianos, yunques y cigarras,
el varón español sale a su puerta
a sufrir recorriendo llanuras de guitarras.

Ardiendo quedarás enardecida
sobre el arco nublado del olvido,
sobre el tiempo que teme sobrepasar tu vida
y toca como un ciego, bajo un puente
de ceño envejecido,
un violín lastimado e impotente.

Tu cincelada fuerza lucirá eternamente,
fogosamente plena de destellos.
Y aquel que de la cárcel fue mordido
terminará su llanto en tus cabellos.
Sol de siesta en toda la campiña verde...
Rezonga una noria no sé dónde. Muerde
un cantar la calma que en el aire reina.
Bajo unos perales, una vaca peina
con su cimbreante lengua la testuz
de otra, que mordisca hierba con pajuz.
Frente de unos olmos blancos de palomas
un pruno destila transparentes gomas.
Baten los trigales rúbeos ababoles.
Jaulas destapadas son de verderoles
los gozosos huertos colmados de nieves
de azahares de plata  como esquilas breves,
donde son badajos de mieles bermejas
millones sonantes  de áticas abejas.
Duerme el polvo ardiente de un recto camino.
Álzase una sierra como un torbellino.
En los correntales de un fino arroyuelo
del sol encendido y untado de cielo,
abreva  sediento mi pulido atajo.
Luego, silencioso, se tiende debajo
de las sombras móviles de un cañar umbrío...
Soledad de tierras... Claridad de un río...
Llevo hasta mis labios mi clara siringa:
de armoniosa música la siesta se pringa.
Mas presto me canso del tosco instrumento.
y echado en el césped, cara al firmamento
que parece un ancho e inflamado horno,
buscando a Morfeo, la mirada entorno.

...Entre los follajes, a los que se acopla,
el dios Pan. Su grato caramillo sopla...
Cuando se hallaba el mundo a punto
de que el prodigio sucediese.
Cuando las horas esperaban
que unas manos las exprimiesen.
Cuando las ramas opulentas
daban su sombra a nuestras frentes.
Cuando en el mundo se morían
todos los tristes y los débiles.
Cuando el soñar, el sentir hondo,
cuando el beber ávidamente
la luz, la brisa, el agua, el aire,
eran primero que la muerte.
Cuando las tardes solitarias,
cuando los árboles más verdes,
cuando las conchas de colores
a nuestras madres sonrientes,
a nuestras novias de ojos grises
como la escama de los peces.
Cuando eran pena y alegría
nuestros amables timoneles
y no existía otro paisaje
que el que alzaba su luna enfrente:
mundo que abría cada día
sus lejanías, frutalmente.

(¿Eras así, tan sin palabras
Primaverales que te expresen?
¿Tan de elementos terrenales:
arena, piedra, hierba, nieve?
¿Nombres de tiempos, de lugares
deshojados diariamente:
Piélagos, Hoces, Montes Claros,
octubre, enero, abril, noviembre?)

Yo no te pinto otros colores
que los colores que tú tienes.
¿Eras así, mi paraíso,
rumor del agua cuando llueve,
hacha que hiere la madera,
fuego que incendia la hoja verde?

Yo no me acuerdo ya de aquello.
Un día tuve que perderte.
Cuando se hallaba el mundo a punto
de que el prodigio sucediese,
Cuando tenía cada instante
un ritmo nuevo y diferente
cada estación sus ubres llenas,
rebosantes de blanca leche...
Sobre la piel del cielo, sobre sus precipicios
se remontan los hombres. ¿Quién ha impulsado el vuelo?
Sonoros, derramados en aéreos ejercicios,
              raptan la piel del cielo.

Más que el cálido aceite, sí, más que los
motores,
el ímpetu mecánico del aparato alado,
cóleras entusiastas, geológicos rencores,
              iras les han llevado.

Les han llevado al aire, como un aire rotundo
que desde el corazón resoplara un plumaje.
Y ascienden y descienden sobre la piel del mundo
              alados de coraje.

En un avance cósmico de llamas y zumbidos
que aeródromos de pueblos emocionados lanzan,
los soldados del aire, veloces, esculpidos,
              acerados avanzan.

El azul se enardece y adquiere una alegría,
un movimiento, una juventud libre y clara,
lo mismo que si mayo, la claridad del día
              corriera, resonara.

Los estremecimientos del valor y la altura,
los enardecimientos del azul y el vacío:
el cielo retrocede sintiendo la hermosura
              como un escalofrío.

Impulsado, asombrado, perseguido, regresa
al aire al torbellino nativo y absorbente,
mientras evolucionan los héroes en su empresa
              inverosímilmente.

Es el mundo tan breve para un ala atrevida,
para una juventud con la audacia por pluma;
reducido es el cielo, poderosa la vida,
              domada y con espuma.

El vuelo significa la alegría más alta,
la agilidad más viva, la juventud más firme.
En la pasión del vuelo truena la luz, y exalta
              alas con que batirme.

Hombres que son capaces de volar bajo el suelo,
para quienes no hay ámbitos ni grandes ni imposibles,
con la mirada tensa, prorrumpen en el vuelo
              gladiadores, temibles.

Arrebatados, tensos, peligrosos, tajantes,
igual que una colmena de soles extendidos,
de astros motorizados, de cigarras tremantes,
              cruzan con sus bramidos.

Ni un paso de planetas, ni un tránsito de toros
batiéndose, volcándose por un desfiladero,
darán al universo ni acentos más sonoros
              ni resplandor más fiero.

Todos los aviadores tenéis este trabajo:
echar abajo el pájaro fraguador de cadenas,
las ciudades podridas abajo, y más abajo
              las cárceles, las penas.

En vuestra mano está la libertad del ala,
la libertad del mundo, soldados voladores:
y arrancaréis del cielo la codiciosa y mala
              hierba de otros motores.

El aire no os ofrece ni escudos ni barreras:
el esfuerzo ha de ser todo de vuestro impulso.
Y al polvo entregaréis el vuelo de las fieras
              abatido, convulso.

Si ardéis, si eso es posible, poseedores del fuego,
no dejaréis ceniza ni rastro, sino gloria.
Espejos sobrehumanos, iluminaréis luego
              la creación, la historia.
¡Qué sola, tierra, sin nosotros!
Es posible que sea el alma,
vagabunda por tu ladera,
la que se sienta solitaria.
Hoy es mi pie el que te recorre.
Paso a paso te desencanta.
Más de cien años de tu sueño
sobre los mares reclinada.
Más de cien años sin nosotros,
encadenados a otras albas.
Anduvimos por su recuerdo
como en imagen reflejada.
Si quisimos oler tu hierba,
oír tu viento entre las cañas,
morder el pan de tus otoños,
beber el vino de tus parras,
si quisimos sentirnos, tierra,
niños llorosos en tu falda,
otros otoños, otros vientos,
otras olas nos despertaban
de nuestro sordo atardecer
y nuestra mágica mañana.

Miro. Te veo como siempre:
nuevamente desencantada.
Hoy es mi pie el que te recorre,
mi propia voz la que te llama,
entre juncos, entre manzanas,
entre las ruinas de las barcas
como esqueletos de ballena
que se mantuvieron en tus playas

¡Qué triste, tierra, sin nosotros!
Es posible que sea el alma,
vagabunda por tu ladera,
la que se sienta solitaria.
La casa del silencio
se yergue en un rincón de la montaña,
con el capuz de tejas carcomido.
Y parece tan dócil
que apenas se conmueve con el ruido
de algún árbol cercano, donde sueña
el amoroso cónclave de un nido.

Tal vez nadie la habita
ni la quiere,
y acaso nunca la vivieron hombres;
pero su lento corazón palpita
con profundo latir de resignado,
cuando el rumor la hiere
y la sangra del trémulo costado.

Imagino, en la casa del silencio,
un patio luminoso, decorado
por la hierba que roe las canales
y un muro despintado
al caer de las lluvias torrenciales.

Y en las noches azules,
la pienso conturbada si adivina
un balbucir de luz en sus escaños,
y la oigo verter con un ruido
ya casi imperceptible, contenido,
su lloro paternal de tres mil años.
Aquello era hermoso. ¿Te acuerdas de como las flores nacían?
¿De cómo traía el ocaso su rojo clavel en la boca?
¿De un hombre que todas las tardes tocaba el violín a la puerta?
¿Del soñar cotidiano que daba sus llamas al alma en la sombra?

¿Te acuerdas de aquello? Aquello era hermoso.
Yo no sé si tú vuelves conmigo y conmigo lo evocas.
¡Tan alegre pasar, desgarrando el eterno momento,
pisoteando, sin verlas, las rosas!

Hay un instante que todo lo puede, que salta los días
y vive presente en el cielo dorado de nuestra memoria.
¿Por qué no ha de ser ese instante
el que ya para siempre te colme las horas?

¿Te acuerdas de aquello? Aquello era hermoso.
Todas las cosas que son, son hermosas
aunque sepamos de fijo que acaban y mueren un día,
que pasan rozando las vidas y nunca retornan.

¿Te acuerdas de aquello?
La juventud nos cantaba, nos canta, su canto de gloria.
Aquello era hermoso: pasar sin pensar, y soñar sin llegar,
aceptar sin jamás preguntar por la mano que dio la limosna.

Y yo te pregunto. Y acaso esta brisa que mueve la hierba
me da tu respuesta, me dice la oscura palabra que nunca se nombra.
Aún se queja su alma vagamente,
El oscuro vacío de su vida.
Más no pueden pesar sobre esa sombra
Algunas violetas,
Y es grato así dejarlas,
Frescas entre la niebla,
Con la alegría de una menuda cosa pura
Que rescatara aquel dolor antiguo.

Quien habla ya a los muertos,
Mudo le hallan los que viven.
Y en este otro silencio, donde el miedo impera,
Recoger esas flores una a una
Breve consuelo ha sido entre los días
Cuya huella sangrienta llevan las espaldas
Por el odio cargadas con una piedra inútil.

Si la muerte apacigua
Tu boca amarga de Dios insatisfecha,
Acepta un don tan leve, sombra sentimental,
En esa paz que bajo tierra te esperaba,
Brotando en hierba, viento y luz silvestres,
El fiel y último encanto de estar solo.

Curado de la vida, por una vez sonríe,
Pálido rostro de pasión y de hastío.
Mira las calles viejas por donde fuiste errante,
El farol azulado que te guiara, carne yerta,
Al regresar del baile o del sucio periódico,
Y las fuentes de mármol entre palmas:
Aguas y hojas, bálsamo del triste.

La tierra ha sido medida por los hombres,
Con sus casas estrechas y matrimonios sórdidos,
Su venenosa opinión pública y sus revoluciones
Más crueles e injustas que las leyes,
Como inmenso bostezo demoníaco;
No hay sitio en ella para el hombre solo,
Hijo desnuda y deslumbrante del divino pensamiento.

Y nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha,
Miserable y aún bella entre las tumbas grises
De los que como tú, nacidos en su estepa,
Vieron mientras vivían morirse la esperanza,
Y gritaron entonces, sumidos por tinieblas,
A hermanos irrisorios que jamás escucharon.

Escribir en España no es llorar, es morir,
Porque muere la inspiración envuelta en humo,
Cuando no va su llama libre en pos del aire.
Así, cuando el amor, el tierno monstruo rubio,
Volvió contra ti mismo tantas ternuras vanas,
Tu mano abrió de un tiro, roja y vasta, la muerte.

Libre y tranquilo quedaste en fin un día,
Aunque tu voz sin ti abrió un dejo indeleble.
Es breve la palabra como el canto de un pájar,
Mas un claro jirón puede prenderse en ella
De embriaguez, pasión, belleza fugitivas,
Y subir, ángel vigía que atestigua del hombre,
Allá hasta la región celeste e impasible.
El segador mete la hoja
de su guadaña entre la hierba
y todo cae ante su filo
con un rumor suave de seda.

El segador es un vaivén,
el sol lo baña, el sol lo llena.
El segador se yergue airoso,
de la colodra extrae la piedra.

Áspero ruido cunde el prado
y de uno en otro árbol resuena.
Así es la vida, así es la muerte,
pétalo dulce, cuña férrea.

El segador ciñe una faja,
la hierba sube entre sus piernas.
El segador, sin advertirlo,
se va enterrando mientras siega.
NO NAME Jun 2017
UNO
He exhalado hondo el aroma que emana la hierba mojada del rocío,
y dejado a los rayos del sol posarse sobre mis mejillas
es tan dulce este momento de mi cabeza en tu vientre,
de tus manos en mi pelo y el silencio
quiero detener el tiempo, ahora el mundo es sólo para nosotras dos,
no digas nada, déjame escuchar el rubor de tu respiración,
el vaivén de tus lados, es el origen de la música
un lugar perfecto para quedarme a vivir
Ya se han roto las ataduras,
sólo la noche me rodea,
me va robando la memoria,
me acuna para que me duerma.

Ahora que ya no la contemplo
para robarle su belleza.
Ahora que siento en mí el cansancio
de nuestras pobres razas viejas.
Ahora que lucho y me rebelo
contra su mansedumbre eterna
y me acuerdo de que algún día
fui tan sin tiempo como ella,
¡qué monólogo desbordado,
qué soliloquio sin respuesta,
qué deseo de renacerme,
de entender y de que me entienda,
de borrar pasado y futuro,
de segar mi memoria entera!
Luego, arrojar al ***** pozo
lo que de mí evoca y recuerda:
cojín de nieblas matinales
donde apoyaba la cabeza.

Repetimos las mismas cosas,
recorremos aquellas sendas
por donde todos los humanos
dejaron gritos, ecos, huellas.
Son las palabras angustiadas
que un día oyó al nacer la tierra:
«húmedo beso, vida, muerte,
nada importa, me voy y quedas,
ayer desnudos en el campo
y hoy se caen solas las cerezas».

Palabras viejas y cansadas
que nosotros creímos nuevas,
recién nacidas para el canto,
para una dicha siempre nuestra.
Y la noche me va matando,
me acuna para que me duerma.
En cada instante mío pone
siglos de luna, alta y sangrienta.

Nada me importa que yo siembre
y que otros cojan la cosecha.

Pero morirme sin rebelarme,
someterme sin resistencia,
ser por los siglos de los siglos
sólo luz o sólo tinieblas,
irme cegando de hermosura
hasta dejar de ser materia,
aunque mi premio sea un día
mirar por dentro las estrellas...

Hoja de chopo, onda de río,
sangre mezclada con la tierra.
Y que mi forma sea el barro
que una mano mortal modela.
Niño que juega desnudito,
mínima brizna de la hierba,
todos los peces de los mares,
los animales de la tierra.
Saber que vivo, que palpito,
que me enloquezco en la carrera,
que nado mares y anchos ríos,
que escalo cimas, salto cercas,
que desde el fondo de las noches
hay pesadumbre que me acecha.

Sentir en mí todos los soles,
todos los gozos y las penas,
todos los vientos que me mueven,
los dolores que en mí hacen presa…
Sentir, por fin, llegar el alba,
su melodía limpia y fresca,
y barrernos las sombras turbias
que oscurecen nuestras cabezas,
y beber las lejanas brisas
que nos alejan de la tierra
maniatados y adormecidos,
sin saber a dónde nos llevan...
Todas las madres del mundo,
ocultan el vientre, tiemblan,
y quisieran retirarse,
a virginidades ciegas,
el origen solitario
y el pasado sin herencia.
Pálida, sobrecogida
la fecundidad se queda.
El mar tiene sed y tiene
sed de ser agua la tierra.
Alarga la llama el odio
y el amor cierra las puertas.
Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.
Bocas como puños vienen,
puños como cascos llegan.
Pechos como muros roncos,
piernas como patas recias.
El corazón se revuelve,
se atorbellina, revienta.
Arroja contra los ojos
súbitas espumas negras.

La sangre enarbola el cuerpo,
precipita la cabeza
y busca un hueco, una herida
por donde lanzarse afuera.
La sangre recorre el mundo
enjaulada, insatisfecha.
Las flores se desvanecen
devoradas por la hierba.
Ansias de matar invaden
el fondo de la azucena.
Acoplarse con metales
todos los cuerpos anhelan:
desposarse, poseerse
de una terrible manera.

Desaparecer: el ansia
general, creciente, reina.
Un fantasma de estandartes,
una bandera quimérica,
un mito de patrias: una
grave ficción de fronteras.
Músicas exasperadas,
duras como botas, huellan
la faz de las esperanzas
y de las entrañas tiernas.
Crepita el alma, la ira.
El llanto relampaguea.
¿Para qué quiero la luz
si tropiezo con tinieblas?

Pasiones como clarines,
coplas, trompas que aconsejan
devorarse ser a ser,
destruirse, piedra a piedra.
Relinchos. Retumbos. Truenos.
Salivazos. Besos. Ruedas.
Espuelas. Espadas locas
abren una herida inmensa.

Después, el silencio, mudo
de algodón, blanco de vendas,
cárdeno de cirugía,
mutilado de tristeza.
El silencio. Y el laurel
en un rincón de osamentas.
Y un tambor enamorado,
como un vientre tenso, suena
detrás del innumerable
muerto que jamás se aleja.
Bajo las alas rosa de este laurel florido,
Amémonos. El viejo y eterno lampadario
De la luna ha encendido su fulgor milenario
Y este rincón de hierba tiene calor de nido.

  Amémonos. Acaso haya un fauno escondido
Junto al tronco del dulce laurel hospitalario
Y llore al encontrarse sin amor, solitario,
Mirando nuestro idilio frente al prado dormido.

  Amémonos. La noche clara, aromosa y mística
Tiene no sé qué suave dulzura cabalística.
Somos grandes y solos sobre el haz de los campos.

  Y se aman las luciérnagas entre nuestros cabellos,
Con estremecimientos breves como destellos
De vagas esmeraldas y extraños crisolampos.
Bebo del agua limpia y clara del arroyo
Y vago por los campos  teniendo por apoyo
Un gajo de algarrobo liso, fuerte y pulido
Que en sus ramas sostuvo la dulzura de un nido.

  Así paso los días, morena y descuidada,
Sobre la suave alfombra de la grama aromada,
Comiendo de la carne jugosa de las fresas
O en busca de fragantes racimos de frambuesas.

  Mi cuerpo está impregnado el aroma ardoroso
De los pastos maduros. Mi cabello sombroso
Esparce, al destrenzarlo, olor a sol y a heno,
A salvia, a yerbabuena  y a flores de centeno.

  ¡Soy libre, sana, alegre, juvenil y morena,
Cual si fuera la diosa del trigo y de la avena!
           
¡Soy casta como Diana
Y huelo a hierba clara nacida en la mañana!
Alzo en la noche tu rollizo cuerpo,
altos mis brazos sobre mi cabeza.
Rosada fruta es tu desnuda carne,
mis manos se abren como dos bandejas.

Y coronado de tu gracia pura,
los pies hundidos en la fresca hierba,
saliente el pecho en el ligero esfuerzo,
os lo presento, atónitas estrellas.

— The End —