No, si yo no digo
que no estén bien en donde están:
más aseados y atendidos
que en el lugar en que nacieron,
donde vivieron tantos siglos.
Allí el tiempo los devoraba.
El sol, la lluvia, el viento, el hielo,
los hombres iban desgarrándoles
la piel, los músculos de piedra
y ofrendaban el esqueleto
-fustes, dovelas, capiteles-
al aire azul de la mañana.
Atormentados por los cardos,
heridos por las lagartijas,
cegados por los estorninos,
por las ovejas y las cabras.
No, si yo no digo
que no estén mejor donde están
-en estos refugios asépticos-
que en las tabernas de sus pueblos,
ennegrecidos los pulmones
por el tabaco, suicidándose
con el porrón de vino tinto,
o con la copa de aguardiente,
oyendo coplas indecentes
en el tiempo de la vendimia,
rezando cuando la campana
tocaba a muerto.
No, si yo
no diré nunca que no estén
mucho mejor en donde están
que en donde estaban...
¡Estos claustros...!