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Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.
Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha,
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
¿Pero quién vendrá? ¿Y por dónde...?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando,
desde los montes de Cabra.
Si yo pudiera, mocito,
ese trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?
Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa.
Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
dejadme subir, dejadme,
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua.Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal,
herían la madrugada.Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento, dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está mi niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, ***** pelo,
en esta verde baranda!Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche su puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos,
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.
Todos estos señores estaban dentro
cuando ella entró completamente desnuda
ellos habían bebido y comenzaron a escupirla
ella no entendía nada recién salía del río
era una sirena que se había extraviado
los insultos corrían sobre su carne lisa
la inmundicia cubrió sus pechos de oro
ella no sabía llorar por eso no lloraba
no sabía vestirse por eso no se vestía
la tatuaron con cigarrillos y con corchos quemados
y reían hasta caer al suelo de la taberna
ella no hablaba porque no sabía hablar
sus ojos eran color de amor distante
sus brazos construidos de topacios gemelos
sus labios se cortaron en la luz del coral
y de pronto salió por esa puerta
apenas entró al río quedó limpia
relució como una piedra blanca en la lluvia
y sin mirar atrás nadó de nuevo
nadó hacia nunca más hacia morir.
Reclinado sobre el suelo
con lenta amarga agonía,
pensando en el triste día
que pronto amanecerá;
en silencio gime el reo
y el fatal momento espera
en que el sol por vez postrera
en su frente lucirá.
Un altar y un crucifijo
y la enlutada capilla,
lánguida vela amarilla
tiñe en su luz funeral,
y junto al mísero reo,
medio encubierto el semblante
se oye al fraile agonizante
en son confuso rezar.
El rostro levanta el triste
y alza los ojos al cielo,
tal vez eleva en su duelo
la súplica de piedad.
¡Una lágrima! ¿es acaso
de temor o de amargura?
¡Ay! a aumentar su tristura
vino un recuerdo quizá!!!
Es un joven, y la vida
llena de sueños de oro,
pasó ya, cuando aún el lloro
de la niñez no enjugó
el recuerdo es de la infancia,
¡y su madre que le llora,
para morir así ahora
con tanto amor le crió!
Y a par que sin esperanza
ve ya la muerte en acecho,
su corazón en su pecho
siente con fuerza latir;
al tiempo que mira al fraile
que en paz ya duerme a su lado,
y que, ya viejo y postrado
le habrá de sobrevivir.
¿Mas qué rumor a deshora
rompe el silencio? Resuena
una alegre cantilena
y una guitarra a la par,
y de gritos y botellas
que se chocan el sonido,
y el amoroso estallido
de los besos y el danzar.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
Y la voz de los borrachos,
y sus brindis, sus quimeras,
y el cantar de las rameras,
y el desorden bacanal
en la lúgubre capilla
penetran, y carcajadas,
cual de lejos arrojadas
de la mansión infemal.
Y también pronto en son triste
lúgubre voz sonará:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Maldición! al eco infausto,
el sentenciado maldijo
la madre que como a hijo
a sus pechos le crió;
y maldijo el mundo todo,
maldijo su suerte impía,
maldijo el aciago día
y la hora en que nació.
Serena la luna
alumbra en el cielo,
domina en el suelo
profunda quietud;
ni voces se escuchan,
ni ronco ladrido,
ni tierno quejido
de amante laúd.Madrid yace envuelto en sueño,
todo al silencio convida,
y el hombre duerme y no cuida
del hombre que va a espirar;
si tal vez piensa en mañana,
ni una vez piensa siquiera
en el mísero que espera
para morir, despertar:
que sin pena ni cuidado
los hombres oyen gritar:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
¡Y el juez también en su lecho
duerme en paz! ¡y su dinero
el verdugo, placentero,
entre sueños cuenta ya!
tan sólo rompe el silencio
en la sangrienta plazuela
el hombre del mal que vela
un cadalso a levantar.
Loca y confusa la encendida mente,
sueños de angustia y fiebre y devaneo,
el alma envuelven del confuso reo,
que inclina al pecho la abatida frente.
Y en sueños
confunde
la muerte,
la vida:
recuerda
y olvida,
suspira,
respira
con hórrido afán.Y en un mundo de tinieblas
vaga y siente miedo y frío,
y en su horrible desvarío
palpa en su cuello el dogal:
y cuanto más forcejea,
cuanto más lucha y porfía,
tanto más en su agonía
aprieta el nudo fatal.
Y oye ruido, voces, gentes,
y aquella voz que dirá:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
O ya libre se contempla,
y el aire puro respira,
y oye de amor que suspira
la mujer que a un tiempo amó,
bella y dulce cual solía,
tierna flor de primavera,
el amor de la pradera
que el abril galán mimó.
Y gozoso a verla vuela,
y alcanzarla intenta en vano,
que al tender la ansiosa mano
su esperanza a realizar,
su ilusión la desvanece
de repente el sueño impío,
y halla un cuerpo mudo y frío
y un cadalso en su lugar:
y oye a su lado en son triste
lúgubre voz resonar:
¡Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar!
El Mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo viene del África a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta,
los pequeños botones de fósforo.
Se fueron los camellos de carne desgarrada
y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,
de la espiga en el ojo y el gato laminado,
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho.

Era la gran reunión de los animales muertos,
traspasados por las espadas de la luz;
la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas de ceniza
y de la gacela con una siempreviva en la garganta.

En la marchita soledad sin honda
el abollado mascarón danzaba.
Medio lado del mundo era de arena,
mercurio y sol dormido el otro medio.

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío
donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano.
Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,
con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles,

acabó con los más leves tallitos del canto
y se fue al diluvio empaquetado de la savia,
a través del descanso de los últimos desfiles,
levantando con el rabo pedazos de espejo.

Cuando el chino lloraba en el tejado
sin encontrar el desnudo de su mujer
y el director del banco observaba el manómetro
que mide el cruel silencio de la moneda,
el mascarón llegaba al Wall Street.

No es extraño para la danza
este columbario que pone los ojos amarillos.
De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso
que atraviesa el corazón de todos los niños pobres.
El ímpetu primitivo baila con el ímpetu mecánico,
ignorantes en su frenesí de la luz original.
Porque si la rueda olvida su fórmula,
ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos;
y si una llama quema los helados proyectos,
el cielo tendrá que huir ante el tumulto de las ventanas.
No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.
El mascarón bailará entre columnas de sangre y de números,
entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados
que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,
¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica! ¡oh salvaje,
tendida en la frontera de la nieve!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.
Enjambres de ventanas acribillaban un muslo de la noche.
En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.
Y las brisas de largos remos
golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro
para fingir una muerta semilla de manzana.
El aire de la llanura, empujado por los pastores,
temblaba con un miedo de molusco sin concha.

Pero no son los muertos los que bailan,
estoy seguro.
Los muertos están embebidos, devorando sus propias manos.
Son los otros los que bailan con el mascarón y su vihuela;
son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,
los que crecen en el cruce de los muslos y llamas duras,
los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,
los que beben en el banco lágrimas de niña muerta
o los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa!
¡No, que no baile el Papa!
Ni el Rey,
ni el millonario de dientes azules,
ni las bailarinas secas de las catedrales,
ni construcciones, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas.
Sólo este mascarón,
este mascarón de vieja escarlatina,
¡sólo este mascarón!

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,
que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,
que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,
que ya vendrán lianas después de los fusiles
y muy pronto, muy pronto, muy pronto.
¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!
¡Cómo escupe veneno de bosque
por la angustia imperfecta de Nueva York!
Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
y porque el mundo existe, y yo también existo,
porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,
gastando nuestras vueltas como quien no hace nada,
quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo
de este dolor que insiste en todo lo que existe.
Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse:
El semillero hirviente de un corazón podrido,
los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,
los días cualesquiera que nos comen por dentro,
la carga de miseria, la experiencia -un residuo-,
las penas amasadas con lento polvo y llanto.
Nos estamos muriendo por los cuatro costados,
y también por el quinto de un Dios que no entendemos.
Los metales furiosos, los mohos del cansancio,
los ácidos borrachos de amarguras antiguas,
las corrupciones vivas, las penas materiales...
todo esto -tú sabes-, todo esto y lo otro.
Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo.
La llama que nos duele quería ser un ala.
Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.
Tú, tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,
sabes también por dentro de una angustia rampante,
de poemas prosaicos, de un amor sublevado.
Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana:
ese mugido triste del mar abandonado,
ese temblor insomne de un follaje indistinto,
las montañas convulsas, el éter luminoso,
un ave que se ha vuelto invisible en el viento,
viven, dicen y sufren en nuestra propia carne.
Con los cuatro elementos de la sangre, los huesos,
el alma transparente y el yo opaco en su centro,
soy el agua sin forma que cambiando se irisa,
la inercia de la tierra sin memoria que pesa,
el aire estupefacto que en sí mismo se pierde,
el corazón que insiste tartamudo afirmando.
Soy creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.
Soy un dolor antiguo como el mundo que aún dura.
He asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,
la esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio,
Soy la instancia que elevan hacia un Dios excelente
la materia y el fuego, los latidos arcaicos.
Debo salvarlo todo si he de salvarme entero.
Soy coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,
soy el tordo en la zarza, soy la luz en el trino,
soy fuego sin sustancia, soy espacio en el canto,
soy estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante
que proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.
¡Si fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!
¡Si sólo fuera un hombre pequeñito que muere
sabiendo lo que sabe, pesando lo que pesa!
Mas es el mundo entero quien se exalta en nosotros
y es una vieja historia lo que aquí desemboca.
Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.
Invoco a los amantes, los mártires, los locos
que salen de sí mismos buscándose más altos.
Invoco a los valientes, los héroes, los obreros,
los hombres trabajados que duramente aguantan
y día a día ganan su pan, mas piden vino.
Invoco a los dolidos. Invoco a los ardientes.
Invoco a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,
la justicia exclusiva y el orden calculado,
las rutinas mortales, el bienestar virtuoso,
la condición finita del hombre que en sí acaba,
la consecuencia estricta, los daños absolutos.
Invoco a los que sufren rompiéndose y amando.
Tú también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,
con la crueldad del tiempo, con límites absurdos,
con tu ciudad, tus días y un caer gota a gota,
con ese mal tremendo que no te explica nadie.
Irónicos zumbidos de aviones que pasan
y muertos boca arriba que no, no perdonamos.
A veces me parece que no comprendo nada,
ni este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.
Lo real me resulta increíble y remoto.
Hablo aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.
Sonámbulo transcurro sin memoria ni afecto,
desprendido y sin peso, por lúcido ya loco.
Detrás de cada cosa hay otra cosa que es la misma,
idéntica y distinta, real y a un tiempo extraña.
Detrás de cada hombre un espejo repite
los gestos consabidos, mas lejos ya, muy lejos.
Detrás de Blas de Otero, Blas de Otero me mira,
quizá me da la vuelta y viene por mi espalda.
Hace aún pocos días caminábamos juntos
en el frío, en el miedo, en la noche de enero
rasa con sus estrellas declaradas lucientes,
y era raro sentirnos diferentes, andando.
Si tu codo rozaba por azar mi costado,
un temblor me decía: «Ese es otro, un misterio.»
Hablábamos distantes, inútiles, correctos,
distantes y vacíos porque Dios se ocultaba,
distintos en un tiempo y un lugar personales,
en las pisadas huecas, en un mirar furtivo,
en esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,
en esto que separa y es dolor sin remedio.
Tuvimos aún que andar, cruzar calles vacías,
desfilar ante casas quizá nunca habitadas,
saber que una escalera por sí misma no acaba,
traspasar una puerta -lo que es siempre asombroso-,
saludar a otro amigo también raro y humano,
esperar que dijeras -era un milagro-: Dios al fin escuchaba.
Todo el dolor del mundo le atraía a nosotros.
Las iras eran santas; el amor, atrevido;
los árboles, los rayos, la materia, las olas,
salían en el hombre de un penar sin conciencia,
de un seguir por milenios, sin historia, perdidos.
Como quien dice «sí», dije Dios sin pensarlo.
Y vi que era posible vivir, seguir cantando.
Y vi que el mismo abismo de miseria medía
como una boca hambrienta, qué grande es la esperanza.
Con los cuatro elementos, más y menos que hombre,
sentí que era posible salvar el mundo entero,
salvarme en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.
Por eso, amigo mío, te recuerdo, llorando;
te recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;
pensando que soy bueno, mordiéndome las uñas,
con este yo enconado que no quiero que exista,
con eso que en ti canta, con eso en que me extingo
y digo derramado: amigo Blas de Otero.
Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas
la tierra iluminar.

Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar;
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.

Me alegra ver la bomba
caer mansa del cielo,
inmóvil en el suelo,
sin mecha al parecer,
y luego embravecida
que estalla y que se agite
y rayos mil vomite
y muertos por doquier.

Que el trueno me despierte
con su ronco estampido,
y al mundo adormecido
le haga estremecer;
que rayos cada instante
caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento
me agrada mucho ver.

La llama de un incendio
que corra devorando
escombros apilando
quisiera yo encender;
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
oír como vocea,
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Me gusta una campiña
de nieve tapizada,
de flores despojada,
sin fruto, sin verdor,
ni pájaros que canten,
ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre
la muerte en derredor.

Allá, en sombrío monte,
solar desmantelado,
me place en sumo grado
la luna al reflejar;
moverse las veletas
con áspero chirrido
igual al alarido
que anuncia el expirar.

Me gusta que al Averno
lleven a los mortales
y allí todos los males
les hagan padecer;
les abran las entrañas,
les rasguen los tendones,
rompan los corazones
sin de ellos caso hacer.

Insólita avenida
que inunda fértil vega,
de cumbre en cumbre llega,
y llena de pavor,
se lleva los ganados
y las vides, sin pausa,
y estragos miles causa ...
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus bocas lascivas,
un beso a cada trago
con voluptuoso halago
alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y, abiertas las navajas,
buscando el corazón,
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.

Quisiera ver al uno
que arrastra un intestino,
y al otro pedir vino
muriendo en un rincón;
y otros, ya borrachos,
en trino desusado
cantar a Dios sagrado
impúdica canción.

Y mientras las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello.
¡Qué gozo! ¡Qué ilusión!
Con una cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.

Fuego de siempre dormía en los pedernales,
y los escarabajos borrachos de anís
olvidaban el musgo de las aldeas.

Aquel viejo cubierto de setas
iba al sitio donde lloraban los negros
mientras crujía la cuchara del rey
y llegaban los tanques de agua podrida.

Las rosas huían por los filos
de las últimas curvas del aire,
y en los montones de azafrán
los niños machacaban pequeñas ardillas
con un rubor de frenesí manchado.

Es preciso cruzar los puentes
y llegar al rubor *****
para que el perfume de pulmón
nos golpee las sienes con su vestido
de caliente piña.

Es preciso matar al rubio vendedor de aguardiente
a todos los amigos de la manzana y de la arena,
y es necesario dar con los puños cerrados
a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas,
para que el rey de Harlem cante con su muchedumbre,
para que los cocodrilos duerman en largas filas
bajo el amianto de la luna,
y para que nadie dude de la infinita belleza
de los plumeros, los ralladores, los cobres y las cacerolas de las cocinas.

¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!
No hay angustia comparable a tus rojos oprimidos,
a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,
a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,
a tu gran rey prisionero, con un traje de conserje.

Tenía la noche una hendidura y quietas salamandras de marfil.
Las muchachas americanas
llevaban niños y monedas en el vientre
y los muchachos se desmayaban en la cruz del desperezo.
Ellos son.
Ellos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes
y tragan pedacitos de corazón por las heladas montañas del oso.

Aquella noche el rey de Harlem con una durísima cuchara
arrancaba los ojos a los cocodrilos
y golpeaba el trasero de los monos.
Con una cuchara.
Los negros lloraban confundidos
entre paraguas y soles de oro,
los mulatos estiraban gomas, ansiosos de llegar al torso blanco,
y el viento empañaba espejos
y quebraba las venas de los bailarines.

Negros, Negros, Negros, Negros.

La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba.
No hay rubor. Sangre furiosa por debajo de las pieles,
viva en la espina del puñal y en el pecho de los paisajes,
bajo las pinzas y las retamas de la celeste luna de cáncer.

Sangre que busca por mil caminos muertes enharinadas y ceniza de nardo,
cielos yertos, en declive, donde las colonias de planetas
rueden por las playas con los objetos abandonados.

Sangre que mira lenta con el rabo del ojo,
hecha de espartos exprimidos, néctares de subterráneos.
Sangre que oxida el alisio descuidado en una huella
y disuelve a las mariposas en los cristales de la ventana.

Es la sangre que viene, que vendrá
por los tejados y azoteas, por todas partes,
para quemar la clorofila de las mujeres rubias,
para gemir al pie de las camas ante el insomnio de los lavabos
y estrellarse en una aurora de tabaco y bajo amarillo.

Hay que huir,
huir por las esquinas y encerrarse en los últimos pisos,
porque el tuétano del bosque penetrará por las rendijas
para dejar en vuestra carne una leve huella de eclipse
y una falsa tristeza de guante desteñido y rosa química.

Es por el silencio sapientísimo
cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua
las heridas de los millonarios
buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre.

Un viento sur de madera, oblicuo en el ***** fango,
escupe a las barcas rotas y se clava puntillas en los hombros;
un viento sur que lleva
colmillos, girasoles, alfabetos
y una pila de Volta con avispas ahogadas.

El olvido estaba expresado por tres gotas de tinta sobre el monóculo,
el amor por un solo rostro invisible a flor de piedra.
Médulas y corolas componían sobre las nubes
un desierto de tallos sin una sola rosa.

A la izquierda, a la derecha, por el sur y por el norte,
se levanta el muro impasible
para el topo, la aguja del agua.
No busquéis, negros, su grieta
para hallar la máscara infinita.
Buscad el gran sol del centro
hechos una piña zumbadora.

El sol que se desliza por los bosques
seguro de no encontrar una ninfa,
el sol que destruye números y no ha cruzado nunca un sueño,
el tatuado sol que baja por el río
y muge seguido de caimanes.

Negros, Negros, Negros, Negros.

Jamás sierpe, ni cebra, ni mula
palidecieron al morir.
El leñador no sabe cuándo expiran
los clamorosos árboles que corta.
Aguardad bajo la sombra vegetal de vuestro rey
a que cicutas y cardos y ortigas turben postreras azoteas.
Entonces, negros, entonces, entonces,
podréis besar con frenesí las ruedas de las bicicletas,
poner parejas de microscopios en las cuevas de las ardillas
y danzar al fin, sin duda, mientras las flores erizadas
asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo.

¡Ay, Harlem, disfrazada!
¡Ay, Harlem, amenazada por un gentío de trajes sin cabeza!
Me llega tu rumor,
me llega tu rumor atravesando troncos y ascensores,
a través de láminas grises
donde flotan tus automóviles cubiertos de dientes,
a través de los caballos muertos y los crímenes diminutos,
a través de tu gran rey desesperado
cuyas barbas llegan al mar.
Abejaruco.
En tus árboles oscuros.
Noche de cielo balbuciente
y aire tartamudo.
  Tres borrachos eternizan
sus gestos de vino y luto.
Los astros de plomo giran
sobre un pie.
                          Abejaruco.
En tus árboles oscuros.
  Dolor de sien oprimida
con guirnalda de minutos.
¿Y tu silencio? Los tres
borrachos cantan desnudos.
Pespunte de seda virgen
tu canción.
                          Abejaruco.
Uco uco uco uco.
                          Abejaruco.
Braden May 2019
when the world starts to burn
then maybe we shall learn
that we destroy ourselves
and everything that compels
us to live and laugh
Nos han contado a todos
cómo eran los crepúsculos
de hace noventa o novecientos años

cómo al primer disparo los arrepentimientos
echaban a volar como palomas
cómo hubo siempre trenzas que colgaban
un poco sucias pero siempre hermosas
cómo los odios eran antiguos y elegantes
y en su barbaridad venturosa latían
cómo nadie moría de cáncer o de asco
sino de tisis breves o de espinas de rosa

otro tiempo otra vida otra muerte otra tierra
donde los pobres héroes iban siempre a caballo
y no se apeaban ni en la estatua propia

otro ocaso otro nunca otro siempre otro modo
de quitarle a la hembra su alcachofa de ropas

otro fuego otro asombro otro esclavo otro dueño
que tenía el derecho y además del derecho
la propensión a usar sus látigos sagrados

abajo estaba el mundo
abajo los de abajo
los borrachos de hambre
los locos de miseria
los ciegos de rencores
los lisiados de espanto

comprenderán ustedes que en esas condiciones
eran imprescindibles los puentos movedizos.
No sé si es el momento
de decirlo
en este punto muerto
en este año desgracia

por ejemplo
decírselo a esos mansos
que no pueden
resignarse a la muerte
y se inscriben a ciegas
caracoles de miedo
en la resurrección
qué garantía

por ejemplo
a esos ásperos
no exactamente ebrios
que alguna vez gritaron
y ahora no aceptan
la otra
la imprevista
reconvención del eco

o a los espectadores
casi profesionales
esos viciosos
de la lucidez
esos inconmovibles
que se instalan
en la primera fila
así no pierden
ni un solo efecto
ni el menor indicio
ni un solo espasmo
ni el menor cadáver

o a los sonrientes lúgubres
los exiliados de lo real
los duros
metidos para siempre en su campana
de pura sílice
egoísmo insecto
ésos los sin hermanos
sin latido
los con mirada acero de desprecio
los con fulgor y labios de cuchillo

en este punto muerto
en este año desgracia
no sé si es el momento
de decirlo
con los puentes a medio descender
o a medio levantar
que no es lo mismo.
Puedo permanecer en mi baluarte
en ésta o en aquella soledad sin derecho
disfrutando mis últimos
racimos de silencio
puedo asomarme al tiempo
a las nubes al río
perderme en el follaje que está lejos

pero me consta y sé
nunca lo olvido
que mi destino fértil voluntario
es convertirme en ojos boca manos
para otras manos bocas y miradas

que baje el puente y que se quede bajo

que entren amor y odio y voz y gritos
que venga la tristeza con sus brazos abiertos
y la ilusión con sus zapatos nuevos
que venga el frío germinal y honesto
y el verano de angustias calcinadas
que vengan los rencores con su niebla
y los adioses con su pan de lágrimas
que venga el muerto y sobre todo el vivo
y el viejo olor de la melancolía

que baje el puente y que se quede bajo

que entren la rabia y su ademán oscuro
que entren el mal y el bien
y lo que media
entre uno y otro
o sea
la verdad ese péndulo
que entre el incendio con o sin la lluvia
y las mujeres con o sin historia
que entre el trabajo y sobre todo el ocio
ese derecho al sueño
ese arco iris

que baje el puente y que se quede bajo

que entren los perros
los hijos de perra
las comadronas los sepultureros
los ángeles si hubiera
y si no hay
que entre la luna con su niño frío

que baje el puente y que se quede bajo

que entre el que sabe lo que no sabemos
y amasa pan
o hace revoluciones
y el que no puede hacerlas
y el que cierra los ojos

en fin
para que nadie se llame a confusiones
que entre mi prójimo ese insoportable
tan fuerte y frágil
ese necesario
ése con dudas sombra rostro sangre
y vida a término
ese bienvenido

que sólo quede afuera
el encargado
de levantar el puente

a esta altura
no ha de ser un secreto
para nadie

yo estoy contra los puentes levadizos.
La luna pudo detenerse al fin por la curva blanquísima de los caballos.
Un rayo de luz violenta que se escapaba de la herida
proyectó en el cielo el instante de la circuncisión de un niño muerto.

La sangre bajaba por el monte y los ángeles la buscaban,
pero los cálices eran de viento y al fin llenaba los zapatos.
Cojos perros fumaban sus pipas y un olor de cuero caliente
ponía grises los labios redondos de los que vomitaban en las esquinas.
Y llegaban largos alaridos por el Sur de la noche seca.
Era que la luna quemaba con sus bujías el falo de los caballos.
Un sastre especialista en púrpura
había encerrado a tres santas mujeres
y les enseñaba una calavera por los vidrios de la ventana.
Las tres en el arrabal rodeaban a un camello blanco,
que lloraba porque al alba
tenía que pasar sin remedio por el ojo de una aguja.
¡Oh cruz! ¡Oh clavos! ¡Oh espina!
¡Oh espina clavada en el hueso hasta que se oxíden los planetas!
Como nadie volvía la cabeza, el cielo pudo desnudarse.
Entonces se oyó la gran voz y los fariseos dijeron:
Esa maldita vaca tiene las tetas llenas de leche.
La muchedumbre cerraba las puertas
y la lluvia bajaba por las calles decidida a mojar el corazón
mientras la tarde se puso turbia de latidos y leñadores
y la oscura ciudad agonizaba bajo el martillo de los carpinteros.

Esa maldita vaca
tiene las tetas llenas de perdigones,
dijeron los fariseos.
Pero la sangre mojó sus pies y los espíritus inmundos
estrellaban ampollas de laguna sobre las paredes del templo.
Se supo el momento preciso de la salvación de nuestra vida.
Porque la luna lavó con agua
las quemaduras de los caballos
y no la niña viva que callaron en la arena.
Entonces salieron los fríos cantando sus canciones
y las ranas encendieron sus lumbres en la doble orilla del rio.
Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita
no nos dejará dormir, dijeron los fariseos,
y se alejaron a sus casas por el tumulto de la calle
dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios
mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.
Fue entonces
y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.
Di que me amas. Di: «Te amo»,
dímelo por primera y por última vez.
Sólo: «Te amo». No me digas cuánto.
Son suficientes esas dos palabras.
«Más que a mi salvación», dijo Regania.
«Más que a la primavera», dijo Gonerila.
No sospechaba que mentían.
Di que me amas. Di: «Te amo»,
Cordelia, aunque me mientas,
aunque no sepas que te mientes.

Todo se ha diluido ya en el sueño.
La nave en que pasé la mar,
fustigada por los relámpagos,
era un sueño del que aún no he despertado.
Vivo brezado por un sueño,
inerme en su viscosa telaraña
para toda la eternidad,
si es que la eternidad no es un sueño también.

La tempestad me arrebató al bufón,
al pícaro azotado, deslenguado, insolente,
que era mi compañero, era yo mismo,
reflejo mío en los espejos
cóncavos y convexos, que inventó Valle-Inclán.

Los brazos de las olas me estrellaron
contra el acantilado y un buen día,
ya no recuerdo cuándo, desperté
y hallé sobre la arena
piedras labradas con primor,
sillares corroídos, lamidos y arañados
por los dientes y garras de las algas.
Entonces,
desatado del sueño,
comencé a rehacer el mundo mío,
que se desperezaba bajo un sol diferente.

Y aquí está, al fin, delante de mis ojos;
oigo como jadea
con la disnea del agonizante, del sobremuriente.
Espera a que tu llegues
y me digas «te amo».
Conservo aquí los cielos que viajaron conmigo:
grises torcaces de Bretaña, cobaltos de Provenza,
índigos de Castilla.
Sólo tú eres capaz de devolverles
la transparencia, la luminosidad
y la palpitación que los hacían únicos.
Aquí están aguardándote.

Quiero oírte decir, Cordelia, «te amo».
Son las mismas palabras que salieron
de labios de Regania y Gonerila,
no de su corazón. Más tarde
se deshicieron de mis caballeros,
hijos del huracán, bravucones, borrachos,
lascivos, pendencieros. Regresaron
al silencio y a la nada.
La niebla disolvió sus armaduras,
sus yelmos, sus escudos cincelados,
aquel hervor y desvarío
de águilas, quimeras, unicornios,
efigies, delfines, grifos.
¿Por qué reino cabalgan hoy sus sombras?

Mi reino por un «te amo», sangrándote en la boca;
mi eternidad por sólo dos palabras:
susúrralas o cántalas sobre un fondo real,
-agua de manantial sobre los guijos,
saetas que desgarran con su zumbido el aire.
Así la realidad hará que sean real
en las palabras que nunca pronunciaste
-¡por qué nunca las pronunciaste!-
Y que ultrasuenan en un punto
del tiempo y del espacio
del que tengo que rescatarlas
antes de que me vaya.
Ven a decirme «te amo».
No me importa que duren tus palabras
lo que la humedad de una lágrima
sobre una seda ajada.

En esa paz reconstruida
-sé que es tan sólo un decorado-, represento
mi papel, es decir, finjo.
Porque ya he despertado,
ya no confundo el canto de la alondra
con el del ruiseñor. Y aquí vivo esperándote
contando días y horas y estaciones
y cuando llegues, anunciada
por el sonido de las trompas
de mis fantasmales cazadores,
sé que me reconocerás
por mi corona de oro, a la que han arrancado
sus gemas las urracas ladronas,
por la escudilla de madera que me legó el bufón,
en la que robles y arces depositan
su limosna encendida, su diezmo volandero,
el parpadeo del otoño.

Ven pronto, el plazo ya está a punto
de cumplirse, y no me traigas flores
como si hubiese muerto.
Ven antes de que me hunda
en el torbellino del sueño,
ven a decirme «te amo» y desvanécete enseguida.

Desaparece antes de que te vea
nadando en un licor trémulo y turbio,
como a través de un vídeo esmerilado,
antes de que te diga:
«yo sé que te he querido mucho,
pero no recuerdo quién eres».
Cuando resido en este país que no sueña
cuando vivo en esta ciudad sin párpados
donde sin embargo mi mujer me entiende
y ha quedado mi infancia y envejecen mis padres
y llamo a mis amigos de vereda a vereda
y puedo ver los árboles desde mi ventana
olvidados y torpes a las tres de la tarde
siento que algo me cerca y me oprime
como si una sombra espesa y decisiva
descendiera sobre mí y sobre nosotros
para encubrir a ese alguien que siempre afloja
el viejo detonador de la esperanza.

Cuando vivo en esta ciudad sin lágrimas
que se ha vuelto egoísta de puro generosa
que ha perdido su ánimo sin haberlo gastado
pienso que al fin ha llegado el momento
de decir adiós a algunas presunciones
de alejarse tal vez y hablar otros idiomas
donde la indiferencia sea una palabra obsena.

Confieso que otras veces me he escapado.
Diré ante todo que me asomé al Arno
que hallé en las librerías de Charing Cross
cierto Byron firmado por el vicario Bull
en una navidad de hace setenta años.
Desfilé entre los borrachos de Bowery
y entre los Brueghel de la Pinacoteca
comprobé cómo puede trastornarse
el equipo sonoro del Chateau de Langeais
explicando medallas e incensarios
cuando en verdad había sólo armaduras.

Sudé en Dakar por solidaridad
vi turbas galopando hasta la Monna Lisa
y huyendo sin mirar a Botticelli
vi curas madrileños abordando a rameras
y en casa de Rembrandt turistas de Dallas
que preguntaban por el comedor
suecos amontonados en dos metros de sol
y en Copenhague la embajada rusa
y la embajada norteamericana
separadas por un lindo cementerio.

Vi el cadáver de Lídice cubierto por la nieve
y el carnaval de Río cubierto por la samba
y en Tuskegee el rabioso optimismo de los negros
probé en Santiago el caldillo de congrio
y recibí el Año Nuevo en Times Square
sacándome cornetas del oído.

Vi a Ingrid Bergman correr por la Rue Blanche
y salvando las obvias diferencias
vi a Adenauer entre débiles aplausos vieneses
vi a Kruschev saliendo de Pennsylvania Station
y salvando otra vez las diferencias
vi un toro de pacífico abolengo
que no quería matar a su torero.
Vi a Henry Miller lejos de sus trópicos
con una insolación mediterránea
y me saqué una foto en casa de Jan Neruda
dormí escuchando a Wagner en Florencia
y oyendo a un suizo entre Ginebra y Tarascón
vi a gordas y humildes artesanas de Pomaire
y a tres monjitas jóvenes en el Carnegie Hall
marcando el jazz con negros zapatones
vi a las mujeres más lindas del planeta
caminando sin mí por la Vía Nazionale.

Miré
admiré
traté de comprender
creo que en buena parte he comprendido
y es estupendo
todo es estupendo
sólo allá lejos puede uno saberlo
y es una linda vacación
es un rapto de imágenes
es un alegre diccionario
es una fácil recorrida
es un alivio.

Pero ahora no me quedan más excusas
porque se vuelve aquí
siempre se vuelve.
La nostalgia se escurre de los libros
se introduce debajo de la piel
y esta ciudad sin párpados
este país que nunca sueña
de pronto se convierte en el único sitio
donde el aire es mi aire
y la culpa es mi culpa
y en mi cama hay un pozo que es mi pozo
y cuando extiendo el brazo estoy seguro
de la pared que toco o del vacío
y cuando miro el cielo
veo acá mis nubes y allí mi Cruz del Sur
mi alrededor son los ojos de todos
y no me siento al margen
ahora ya sé que no me siento al margen.

Quizá mi única noción de patria
sea esta urgencia de decir Nosotros
quizá mi única noción de patria
sea este regreso al propio desconcierto.
La vida cotidiana es un instante
de otro instante que es la vida total del hombre
pero a su vez cuántos instantes no ha de tener
ese instante del instante mayor

cada hoja verde se mueve en el sol
como si perdurar fuera su inefable destino
cada gorrión avanza a saltos no previstos
cómo burlándose del tiempo y del espacio
cada hombre se abraza a alguna mujer
como si así aferrara la eternidad

en realidad todas estas pertinacias
son modestos exorcismos contra la muerte
batallas perdidas con ritmo de victoria
reos obstinados que se niegan
a notificarse de su injusta condena
vivientes que se hacen los distraídos

la vida cotidiana es también una suma de instantes
algo así como partículas de polvo
que seguirán cayendo en un abismo
y sin embargo cada instante
o sea cada partícula de polvo
es también un copioso universo

con crepúsculos y catedrales y campos de cultivo
y multitudes y cópulas y desembarcos
y borrachos y mártires y colinas
y vale la pena cualquier sacrificio
para que ese abrir y cerrar de ojos
abarque por fin el instante universo
con una mirada que no se avergüence
de su reveladora
efímera
insustituible
                      luz.
Al festín va la turba nupcial amontonada,
centauros y guerreros, borrachos y arrogantes;
y se ve carne heroica, entre hachas humeantes,
al pelo de los hijos  de la Nube mezclada.

Risas, tumulto... un grito. La Esposa, desgarrada
la púrpura, alza en torno puños  amenazantes;
el bronce vibra: al choque de cascos resonantes,
y en el suelo la mesa queda al fin derribada.

El que es fuerte entre fue des se levanta al instante
Un hocico leonino se frunce en su semblante
lleno de crines áureas. Es Hércules, huraño,

y de un extremo al otro de la sala anchurosa,
ante  su ojo terrible, que en cólera rebosa,
retrocede , mugiendo el monstruoso rebaño.

— The End —