No toda palabra que rima es poema. No todo verso que vuela tiene alas.
Hay poesías disfrazadas de flores falsas, y hay otras que lloran con los ojos abiertos como una madre sola que no quiere consuelo.
Poesía verdadera ¿dónde estás cuando los aplausos ahogan y los jurados pontifican sobre formas que no sangran?
La auténtica… la que tiembla al salir, la que no se escribe con la mano sino con una herida abierta que no quiere cerrar.
No está en los premios. No está en las vitrinas. No está en los poetas de salón ni en los poetas de selfie. Está en la tierra, en el barro, en el rostro de un niño que pregunta por su padre, en la espalda encorvada de un viejo que ya no espera respuestas.
La poesía verdadera no se vende, no se maquilla, no se edita para gustar. No usa hashtags, no ****** con títulos llamativos. Se deja escribir por quien no busca escribirla. Y a veces, ni se publica.
Es la que nace cuando nadie te escucha, cuando estás solo en un cuarto con la noche encima y no sabés si lo que sentís tiene nombre, pero lo nombrás.
Es la que te hace temblar al releerla, porque no sabés si eso fuiste vos o si fue tu sombra la que habló.
La poesía verdadera es esa que no elegís, sino que te elige. Y duele. Y no siempre rima. Y muchas veces ofende, pero nunca miente.
Es un temblor escrito, un grito calmo, una palabra que no se puede borrar ni con el olvido.
No es hermosa. A veces es fea, desprolija, como la verdad cuando no tiene ropa.
No es alta literatura, es alta alma.
No se escribe para ganar, se escribe para no morir.
Y si te arranca una lágrima sin pedir permiso, entonces sabés que tocaste la auténtica.