Subí a tu cielo, engañado por palabras, por ráfagas de amor que solo fueron torbellinos disfrazados.
Llegué tan alto que las nubes —blancas por arriba— ocultaban el gris plomizo de tu alma.
Tú, estrella mentirosa, me hiciste creer que era el reino de los pájaros, que tus brazos eran ramas donde anidar.
Pero tu amor estaba a años luz, y yo, simple mortal, ¿cómo alcanzar un sol que solo quema? ¿Cómo satisfacer a una diosa que solo sabía pedir sacrificios?
El cielo que pintaste fue mi muro. Me estrellé contra tu azul, contra ese lienzo frío donde ni las auroras se atrevían a entrar.
Y llegaron los truenos. Tus manos, hechas de tormenta, arrancaron mis alas pluma por pluma, mientras gritaba entre relámpagos de desesperación.
Ni siquiera tus nubes —esos falsos besos— quisieron amortiguar mi caída.
No digas que me amaste. No digas más mi nombre, que hasta mis alas me hicieron perder el suelo y hasta el mismo cielo. fuiste tú quien cortó los hilos que me sostenían.
Caí. Sin red, sin colchón de estrellas, sin más compañía que los trozos de alas que aún sangran tu nombre.
Ahora escribo. Mi cuerpo es el pergamino, mi sangre, la tinta. Los recuerdos, versos tallados con las plumas que me arrancaste.